Maldonado, Lois y Bellocchio. Foto Sturzenegger. |
Es muy bueno levantar la vista y
encontrarse con el rostro querido y sentir que el ánimo da un golpe de timón
hacia mejor rumbo. Es bueno saberse en el otro cuando el tiempo atenta con
dispersiones y sobre-ausencias, desconexiones que apuran el trámite del olvido.
Es indispensable encontrar la cálida contracara de la memoria como una vindicta
privada a tanto agravio de pecho frío, sociedad de espaldas, silencios
corrosivos, ajenos lugares; y esa lengua que pervive por lo bajo, hace un fuego
breve en charlas de dos al paso en los bares a deshoras; son como el “te acordás” de Mansa Tuca, comentarios que
a veces no van más allá de la anécdota, la chanza, el juego chispeante del
dicho y del sobrenombre, la única seña dejada por alguien por poca cosa. A
veces, y es bueno que así suceda, se despejan las arterias del día en las
ventanas que escasamente se abren, en los ladrillos que acusan un desgaste,
trajinados por lo anónimo, preguntan por quién fue ese que dejó sus pasos
perdidos; digo, es bueno que esto suceda y así como así el libro se abre como
un atril para contener la composición que interpreta un alma colectiva. En ese
sentido, a boca de contexto, el periodismo y la creación literaria confluyen,
se prestan servicios: tomá este dato, dame tu frescura; contame una historia,
escuchá la resonancia de lo que significa.
Así, mientras el niño jugaba entre
casa y baldío, esquina y arboleda, asombrado de sonidos de trenes y pregones
que llegaban desde lo abierto, entre brochas de cerda y pinceles de marta en
las manos maestras de su padre, y olores y sabores de madre a punto nieve en
casa; digo, mientras ese niño no conocía la palabra “Gualeguay”, pasaban los
gualeyos con ojos de carbón, noche entera, al exilio de Federico Lacroze por esa
estación de Martín Coronado, una de tantas ya próximas a Capital Federal,
después de haber tomado los aires bonaerenses, luego de la travesía del ferry
en lenta procesión casi mística por el delta y sus cuadros cambiantes, en la
bisagra de dos mundos para nuestros criollos, y los carteles ferroviarios que
eran de los extramuros incógnitos que sólo los años habrían de tutear, para ser
acaso casi porteños en el tono declarado, y entrerrianos por lo bajo y lo
secreto, la sordina que vela la pobreza.
Y ese niño que jugaba a ser artista
como su padre, se encontró un día con el otro cielo de la boca, la palabra, y
como la campana de aquella estación con ligustros y zorzales guarecidos en la
palma de arcanos lares, sintió el envión del aquí estoy, tengo algo que decir…, lo demás fue ensayo y error,
oficio riguroso, lecturas y borradores, años, pensiones y bares, encuentros y
distancias; hasta que Gualeguay, potencia significada, adquirió otro peso vital
para el ya escritor y periodista Edgardo Lois. Y apenas arribado supo que este
pueblo tenía esa “marca” que lo distingue
como solar de orejanos, con el filo asentado en su libertad y en su resistencia.
Supo temprano que de esa tensa convivencia nace la forma de ser de toda una
ciudad que parió nombres altos con obras como edificios que la distinguen, le
dan proa en la niebla informe de estos días donde parece que da lo mismo pisar
cualquier contexto, cuando el valor original es extemporáneo a las redes
sociales donde el consumo impone sus fatuas banderas.
Pero siempre, y ha pasado muchas
veces en la historia, aparece la mirada que incomoda a la forzada quietud, y
entonces la lisa resignación se arruga, da un respingo y se aparta del lugar
que entumece, adquiere capacidad de reflejo y reacciona.
Esa mirada es Edgardo Lois, y en
solo cinco años ha reunido, vinculado, reivindicado en más de 200 reportajes y
notas de valor lo que tiene Gualeguay de “Gualeguay”,
“su marca” en lo profundo, en señales
de aparente superficie que sólo se ven de lejos, como las luminarias de los
pueblos al paso del tren o en el espejo del agua en la otra orilla de toda
vecindad que está ahí nomás, porque a veces se hace difícil abrazar lo que está
tan cerca, estando cercado por la costumbre de callar y postergar. Por eso nos
urge en libro y hacia él vamos sabiendo que de esa cosecha que muchos
sembraron, generosamente nos podemos alimentar y hasta guardar para reserva de
los que vendrán buscándose por un imperativo que llamamos “marca”, entonación
de la voz de todos, resistencia de perfiles entre tantos rostros borrados por
la globalización, que es como decir: ninguna parte.
Desde ahí, de esa experiencia
colectiva, tendremos la recuperación saludable de un humanismo situado, atento
y alerta, capaz de comprender la historia de los otros y ser con todos ellos
uno mismo y con el elemento que tiene su marca de Cruz del Sur en el universo
que se corresponde gracias a las aguas del río que la nombra.
Sabremos entonces que Cachete González, Tuky Carboni, Juan Martín
Caraballo, Juan José Manauta, Mario Tamaño, Emma Barrandéguy, Lito Argot,
Carlos Alberto Montella, Ernesto Hartkopf, Catón, Juan Kayayán, Marta Líbano,
Fabricio Castañeda, Daniel González Rebolledo, Rafael Lucardi, Maxi Crespo,
Eise Osman, Fernando Sturzenegger, Chango Ibarra, Derlis Maddonni, la Difusora
Popular, Carlos José “Pepe” Quintana, El Café “Murugarren”, Nidya Rampoldi,
Ubaldo Arnaudín, Carlos Ántola, Néstor Medrano, Deolindo Romero, la “Confitería
El Águila”, Mauricio Echegaray y otros, constituyen un contexto de
identidades, obras y experiencias insoslayables, como las tantas otras que
serán el tomo segundo y sucesivos de esta “Marca de Gualeguay” que con tanta
delicadeza y respeto nos comprende a través de una palabra despierta en su
cabal posibilidad, la memoria, ese gran bicho de amor, agradecida.
A
propósito de la palabra en alta estima, su antiguo oficio de pronunciamiento,
signo y significado, dejo el fragmento de un poema de Rafael Cadenas (Venezuela)
“Que cada palabra lleve lo que dice.
Que sea como el temblor que la sostiene.
Que se mantenga como un latido.
No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni
añadir
brillos a lo que
es.
Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir verdad.
Seamos reales.
Quiero exactitudes aterradoras.
Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis
palabras. Me
poseen tanto como yo a ellas”.
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