Conocí a
Guillermo Pérez Bravo, el Gallego, en la trastienda del Margot, en las primeras
horas de una tarde de invierno. Sucedió en mis inicios como habitante explícito
del barrio de Boedo. Me refugiaba a leer y escribir en la hermosa soledad que
amanecía en los fondos de la esquina de San Ignacio y Boedo. Sucedió que en la
susodicha tarde, allá por el 2000 y monedas, creí mi soledad entrecomillada por
una amenaza. No me gusta que enturbien mis ceremonias. En mi mundo había otro
habitante. Sospecha nefasta y recelo. Mantuve la educación: me saludaron y di
mis buenas tardes. Me senté a la mesa con vista a los adoquines del pasaje. Distribuí
libro, lapicera roja y hojas en blanco. Y automáticamente presté atención a los
utensilios y el quehacer del invasor. Al instante reparé en que no tenía el
meñique duro, y que se aprestaba a filetear un paño de madera. Pensé: un
fileteador, que es como pensar en un poeta del pincel. No leí, hablamos un buen
rato mientras él pintaba. Le obsequié un ejemplar del que en ese momento era mi
único libro publicado. El Gallego prometió leerlo, y lo hizo. Nos encontramos
tiempo después. Nos saludamos con afecto. Fue vernos pasar mutuamente hasta que
lo encontré en el timón ubicado detrás de la barra del Cao. Me gusta ver el
café todo como si fuera un barco, a la vista están sus tres mástiles
sosteniendo su cuerpo alargado. Y más disfruto de saberlo y nombrarlo barco,
desde que entrevisté al Gallego para el periódico Desde Boedo. Me contó que era nacido en Galicia, en el pueblo más
lindo de Pontevedra: O’Grove, fundado por una familia de origen celta. Me dijo
que volvió al pueblo para hacer la vida que había hecho su viejo, que había
sido marinero. Quise hacer la entrevista porque de tanto cruzar la charla en el
café sabía que era, además de un buen tipo, un buen observador del mundo que lo
rodeaba. No me equivoqué, el Gallego era de espiar y de pensar la realidad. Era
además un artista plástico que elegía llevar su oficio en silencio, lejos de
toda exhibición, porque ante todo pintaba para él. Fue mi compañero de muchas
tardes, yo iba con mi oficio a trabajar al Cao, iba feliz con mi tarea, y la
felicidad era todavía mayor porque estaba el Gallego. Esa felicidad era bien
simple: entrar al lugar donde te recibe el apretón de manos de un amigo. Se
ocupaba de que yo tuviera la iluminación justa, elegía buena música. Era el
hacedor de la comunión entre su barra y mi mesa.
Está la ausencia, desde el principio sabemos de la
muerte, pero también sabemos de la memoria, que debemos practicar, junto a los
vivos y los muertos, todos los días.
viernes, 25 de abril de 2014
lunes, 21 de abril de 2014
Edgardo Lois por Tuky Carboni, poeta de Gualeguay (Diario El Debate Pregón (Gualeguay) 20 abril 2014)
Siempre
me he preguntado a qué se debe el desconcertante
hecho de que grandes escritores y artistas en general que residen en
provincias, no trasciendan ni alcancen lo que la sociedad en que vivimos denomina
“fama”. Repaso la lista de escritores y poetas maravillosos que me han hecho
vibrar en una secuencia más alta y que permanecen injustamente ignorados y
siento una aguda punzada en el corazón. No sé si de tristeza o, francamente, de
rebeldía. Por ejemplo, Alfonso Sola
González, el más encumbrado poeta que ha tenido la provincia de Entre Ríos (para
mi modesto criterio), no ha sido reconocido ni siquiera en su propia provincia.
Es también inexplicable para mí, que Mario Busignani, Poeta con mayúscula,
nacido en Jujuy, no haya tenido casi repercusión a nivel nacional. O Jorge
Ramponi, mendocino, haya permanecido ignorado para el gran público lector de la Argentina. O que a
Esteban Antonio Agüero sólo se lo conozca masivamente en San Luis. Y así tantos
otros heroicos escritores y artistas de provincia que dedican toda su vida a
expresarse a través de la palabra escrita, los trazos del pincel o las notas,
acaso sabiendo que jamás sus obras serán conocidas, ni siquiera por los que
amamos la literatura y el arte; porque, así como otras personas no han oído
hablar de los autores que cito más arriba, ¿cuántos existirán que yo no he
descubierto y tal vez nunca descubriré? Además de injusto (tanto para el autor
como para el lector), me parece una especie de desperdicio ecológico que obras
tan hermosas e impecables no estén a disposición de gente que podría haber
caído, al leerlos, contemplarlos o escucharlos, en esa bendita “especie de incandescencia del
espíritu”, como dice Enrique Molina. Yo
creía, hasta ahora, que el centralismo de Buenos Aires, tiránico y feroz, era el
causante de que voces más límpidas, libres de smog e inocentes de esas trampas
que se aprenden en la gran ciudad, silenciara deliberadamente las grandes voces
provinciales; bien porque, si no entraban en la “trenza” capitalina no valía la
pena proporcionarles un escalón para que trascendieran; o bien porque el ciudadano de
las grandes urbes y sus correspondientes popes culturales estaban
literariamente empachados de asfalto, rascacielos y suficiencia intelectual y,
por eso mismo, no tenían la
universalidad necesaria para apreciar a los que hablan del paisaje comarcal,
las costumbres del hombre de la tierra o la gloria de los sembradíos que le dan
de comer el pan de cada día hasta a los más prominentes señores capitalinos.
Desde
hace no mucho, he comprendido cuán equivocada estaba. Puntualmente, desde que
Edgardo Lois se radicó en nuestro pueblo. No debe hacer más de tres meses que
lo conozco, personal y literariamente. Él viene de la Capital. Sabe hablar
con conocimiento de causa de tango, de bares, de cafés, de gente de la noche
que “se las sabe a casi a todas”, de muñecas rusas que no cesan de dar
sorpresas, de hombres que “se la rebuscan” enseñando a hacer a otros lo que
ellos saben hacer bien, de grandes avenidas profusamente iluminadas, de grandes
aglomeraciones, de grandes “pavos reales”. Edgardo, tal vez porque el aire
barrial de Boedo tiene la cualidad de tiernizar el corazón, resguardando esa
parte más preciosa de nosotros mismos que nos hace esencialmente humanos y abiertos
a otros horizontes, conserva intacta su capacidad de asombro. Un asombro y un
deseo-capacidad de integración que se refleja en los muchos y muy buenos artículos
que ha escrito sobre gente de Gualeguay o directamente relacionada a nuestro
pueblo: Emma Barrandéguy, Carlos Montella, Derlis Maddonni, Pipo Etulain,
Cachete González, Daniel González Rebolledo, Negro Medrano, Carlitos Ántola…
Edgardo
tiene, si no me equivoco, ocho libros escritos en su haber; yo tengo tres de ellos; mejor dicho, dos; porque uno, con
hermosas fotografías y muy bellos textos, poéticos diría, me lo arrebató mi
nieta Bianca que está siguiendo la carrera
en la F.U.C.
de San Telmo. Los otros dos son: “Miradas escritas al acrílico” y “La Virutera”. “Miradas…” es
una recopilación muy feliz de estampas vivenciales, iluminadas por el afecto y
la sorpresa cotidiana. Está muy bien escrito, con una prosa rica, variada y
personal. Una prosa lúcida; una prosa con un sentido estético-ético que, por
momentos, incursiona en la filosofía; pero sin desbarrancarse jamás por los acantilados
de la pedantería ni levantar vuelos acrobáticos destinados a deslumbrar. Dentro
de su riqueza, es concisa y muy bien situada. Tiene estampas (no sé cómo
llamarlas de otra manera) entrañables, como “Hipérbaton en la panadería”(con
gusto y aroma de infancia universal), o “David Álvarez Morgade”, una conmovedora
historia donde Edgardo Lois hizo “lo que cualquier amigo”: “acompañó el viaje
al interior del llanto”. O “Héctor González, homo boedensis”, que “transitó el
centro del Universo: su barrio y las
periferias un tanto desangeladas de los distintos más allá siderales”. Otras
son jubilosamente desacralizantes, como “La Hermenéutica de un
documento de Samuel Tesler” que me provocó esa carcajada tan saludable, y tan
necesaria para respirar, que instila en un texto esa especie de chispazo dorado:
el sentido del humor bien manejado.
“Miradas
escritas al acrílico” no es un libro para leer rápidamente y después olvidar en
un estante de la biblioteca; es para leer pausadamente, tomándole el gusto,
saboreando cada oración, deteniéndose para captar el sentido profundo del
contexto, tomando distancia para volver a releer y experimentar nuevamente ese
íntimo regocijo que se genera cuando se lee un texto bien escrito.
Y
pensar que hace tres meses, yo no tenía ni idea de que existía “Miradas
escritas al acrílico”, ni su autor, Edgardo Lois; pero tampoco tenía idea de
que existía Mónica López Ocón; ni Rubén Derlis. Ni Hugo Ditaranto. Rostros
humanos que se presentan ante mí, aureolados por el afecto sincero que Edgardo
pone en su libro al hablar de ellos; letra que se encarna y dice: aquí estoy;
yo también escribo; yo también merezco que me conozcas. Porque, como para
muestra basta un botón, tres o cuatro líneas de ellos (siempre desde “Miradas…”)
me bastan para saber que escriben buena literatura, que me deleitaré leyéndolos
en el futuro, (Dios lo quiera) si mi nuevo amigo me alcanza otras páginas de
ellos. Entonces creo, ahora, que poetas
y escritores porteños y provincianos nos debemos un acercamiento, una
aproximación a través de la letra escrita. Para enriquecernos mutuamente. Para
que tanta página que merece trascender no se pierda sin alcanzar su blanco.
Para integrarnos. Para conocer más y mejor una idiosincracia, que también es
nuestra; aunque a veces nos desconcierte un poco. Necesitamos muchos más
embajadores de buena voluntad, como Edgardo Lois, este muchacho que ahora
reside entre nosotros y nos ha traído de regalo otras voces, otros acentos,
otras pasiones.
Otro
día hablaré de “La Virutera”.
Porque ¿sabés, Edgardo? “Tus libros se ganaron la lectura”.
domingo, 6 de abril de 2014
Madrugada (La foto, Tiempo Argentino: 06 de abril 2014)
Leí al poeta Víctor Cuello de González Catán,
quiere que a su muerte cubran su cuerpo con: “pedazos de amapola / perfume de
piedra / lluvia color vino / pasto / trozos de libro”. Leí ayer y entonces salí
de casa con el primer aire de la madrugada. Tiré de mi coche fúnebre: sobre la
bicicleta fui mi propio caballo. Caminé unos metros hasta la mitad de la calle.
Me detuve. Miré el cemento tratando de identificar el límite de la luz. Pensé
en morir cuando me rodeara la niebla. La niebla es una trampera silenciosa:
creemos que todavía no llega cuando en realidad ya estamos dentro de ella.
Puede que la niebla tenga algo o mucho de la sintonía de la muerte. Pensé: este
es un buen momento para morir. De pie en la niebla, cabeza gacha, recreando las
historias que fueron cara, las que nacieron cruz. Morir sin miedo, en la
tranquilidad de un destino de hombre tibio. De morir en una madrugada, y si
hubiera cambiado mi dirección postal: del beso del fuego al hogar húmedo en la
tierra, me pregunto: ¿con qué señales cubriría mi cuerpo? Y entonces mi memoria
se va de boca, desbarrancan mis tesoros, se amontonan por lograr un lugar en
esta escritura y luego entre las velas de mi nao. La disputa amanece, adivino que
el trabajo será arduo, quizá demasiadas memorias/amores de personas, objetos, e
imaginaciones bárbaras, juegos para mi boca cerrada. Es posible, creo, que
cuando un hombre está listo para irse en la niebla enseguida señala el puñado
de recuerdos con que se arropará en la tumba. Cuando llega la niebla, la memoria
es escueta, no desespera. No somos más que un puñado de recuerdos.
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