El secreto está en el cielo, dijo mi padre. Desde mis días de infancia
guardo sus pensamientos referidos al cielo. Aprendí para toda la vida que allá
en la altura hay caminos sinuosos; veredas muchas veces oscuras, aunque también
existen unas pocas que pueden transitarse a cara limpia para, entonces sí, brindar
al hermano y a uno mismo el costado de luz que puede llevarnos hasta la imagen
por tanto tiempo buscada. En el cielo flota el barullo nacido de las criaturas
aladas (las de la magia), de los elementos dibujados a través de la naturaleza,
de las almas de los muertos que se dejan ver desde el continuo murmullo con que
intentan guiar a los que aún están vivos.
Yo era un pibito de Martín Coronado, en el oeste de la provincia de
Buenos Aires. Miraba televisión en mi casa y en casa de amigos. Sucedió que en
una de ellas, un día cerca de las seis de la tarde, vi por primera vez un
dibujo animado que me llamó la atención. Un superhéroe: un murciélago que
peleaba contra personas malas. Era murciélago, no hombre-murciélago. Mameluco
amarillo con una letra B en rojo; botas y guantes en rojo. Cara de murciélago
en azul tenue. Alas negras: “Mis alas son como un escudo de acero”. De la
altura de un hombre. Su nombre: Batfink. Tenía un fiel ayudante: un gigantón
con poco cerebro: Karate.
Batfink era transmitido por Canal 2 de la ciudad de La Plata. Los años
‘60 fueron suerte para unos, y no tanta para otros. Yo estaba entre los que la
antena no les leía la señal del 2. No podía ver Batfink. Años después no pude
ver la serie Rumbo a lo Desconocido.
Recuerdo el televisor encendido, a mi viejo subido a una escalera
apoyada en el tanque de agua. Recuerdo su humanidad estirada para alcanzar la
antena, y su esfuerzo para hacerla girar de a un centímetro. ¿Se ve?, me
gritaba. Yo estaba parado frente a la ventana del comedor, en el patio: No.
Todo era blanco mientras mi viejo movía la antena. Hubo una aparición fugaz, y
vuelta a la nada. Mi viejo tuvo razón:
el secreto está en el cielo.
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