Me gusta
mirar desde los puentes. Desde las maravillosas bondades de los puentes. Puente
peatonal sobre el asfalto. Simple. Cotidiano. Personal. Íntimo. Puente sobre
las vías ferroviarias. En sociedad. Mirar desde el puente mientras pasa el
tren. Allá abajo, en el cauce. Tiembla el puente. Tiembla el hombre que mira.
Tiemblan los viajeros en el tren. Me gusta mirar desde los puentes. Pasados y
presentes. Sigo viendo el viejo barco de río sobre la tierra. Escombros a
metros de la orilla del río ancho visto desde el grande puente. Lo sigo viendo.
Una manera de regresar en el sueño.
Recuerdo
los puentes de madera en algunas esquinas del oeste de la provincia de Buenos
Aires. Los días de lluvia. Cuando se inundaban ciertas encrucijadas. Como la
esquina de mi casa de infancia. El asfalto terminaba en beso con la calle de
tierra. Detrás de la calle, el alambrado avisando terreno del ferrocarril
Urquiza. Luego el terraplén y la vía que lleva el tren. Que lleva a los
viajeros de la vida. El asfalto se hacía río, y pileta hasta la media cuadra.
Inundados los patios, las casas de los vecinos. No había dónde llegar. En esa
esquina nunca hubo puente. Sí lo había a unos doscientos metros por el caminito
que bordea la vía y acerca hasta la estación de Martín Coronado. Desde ese
puente veo señales de la infancia. Captura renovada de renacuajos y ranas. Otra
vez a cortar cañas para hacer barriletes. El pequeño cañaveral al costado de la
vía. A metros del puentecito de durmientes. Así lo llamaba el piberío: el
puentecito. Fijo sobre las aguas sucias de la zanja que pasaba bajo las vías. Y
que venía del siempre acechante otro lado de la vía. Un túnel amplio de cemento
que invitaba al juego de esperar el paso del tren. Nosotros, los pibes, dentro
del túnel. Estruendo y griterío. Todo un desafío. Un triunfo. Me vuelvo a ver
desde el puentecito. Ahí estoy, entonces me anoto en esta memoria. Desde pibe
dentro del túnel. Pasa el tren. Y sin embargo, no grito. Apenas miro desde el
puentecito. Digo que siempre estuve en el túnel.
Retorno
hasta una foto de mi amigo Eduardo Noriega. Una foto tomada en algún lugar de
la provincia de Buenos Aires. Eduardo se ocupó de retratarla muy bien. Foto con
una línea de grandes árboles a la izquierda del cuadro. En medio de lejanías de
campo sin elevaciones. En el centro de la foto un riacho de ancho modesto. Da
la impresión de haber sido dibujado en el paisaje por un pibe. Sus orillas
sugieren el corte de la mano del hombre. A pocos pasos de Eduardo. En el centro
de la foto aparece un viejo y destartalado puente casi tocando el agua. Puente
de hierros retorcidos. Oxidados. Casi olvidado. No es de gran tamaño. No parece
estar fijo en el terreno. Apoya en ambas orillas. Sobre la pura y simple tierra
pampeana. Refleja aún sobre el agua. Casi un fantasma perdido. Un puente sin
memoria. Sin presente. Un puente quebrado. Sin trabajo. Perdido en medio de la
soledad. Ajeno ya a todo murmullo. Un mundo que fue. Que ya no será. Un puente
donde la derrota dice y llora.
El
fotógrafo Eduardo Noriega -desde hace poco más de un año uno de mis buenos
fantasmas- tomó la imagen de otro puente para un final. Otro regreso al click
de lo que fue y ya no será. Esta vez en la ciudad. Puente Alsina. Sobre el
Riachuelo. Un hombre mayor camina por su tramo de la vida. Lleva una vieja
bolsa de mercado. Ya hizo las compras. Camina por el puente sin prestar
atención a las lejanías de Riachuelo que se eternizan al fondo del cuadro.
Camina el hombre, en cotidiano oleaje, hacia el interior de la maquinaria del
tiempo. A su derecha comienza el trazo de hierro en la estructura del puente.
Rectas y curvas. Piezas de un reloj sin tapa. A la vista. Para mejor ver y
decidir con las herramientas que supimos conseguir. Libertad en el tiempo
cuando toca comprender desde el puente. Cercanías y distancias. Sucedidos y
olvidos. En el viento el destino que dice encrucijadas. Mirar desde el puente.
Ser uno mismo y todos en el puente. Una mirada que puede nacer la idea. La
esperanza. Una historia que contar. Otra vuelta de la calesita, siempre que
quede recuerdo de nuestro pibe, ese que fuimos ayer nomás.
En la ciudad
del rey de amarillo elijo aguardar, esperar, soñar, que cada vez que cruzo el
puente sobre las vías, el bondi se detiene. Siempre voy en busca de esta magia urbana
que ofrenda el tránsito para quien guste del juego. Pero claro, no siempre
sucede. De vez en cuando la trampera retiene al bondinero sobre el puente.
Entiendo entonces que estoy en el lugar indicado dentro del universo de la
urbanía. Todo el movimiento sucede en un minuto. La mirada a través de la
ventanilla. La mirada que llega hasta la vía. Justo en el preciso momento en
que pasa el tren. Veloz. Ansioso. Repleto de viajeros. Los viajeros repletos de
almas. Todo un pueblo. Cada vez que soy testigo de su paso. Desde el bondi.
Desde el puente. Cada vez me siento presenciando un milagro. Una anunciación
del destino. Un toque de suerte para mí. Para todos los otros que somos la
patria. Una sortija en la calesita de los días. Un guiño en el ojo de Dios. Es
cuando pienso con mayor claridad que estoy mirando desde el puente, desde uno
de los puentes desde donde garúa la novela propia de cada vida.
Un hombre
es una comunidad. De almas. De comarcas. Territorios. Tierras de nadie. Lugares
impensados. De casilleros. De cajoncitos de secretaire. De papelitos doblados.
De recuerdos. Cada hombre con sus ingredientes. Sus tiempos. Cada hombre es a
través de sus utensilios. Sus herramientas para decir. Mucho. O poco. En los
movimientos cada hombre. En sus elecciones. Una comunidad. Un puñado de
personas, bien que lo supo el amigo poeta Fernando Pessoa. No soy complicado, pero sucede que contengo una docena de almas simples,
recuerdo que anotó el escritor Gesualdo Bufalino. Tarde o temprano aparece la
tentación. Cómo encontrar el aroma de nuestra identidad. Quizá todo pueda
suceder cuando se mira desde un puente.
Anoto que
sigo visitando un momento de feliz misterio en la infancia. Me gusta regresar a
la tarde en que guardé en la memoria a Landucci sobre el puente. Desde el
puente que hacía posible ser en el juego sobre una cancha de fútbol. Tenía diez
años cuando junto con mi papá tomamos el 63 en Federico Lacroze. Domingo 3 de
septiembre de 1972. Pie a tierra y caminar hasta Gavilán 2151: Estadio de la
Asociación Atlética Argentinos Juniors. De vez en cuando se producía el domingo
en canchas cercanas a casa: Atlanta, Ferro, Argentinos. Recuerdo el pancho del
entretiempo. El sabor de la felicidad. La familia es hincha de Independiente,
pero el estadio del Rojo siempre quedó lejos. Aquel día vi la cara de Landucci.
Flaco, alto, con una pegada notable en fuerza, distancia y dirección. Sacó un
balazo de media distancia. Disparo rasante, a apenas unos centímetros del césped.
Estábamos junto al alambrado. El disparo de Landucci se estrelló en la base del
poste izquierdo de Antonino Rodolfo Spilinga, el arquero de Argentinos, y
rebotó hacia ese lateral. Spilinga se había estirado cuan largo era, pero no
llegó. Fue en ese momento que vi cómo Landucci giraba sobre sí mismo, y daba la
espalda a Spilinga. El movimiento me permitió ver la expresión de su cara. La
sonrisa, inolvidable. Su felicidad. A Landucci pareció no importarle la autoría,
me digo. Pensaba en el equipo. Alguien había disparado el cañón sobre la base
del poste de Spilinga. Alguien, uno entre los otros jugadores. Como si quisiera
conservar el lugar del que mira desde el puente. De aquel domingo no recuerdo
los dos goles de Ciccarello, un jugador admirado. Rosario Central perdió 3 a 0.
Siempre recuerdo el sablazo de Landucci. Fui yo, fuimos nosotros. Una mirada
desde puente, una manera de ser, de encontrarse en uno mismo y en todos. Una mirada
o una voz desde el puente. Mientras tanto pasa el tren con los viajeros.
Mientras tanto en la vida se trata de darse pases adentro, entre las almas, y
afuera, con los otros. Una patria bien puede entenderse como un equipo de
muchos mirando desde distintos puentes. Respirar en la claridad de la altura,
por más que la sonrisa de la mirada pueda pegar la pelota en el palo. Es el
encuentro con el intento del pase. De compañeros en la jugada colectiva. Una
canción, un poema, una brevedad de la memoria junto a un deseo. El juego del
pensamiento desde nuestro puente. En comunidad. De no mirar desde el puente,
será el rey de amarillo quien nos cuente nuestra propia historia.
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