Hace unos
meses que escribo sobre los posibles significantes de una frase, una idea: “Volver
a casa”. Y escribo sobre las maneras, también posibles, de ese regreso.
Escribir sobre la “vuelta” sabiendo que todo regreso es imposible, y entonces,
aun así, despuntar el maravilloso vicio de este oficio de escritura que da
pelea -a la susodicha verdad de lo imposible- con la poética inocencia con que
se escriben las páginas de la novela propia; la obra que crece, respira, avanza,
y retrasa sucedidos paridos relatos, ventanas
en tenue lila damisela sus cortinas en las que no se para de corregir, de
ajustar asperezas, y hundir puñales con un poco más de justicia y dulzura.
Imposible el regreso porque sé que soy hombre otro, y aun así, siendo otro, sangre
adentro, me reconozco en el muchacho de ayer, en el que ya era. Imposible
porque cambia uno, y además cambia el otro, la mujer, mi semejante, la
compañera, la base de toda mi esperanza. Aun así, siendo o pareciendo imposible
saber frente a tantos imposibles, entonces, luego, me siento en el Margot, y
juego a la tinta roja, que es como el aire.
¿Qué puede
significar una casa? Un tiempo/lugar de afecto. Un refugio amigo. Otro refugio
de amor soñado en la pasión. Refugio de buenas memorias. Refugio para que
siempre vuelvan nuestros muertos. Refugio de esperanzas en estos días tristes
en que la mentira del canalla alienta caras de cemento.
El aroma en
una casa/afecto/amiga/de amor…: una sintonía casa que transmuta en otros
universos. Una casa, la mejor casa para mi yo padre: la memoria de mi hija; mi
casa es escucharla a través de la mano: mientras vamos de la mano por el camino;
mi casa es el abrazo, maravilloso saber del alquimista. Una casa de la memoria.
Y hay otra casa: el sueño de la esperanza.
A una casa
se vuelve buscando el rastro físico de ayer. Vuelvo cuando junto la mirada
hacia los pisos altos de un edificio con el recuerdo. Vuelvo a caminar por
departamentos, y vuelvo a cada cotidiano, a cada habitante de ayer.
En mi
vuelta a casa también recuerdo, por ejemplo, el regreso a la casa abandonada
con los pibes del barrio, en un Martín Coronado de infancia; recuerdo también
la no vuelta a la casa de la abuela Eufemia; o los regresos a La Caramba, la
casa amiga de Mónica y Gabriel, en Merlo, San Luis.
Entonces
una casa puede ser un hijo, un amigo, un amor, un barrio: mi Boedo, mi ciudad
natal: Buenos Aires, una historia, tantas historias; y entre ellas se ilumina una
presencia especial en lo que dure la lectura de mi cuento sobre esta urbanía: el paisaje interno de una
librería, haber trabajado de librero, allá en los ’90, cuando poco podía
imaginar de este presente en que no hago más que regresar a las casas, como
decía Eufemia, mi abuela.
Las
librerías fueron un puñado, de todas guardo memoria, pero la que sobresale en
historias felices es la de Flores, a media cuadra de la plaza, a mitad de los
’90. Memorias y amigos para toda una vida agradecida. Y la comprensión cabal
del termómetro social que hace su muestreo librería adentro, donde los lectores
y los que no lo son tanto, siempre intentaban la reflexión política o
filosófica que muchas veces no pasaba la prueba simple de una charla de café
bienintencionada. En la librería todos hablan, el que sabe dónde está parado, y
el que piensa que está en un lugar en el que hay que parecer pensante.
En la
librería de Flores conocí escritores en directo, llegué a la obra de grandes
escritores porque el título del libro me llamó desde el momento mismo en que
abrí el paquete del reparto editorial; hice amigos, cambié figuritas para
distintos colecciones de buenos momentos; conocí a alguna de mis novias de esos
años; le pedí a una mujer que no volviera, ¡por favor!, vestida de negro, y no
hizo caso. En Flores fui humano festejando la felicidad que puede encerrar el
trabajo en los alrededores del mundo libro. Si miro hacia atrás, o sea, el
volcado de la arena del tiempo en el molde de esta mi vida, queda claro que tantos
años hace ya de aquello. Sin embargo, conmigo sigue estando la magia de esa
librería. En poco más de un puñado de días, su buen fantasma, la buena memoria,
dijo presente.
Horacio
Quiroga, el guitarrista, el Bluesman, mi amigo, al que conocí en la librería de
Flores, fuimos compañeros de trabajo, me invitó al Centro Cultural Padre Mugica
de San Telmo. Paula Estrella, la voz, y Horacio, mis amigos, hacían su música
acompañando al papá de Paula: el egregio Miguel Ángel Estrella. El motivo del
concierto: la paz en Venezuela. Muchas personalidades de la cultura. Mientras
esperaba el inicio veo que señalan, a un hombre, una silla plástica agregada a
la última butaca de la fila, que yo ocupaba. Reparo en que es el historiador
Norberto Galasso. Ofrecí mi butaca, insistí, aceptó, y cuando ambos estábamos
ubicados, extendí mi mano: Quiero estrecharle la mano para decir gracias por
todo su trabajo, por todos sus libros, y por las buenas lecturas que me ha
regalado. Los libros de Galasso los encontré en los estantes de la librería de
Flores. Nunca había estado tan cerca del escritor.
Fui a la
presentación del libro El trío perfecto y
otros relatos del amigo Ángel Prignano. Lugar: el Margot. En un momento se
acerca uno de los presentadores y me dice: Edgardo, tanto tiempo, soy Raúl de
Robles. Contuve la emoción, era Raúl, cuánto tiempo desde el último café. Raúl
es poeta y lo conocí vendiéndole libros en Flores. Después los caminos que
acercan y alejan de barrios y buenas personas.
Me enteré
al filo de la fecha. Mi amigo el poeta Leopoldo Teuco Castilla presentaba, en
lo que sería noche de viernes lluvioso, sus últimos tres libros. ¿Tres libros
de una vez, Teuco? Respondió luego del abrazo: Para no molestar mucho a los
amigos. El lugar: la Casa de Salta. Fue llegando el público, ceremonia de
amigos y muchos poetas. Conocía a algunos de vista. Con alegría veo a un amigo
poeta: Rafael Vásquez me abrazaba con sincero cariño. Esperábamos el inicio,
nos pusimos al día con los relatos, y en un momento Rafael hace referencia a la
cantidad de poetas presentes; dice: Allá está Sylvester. Pregunto: Santiago
Sylvester. Lo señaló. Fue después de la presentación, luego de que el poeta
terminara con su empanada salteña y tomara un trago de tinto, que me presenté
para agradecer su escritura, de la misma manera que había hecho con Galasso. Le
conté que en una librería de Flores tomé un libro de tapa negra, me llamó la
atención su título: Café Bretaña, y
que así lo descubrí y comencé a leerlo. Agradecido el poeta como el
historiador.
En Flores
empecé a leer los aforismos de Eise Osman. Eran libros chicos, y a la vez
plenos de gran sabiduría, de miradas en profundidad. Casi 6 años viví en
Gualeguay, y hacia esta ciudad/río fui hace unos días a visitar a Julia, mi
hija. Cuando mis primeros tiempos de entrerrianía,
tuve la suerte de conocer a la poeta Tuky Carboni, y hubo la vez que me invitó
a un asado en su casa. Había otros invitados. Y a mi lado estaba el mismísimo
Eise Osman, que vive en esa ciudad hace más de 40 años. Le dije que lo había
leído en una librería de Flores, donde vendí sus títulos publicados por
Galerna. En una noche de mi último viaje pude visitar a Eise y a su compañera,
la escritora y poeta: Elsa Serur. Cenamos, hablamos, aprendí, siempre se
aprende escuchando a Eise, agradecí, nos dimos un abrazo. Una vez más aparecía,
fundacional, mi tránsito por la
librería de Flores, una casa a la que siempre vuelvo.
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