Ayer 29 de agosto fue el cumpleaños de
la poeta de Boedo: Silvia Palferro. Quedó la fecha flotando en las redes que
nos condenan, pero que a veces también nos avisan, y sirven como herramienta
para la idea o para la memoria. Y a la memoria hace un puñado de días se le
había sumado el dato que avisaba: la poeta (la “pueta”, como a ella le gustaba bromear)
ya no está en este lado de su barrio, se pasó al Boedo otro: el encielado de
amiguería y palabrería que flota, cuando el silencio, cerca de los techos de
boliches como el Margot, o en las todavía resistentes casas de ayer con esos
mismos techos altos de café; porque ahí una de las exigencias en el momento de
levantar la memoria de un vero café: los techos altos para que ahí se guarde el
alma o las almas del lugar, y para que en ella se guarde el recuerdo de poetas
como Silvia Palferro.
Nos conocimos en el Margot, si no me
equivoco, en una lectura que hacía el poeta Marcos Silber. Hablamos de poetas,
de escritura. Ambos le dábamos a la tinta. Después se sucedieron los encuentros
con amigos del café. Entre palabra que va y una historia que viene, supe de su
historia de pareja trunca, y supe de la muerte de un hermano. Este hecho la
había marcado a fuego, y era tema muy presente en su escritura. Creo, escribía
tratando de recobrarlo, para eso recorría su muerte, y detalles de su vida.
Silvia siempre me hablaba de él.
Sucedió una vez que nombré a uno de mis
directores de cine preferido, el viejo Sam Peckinpah, autor de un puñado de
películas que quedaron en mi memoria, y especialmente una: La pandilla salvaje (1971), con William Holden (Pike Bishop),
Ernest Borgnine, y reparto al tono, para uno de los llamados westerns
terminales del director; la otra película suya donde el Viejo Oeste terminaba
fue: Pat Garrett y Billy The Kid (1973)
con James Coburn y Kris Kristoferson. Silvia no lo podía creer, yo había visto
muchas, pero muchas veces, La pandilla,
sí, como su hermano, otro incondicional del viejo Sam. A partir de ese
encuentro, la Palferro, sabía llamarme en persona o en los mails, primero, con
el nombre de Pike Bishop. Sucedió luego que un día Silvia vio La cruz de hierro (1977) también del
viejo Sam, con James Coburn personificando al sargento Steiner del ejército
alemán durante la Segunda Guerra Mundial, y entonces, dada la misma catadura
ética de Pike y Steiner, se dedicó a intercalar mis nombres. Dejé de ser
Edgardo, y alegre con semejante distinción dada por una poeta, fui Pike, fui
Steiner.
Guardo en mi computadora algunos poemas
de Silvia, como este fechado en enero de 2006: Con la punta afilada / De azul la luna pareciera / Detener hasta el
silencio / Del cuarto. Pero afuera / Ya es Agosto / Y a puerta abierta / Los
ojos más claros / Sueltan como perlitas / Que reflejan / Su otra mitad en
charcos / De lunas muertas. Largamente / A tientas un nuevo / Mirar se enciende
/ De este lado; o la sombra / Sobre el papel todavía está / Haciendo rodar aún
tibia / Cada palabra, entre los rumorosos / De cenizas. Camino de regreso / A
la casa familiar.
En Un
puñado familiar anotó: Por aquel
antiguo / blanco de la casa / la abuela "Ata" / sus hebras del té. /
Hacia ese blanco telaraña / de carpeta y porcelanas / murmurantes los reunidos,
/ a la mesa se tejían, / los nietos, / mujer entre varones alrededor. / Del
abuelo ojos más claros / que oscurecieron en el padre, / lunas muertas, / bajo
otros claros parecidos / los míos. / Cerrar y abrirse / solo postigos / que
repiten despedidas / desde esta sala / de estar sin tiempo. / Y así tanto
jardín / adentro nos creció también / la casa donde la tía / se refugia / en
aromada costumbre / de calentar / con nosotros anudados / a sus hebras de
ausencia.
En Luz
por lo alto: Mosaico de multicolores
/ casi rotos desperezan los gestos / sobre un horizontal de claraboya. / Como
pequeñas voces asomándose / a un paisaje de ronda / revolotean sus formas
traviesas / en luz por lo alto. / Paraíso de niños, era espacio / robado al
cielo / con los ojos puestos en el azul / patio de ternuras.
En diciembre de 2005 escribió: Hacia fuera es Agosto / y la punta
escribiente / de aquellas lunas se alza / otra vez hasta el cuarto. // Templado
de miradas ahora / mi cuarto se abre / y los ojos más claros otean / su
destino. De dragones / es el fuego hundiéndose / sobre el papel mientras la
tinta / en rojo horizontal enrula / cada palabra a cuestas / como perlitas
ellas / de un collar / que el tiempo oscureció / bajo lunas muertas. // Acaso
estos escritos sean / desprendidos de quien / desanduvo largamente en sombras.
/ Ya ves, por algún repliegue / del atardecer regreso / a la casa / de la
escritura / aún tibia de familia; / crepitando entre cenizas.
Desde que supe de su muerte, el Pike o
Steiner que llevo en mí se rehízo desde sus cenizas, de a poco me acordé de
cuando fui Pike/Steiner. Y de esa condición no se regresa. Con Silvia
manteníamos un contacto relativo a través de las redes, no volví a verla desde
que vivo en Gualeguay. Quizá, me digo, ella haya adivinado después de las
charlas mi condición de Pike/Steiner, y entonces, quizá, no todo era un juego
de nombres a partir de una querida coincidencia cinéfila.
Los personajes de Peckinpah van detrás
de la aventura, por un lado son hombres fuera de la ley, y a la vez con códigos
éticos de los que carecen los supuestamente buenos. Aun sabiendo que la causa
que los convocó al lance está perdida, van y entregan el pellejo, porque en
definitiva, no son más que perdedores, ellos: personas que saben que van a
perder, en realidad nunca quisieron ganar, nunca esperaron nada, y aun así se
la jugaron. Saben que serán víctimas del poder y de las pequeñas traiciones de
los que siempre especulan alrededor de la moneda y las miserias humanas.
Pike Bishop hace su última jugada en el
final de La pandilla, y su muerte
violenta es retratada en una secuencia de antología del cine. En cambio, el sargento
Steiner empuja al capitán Stransky al campo de batalla, le quiere enseñar el
lugar donde crecen las cruces de hierro; Steiner sonríe, hace tiempo que ya no
le importa su vida, sabe que es un perdedor más dentro del ejército clasista
alemán.
Silvia Palferro tal vez veía algo más,
que esa es una de las virtudes de esta gente rara de la palabrería. Mi
Pike/Steiner siempre se jugó, supe de causas perdidas, y aun así puse el pecho.
¿Y mi última escena, Silvia? Pero mirá
la pregunta que te hago. Ya estarías de carcajada, ensayando alguna explicación
que tranquilice a este preguntón de hoy, mientras rápidamente entrarías en los
pliegues de esa felicidad que te daba saber que el amigo escritor y compañero
de charla en el café, veía, valoraba aquello que tanto disfrutó tu hermano.
Recuerdo las hojas de cuaderno con
largos poemas dirigidos a él. Cuánto dolor, me digo, cuando la persona amada ya
no está; cuánta desesperación, me digo, en quienes como nosotros somos personas
que tienen en la tinta al único dios creador. Soy Pike, soy Steiner; lo sé
desde hace un tiempo, pero no me importó.
Silvia Palferro en el cielo boedense de
los diamantes callejeros, de barrio, de la gente común. Nunca pensé que se
terminaba la película. Abrazo para vos y tu hermano, de Pike, Steiner, y de
este escriba que lamenta tu partida, al tiempo que ya trabaja en la memoria.
1 comentario:
Silvia fue compañera de trabajo,amiga y colaboradora de un libro que escribi. Me gustaria saber algo mas de su deceso. Muchas gracias
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