La paleta del pintor como apaisada
retorta de madera, lista para la destilación de la vida. El pintor como
alquimista, como nexo sensitivo, entre aquello que todavía no es, y la esencia
de la mirada primera, la que apenas vislumbra, la que adivina. El mago, en el
silencio del taller, lo sabe, lo presiente. Alguna vez escuchó de boca de un
viejo pintor, que el mundo, el universo todo, fue parido en la humedad florida
de una paleta. En el barrio, un sabihondo de café, le batió al alquimista, al
mago, al pintor, que todo, absolutamente todo, descansa, respira, se hace, y
también muere, en el menjunje primordial que nace y que aguarda: que sueña en los
recovecos emocionales de la paleta del pintor. Mejor se humedece la susodicha
paleta cuando el hacedor sabe de la existencia de lluvias y garúas: porque las
lleva en su alma. La primera lluvia repica adentro, y luego transmigra a la
madera donde aguardan los colores.
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Pero el secreto mayor jugará sus cartas
en la habilidad con que la otra mano, caricia va, caricia viene, sepa del amor
sobre la tierra alumbrada. El pincel será el adelantado, el héroe en el sueño
del pintor, será quien comprenda, quien lleve en su memoria efímera el mensaje
de lo imaginado, lo visto por el mago, el alquimista. El dueño del pincel ha
comprendido a través de los años (porque la pintura, como todo arte, es un
compromiso que exige una vida de trabajo, nunca menos) que el mundo nace con
cada día que amanece, con cada pintura que aguarda sobre la paleta, con cada
minuto de esa vida en que un hombre intenta llamarse artista pintor. Cuando se
ve, cuando se sabe de la existencia de los mundos (los que andan por la sangre,
y los que callejean en veredas y esquinas), cuando se tiene registro de
lluvias, garúas y vientos, mejor se encontrarán los colores del mundo sobre la
paleta.
Hace cincuenta años que sé de la existencia
de la paleta de pintor. Imagino a mi viejo haciendo la presentación poética sin
que el bebé que fui entendiera de qué se trataba. A partir de esa paleta saludo
la identidad de esta presencia hermana en el taller de todos los artistas
pintores que intervienen en este libro.
En la paleta del pintor bien puede ser
hallada la identidad del artista, es en esta herramienta donde debe quedar visible,
explícito, el concepto que llamo “patrias internas”. Reconocerse en la paleta es
un paso necesario en la historia del oficio de todo trabajador que intenta,
luego de una vida a conciencia, llegar a habitar el territorio del arte. Porque
todo es intento, ya que nunca se sabe quién, entre los tantos que laboran, llegarán
a hacer propio el paisaje deseado. Patrias internas deberíamos tener todos. En
definitiva sólo somos seres humanos con un oficio en el alma. Una patria
interna es aquel territorio de la identidad que no se negocia, que está a la
vista, y que siempre es necesario resguardar de las inclemencias del tiempo. La
paleta de mi viejo, herramienta y sustancia: su pintura, tiene sus patrias
internas. Su paleta de gamas bajas, cuando es el tiempo de pintar al óleo, fue
y sigue siendo compañera de toda mi vida, también lo es la paleta más colorida
de sus paseos por el acrílico. Llevo en mi memoria su imagen sobre la mesita
alta, frente al caballete, frente a los estantes que sostienen el trabajo que
mi padre alumbró durante toda su vida. Su universo íntimo, su concepción del
mundo, su ideología: sus patrias internas, la vida toda destilándose en la
retorta apaisada de madera que reconozco desde el comienzo de mis días. Cada
artista plástico tendrá sus testigos para su arte, y para la herramienta de
fundar, su paleta. Pueden cambiar los ámbitos, las disposiciones, porque los
tiempos y gustos en la búsqueda de la creación son privados, íntimos,
intransferibles. Pero siempre habrá alguien que vio, que puede dar prueba, que
de ese paisaje apoyado sobre la mesita de patas flacas salió el paisaje que ahora
sostiene el caballete. Y que frente a ellos, de pie, contemplaba el pintor, el
mago, el alquimista.
Hay en este libro una propuesta distinta
para el trabajo del pintor. Una propuesta que encuentra su justificación en la
vereda del homenaje agradecido: un acto de poético reconocimiento, o de puesta
en valor poético de la llanura amiga donde se juegan las cartas posibles de la
creación. Este libro de la SAAP
funda su esencia en la concesión que pide al artista. En voz baja, en un tono
de charla intimista, los hacedores del libro, mientras adivinan colores sobre
una mesa de café en Buenos Aires, hacen su pedido: Mirá, hermano, esta vuelta,
el cuadro, y todo tu chamuyo de colores, dejalo ahí, no lo muevas, que “sea”,
que “haga esquina” sobre tu paleta de pintor: la herramienta de fundar.
Como es de esperar,
sangre adentro de cada pintor, de cada mago, de cada alquimista, sucederán
lluvias, garúas y vientos.
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