La única vez que apoyé un fusil sobre mi hombro,
fue cuando me obligaron a pasar un año defendiendo a la patria. Fui a prácticas
de tiro con mi fusil automático liviano. Primero debía apuntarle al chileno, y
después resultó que no tanto al chileno, y sí a los ingleses. Me explicaron que
el fusil era mi novia, que debía cuidarla y tenerla siempre limpia y dispuesta.
Si iba a una guardia debía estar atento, no al posible ataque exterior, sino a
las condiciones en que recibía el fusil: si había algo roto o un faltante, la
patria le cobraba al soldado. Un fusil igual al mío, automático y liviano, le
sirvió al sargento para aplicarle un culatazo en la cabeza a un gringo colorado
que venía del campo: no había manera de que dejara de llamar escopeta al fusil.
El sargento hizo su labor docente. No lo voy a negar, me entusiasmaba la
posibilidad de usar mi fusil. Si estaba en un puesto de guardia alejado y algo
ocurría debía avisar con un disparo al aire. Una vez cargué y estuve a punto,
pero no, porque me cobraban las municiones. De la única manera que hubiese
hecho una inversión, y esto lo hablé con mi viejo, era si me decidía a disparar
sobre cabos, sargentos o tenientes. Ni el chileno, ni el inglés, no, mi munición
para mi sargento: ellos las bestias, los borrachos, los que pagaban orgullosos
el amor triste de las chicas de la ruta. En la Escuela de Caballería,
Campo de Mayo, año 81, aprendí lo peor: a querer asesinar, a odiar, a robar al
compañero. La ley: no a la vida solidaria. Recuerdo la vez que mi sombra tomó
la sombra de mi fusil y le disparó al miserable: Berón de Astrada.
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