En la
Escuela de Caballería. Campo de Mayo. En la memoria. Entre aquello que ya no es
y que, sin embargo, sigue siendo, gira, eterno, el cucharón del sargento de la
cocina. 1981. Un dios de poca monta. Pero queda claro, en todo momento será sargento
en el engranaje del cuartel de la patria. Era en la patria de ellos donde los
colimbas se jugaban la vida. Todos artistas en el arte de sobrevivir. Resistir
dentro del universo malsano que giraba como polenta hirviendo en tachos de puro
acero. A buen ritmo mezclaba el cucharón del sargento. Un toque. Una magia
mugrienta. Oscuras burlas sucesivas en el circo del terror. Estoy de regreso.
Anoto desde el ayer, cuando fui soldado. Cuando, con subordinación y valor, me
defendí de la patria.
Ningún
soldado del escuadrón Comando y Servicios conocía las bondades del teniente.
Nadie podía saber de su inclinación a la naturaleza. Sucedió la tarde en que al
oficial se le ocurrió invitar a la muchachada a un viaje. El objetivo: hacer
ejercicios. Era el final del día. A la mañana instrucción: orden cerrado en el
playón mayor. En la primera tarde instrucción de armas en el campo cercano.
Como broche inesperado apareció el teniente. La orden fue: zapatillas,
calzoncillos, y en cuero riguroso. Corríamos por la ruta, fuera del cuartel. Al
frente de la tropa: el teniente. Y un puñado de esbirros estratégicamente
distribuidos entre los ciudadanos bajo bandera. La orden fue ingresar a una
pista con obstáculos que se abría a un lado de la ruta. Como en las películas:
escaleras, sogas, subidas, bajadas, toda clase de juguetes para la carrera del
militar. Ellos nos prestaban su juguete. El teniente indicó el primer
obstáculo. La tropa lo superó. Igual el segundo. Pero -estoy seguro- el jefe
esperaba que surgiera el envión, una inercia anímica aparecida desde aquello
que parecía un juego. Pero no. De juego nada. Unos veinte colimbas superaron el
obstáculo siguiente, exactamente una orden que el teniente no había dado.
Histérico, el jefe se puso hecho una furia. Era tiempo del castigo. Entonces
mandó cruzar el alambrado del cerco de la pista. Era el claro límite entre el
pasto corto de un lado, y un lado otro, fresco e infernal, donde crecía,
silenciosa, paciente, una multitud de cardos. Los más grandes que viera. El
teniente nos acercaba así a la naturaleza. Yo sabía de la existencia del cardo,
pero de tamaño modesto. Cardos del costado de la vía del ferrocarril Urquiza.
Cardos de Martín Coronado. Los que crecían en Campo de Mayo eran bestiales,
inhumanos –obvio-, como todo lo que ahí crecía. Cuando la tropa estuvo ubicada
entre la multitud verde, el teniente mandó a separarse, a abrirse entre
ciudadanos. Para verte mejor. Para escucharte mejor. Para anotarte mejor, acá
en mi libretita. Para que figures como privado de franco, si tan solo dudás en
cumplir mi orden. Así avisaba el plan, su placer, el teniente feroz. Luego
ordenó cuerpo a tierra. Lapicera en mano. Rodillo a la izquierda. Rodillo a la
derecha. Girar en una cama tendida de cardos. ¿Es que nos avisaba el teniente, al
tiempo que convidaba espinas, algo sobre la naturaleza humana en los complejos
territorios del amor? Cuerpos colimbas humillados. Sudor y agujas. Las espinas
más grandes, luego de finalizada la lección de vida, se sacaban, y muchas
guardó el cuerpo. Las espinas profundas las fue vomitando el tiempo, mucho después
de finalizada la colimba. De repente aparecían en brazos, piernas, espalda. Y siempre
en la memoria.
A decir
verdad, todos los habitantes de la Escuela de Caballería, me refiero a los
“ellos”, tenían una inclinación hacia la naturaleza, quizá por ser una gran
proveedora de sensaciones. O, tal vez, era simple y directa hijaputez aplicada
a una turbia imaginación creativa.
No sabía
que fuera una especie protegida, el cardo. Tan diferente el destino del
ciudadano bajo bandera. Una especie admirada, famosa en el reino verde. Nada
sabía sobre aplaudir su existencia. Extraña manera de celebrar en Campo de
Mayo. Eran mugres de las que solo se ocupaban los suboficiales, especialidad de
cabo, cabo primero y sargento, la delantera titular del castigo. El suboficial
goleaba al colimba. Y lo hacía especialmente cuando señalaba la presencia del
cardo. Soldado, rodilla a tierra. El cabo, cabo primero o sargento daba la
orden de arrodillarse a aplaudir cardos. Mano
a mano hemos quedado. Cantidad de espinas a fondo rojo. Había que hacerlo
temblar de gozo. Nada de aplaudir liviano, porque se extendía el festejo hacia
la madre naturaleza.
Casi
siempre había cardos en cercanías. Siempre dispuestos a servir a la defensa de
la patria. Cuando estábamos en medio del campo, el enemigo a atacar siempre
estaba detrás de una comunidad de cardos. A la carrera en zigzag, esa la orden.
Al frente. El fusil en las manos. Cuerpo a tierra, gritaba la voz a obedecer. Cuerpo
a tierra sobre los cardos. Arrastrarse, rodillo a la derecha, arrastrarse.
Carrera al frente, zigzag entre el cardal, hasta que tocaba nuevo cuerpo a
tierra.
Nunca era
recomendable cometer una falta. Menos en el campo donde se acentuaban los
juegos de humillación. Un castigo personalizado, a esta altura una obviedad,
significaba acercarse a un cardal junto al suboficial que decretaba la acción.
Tratamiento básico era aplaudir. Uno con más sustancia se daba con un repetido cuerpo
a tierra. De no alcanzar los suplicios anteriores, quedaba el dulce, el
tratamiento especial. Mandaba el milico: Soldado, chupetín de campaña.
¿Entonces? Para que todos vieran, temieran, para que todos supieran que ese
sargento -igualito al de la cocina, el dueño del cucharón- convocaba al horror.
A falta de kiosco de caramelos en el campo, la naturaleza, otra vez la
damisela, aportaba el chupetín. El castigo consistía en cortar la flor del
cardo. Linda. Violeta y verde. Con una gargantilla de puras espinas. La flor
del cardo, toda, todita, en la boca del soldado. Grande, bien grande, abrí la
boca, que así vas a aprender a obedecer los mandatos de la patria. Sucedidos. Instrucción.
Materias fundamentales para que nos hiciéramos hombres en Campo de Mayo.
Giraba el
cucharón del sargento. Giró. Gira en el recuerdo. Altivo, esencial, al tiempo
que insignificante, una simpleza más en el paisaje. Parte de un dispositivo
mayor. El universo de la Escuela de Caballería. En cada giro del cucharón sobre
la polenta hirviente que guardaba el grande tacho de acero, el cuartel,
arrastraba acciones, gestos, condimentos, y todo tipo de ingredientes que
nacían una historia, y una manera de entenderla. Ser parte del poder de decidir
sobre el otro. Decidir su quehacer, su comida, su castigo. Una forma de ser
alguien en el engranaje. Ser por tener una o más tiras rojas en la camisa. Ser
por llevar pistola al cinto. Volver a casa siendo un tipo amable, y con el
cuartel bien escondido en el silencio. Ser por manejar el cucharón. Ser por
mandar cuerpo a tierra entre los cardos. Ser porque podía obligar a un soldado
de la patria a meterse la flor del cardo en la boca. Ser porque insultaba al
soldado a viva voz. Lo humillaba. Aún más si resultaba que estudiaba para cura.
Aún más se humillaba al judío. Ser muy hombre cuando entraban las prostitutas de
la ruta al puesto de guardia. Ser cuando el sargento se llevaba a la casa, en
el piso del auto, bajo el asiento del acompañante, los sachets de la leche que era
para el colimba.
Gira en la
memoria el cucharón del sargento acomodando imágenes.
Aquel
mediodía fui uno de los seis colimbas elegidos para ir a la cocina a buscar la
comida. Estábamos en el campo cercano, dentro del cuartel. Mañana de
instrucción. El sol desatado sobre el paisaje, salvo bajo la arboleda donde
estaban los jefes. Los demás al fuego. Llegamos a la cocina. En la puerta había
tres tachos grandes de acero. Repletos de una polenta que había llegado del
sol. Un colimba llamó al sargento para que hiciera la entrega. Salió el jefe.
La pistola en la cartuchera. Desenfundado el cucharón negro. Toda la escena se
ve entre el vuelo de las moscas. Un verdadero enjambre. Ellas volaban excitadas
en lo que suponían una fiesta. Confiadas seguidoras de Icaro, las moscas que se
habían acercado demasiado, cayeron fulminadas por el rey de amarillo. La polenta tenía una apretada cobertura de
muerte. Los colimbas vimos el granizado hasta que llegó el movimiento del
sargento. Del cucharón. El mago sonríe feliz. Un toque profundo por tacho hundió
el rastro de las moscas.
2 comentarios:
Una hermosura hermano,abrazos
Genial tu texto Edgardo!! Angela
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