Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

miércoles, 13 de diciembre de 2023

Paisaje desde el puente



Elijo el tipo de letra. El tamaño de la fuente. Ojalá que el paisaje aparezca bastante justificado. Aire entre líneas. Párrafos al viento. Insertar números de página. Apenas un puñado de saltos para contar este paisaje donde se ahoga el día. Inicio esta tinta a finales de noviembre del año triste. El 23, uno más. Trato de subir, aferrado a mis almas, al puente. Desde todos los que soy, escribo mientras pienso en “nosotros”.

Escribo pidiendo permiso. Casi que me obligo a decir, a decirme. Tanto miedo. Un destino de condena. No importa el destino personal. A esta altura de la novela propia, ya no. Mi cuenta regresiva, ya no. Importa la historia triste de los otros. Porque la patria -con todos los pifies y desencantos que se puedan enumerar- sigue siendo el otro. Un pelotazo en la boca del estómago me llega desde una mañana de infancia. Quedo sin aire. Una eternidad sin aire. Y entonces, cómo decir el mal del espanto. Porque ellos. Los ellos han regresado. Cuchillo y tenedor a la mano para iniciar el desquicio. A degüello, a degüello, la flecha indicativa de estos tiempos. Resulta más fácil el tajo que trepar al árbol soñando, sumando en la esperanza. Cuchillo y tenedor, y motosierra.

Y sin embargo la esperanza. Anoto, pero me cuesta. Pienso en la esperanza que guarda toda resistencia. Es un deber. Un derecho. Visito ideas. Escrituras. Memorias. Escucho. Decirme y decir a otro que pueda ver en el desastre que viene. El futuro ya llegó. Un viejo desastre parido en la dictadura, y renacido en los 90 para todo consumo. Un desastre acentuado. Porque de dos desastres venimos. La toma de deuda destructivista del signo de amarillo, y después el más puro chamuyo de la albertencia.

Una intención a la vista. Declamada a todos los vientos. Palabras claritas durante toda la campaña de los habitantes del cuartel que guarda tropa a la derecha del dial. Esta vez nadie puede exhibir como atenuante que el arte de la mentira del maligno rey de amarillo ensució la cancha. En la encrucijada, los esbirros del poder económico, declararon intenciones. A la vista los dientes. La amenaza. La violencia física. La primera violencia en la palabra. El odio. Nadie mintió en esta vuelta de calesita sin sortija.

Es la vida una realidad sujeta a las tormentas, los desbarajustes, que el capital origina para reacomodar moneda, poder, y escenario acorde a su intención. Lo dicho, en esta vuelta de ruleta rusa que toca al país, nadie mintió. La esperanza tiene que ver con tener cinco casilleros libres, y uno solo ocupado. Ahora, qué sucede cuando el seis luces lleva tambor completo. De primera reacción, el espanto. La pregunta. Por qué se permitió que se abriera la puerta de casa a semejante amenaza. Por qué sucede lo que sucede. A quién beneficia. ¿Es que una sociedad puede ser suicida? Mayormente, me digo, casi todos, tenemos memoria de cada una de sus malas intenciones. Es maligna palabrería que ya ha sido escuchada, leída. Ya se ha cobrado víctimas. Ha dejado el país en ruinas.

En la memoria sabemos que fuimos derechos y humanos. Que las Madres. Que la Plaza. Sabemos del horror en Malvinas. Sabemos que una vez la democracia. Que hubo juicio a las juntas militares. Que el escritor oficial dio forma comestible a los dos demonios. Que el punto final y la obediencia debida. Que el miserable de Anillaco. Que el 2001. Que los monstruos de siempre. El helicóptero. Sabemos que casi no quedaron fábricas. También sabemos que un presidente pidió perdón. Que bajó los cuadros de los dictadores. Sabemos que el rey de amarillo arrasó la patria. Que después de abrir la puerta volvieron los mensajeros de nueva deuda. Sabemos que después llegó el chamuyante a mantener en su lugar los restos del naufragio. Sabemos que el poder judicial tiene dueño. Que la bala no salió. Sabremos que una motosierra no ronronea, sino que escupe violencias. Las nervaduras del odio. Sabemos, me digo. Pero también me digo que, desde hace unos años, la memoria viene de evapore sostenido. La inflación salvaje evapora memoria. La desesperación evapora memoria. La velocidad evapora memoria. Los precios del mercadito chino evaporan memoria. Las albertencias durante cuatro años evaporaron memoria.

Pienso en una sociedad donde la mayoría de sus habitantes ha sido reiniciada, acentuada. El acento en la ansiedad por el consumo. Por tener, por sobre todo en este mundo, lo mío. Lo que me corresponde. Aquello que necesito ganarme con decisión. Hay caripela de derrota. Están ganando aquellos que practican el egoísmo y la codicia. Personas a las que ya no les importa nada ni nadie. Durante noches de terror se ha ido perdiendo el mejor costado humano, la buena intención, la solidaridad. Es verdad, no todos, pero hay que saber que hoy los acentuados en las distintas sintonías de la velocidad, suman y comienzan a establecer mayorías. No es el país. No es sólo la región. Es todo un mundo que cambia de bordada, y se aleja de lo que podría ser una vida solidaria. En la lejanía el frenesí por el bolsillo del distraído útil que no sabe que el poder económico y sus secuaces lo han transformado en militante de la derecha. Sabemos de los grandes medios de comunicación. De propaganda. Lo dicho, sabemos del poder judicial. Sabemos que siempre están los que especulan con el dólar y los precios de los alimentos. Sabíamos de votar al verdugo amarillo o a cualquier esbirro de la oscuridad. Dicho sea de paso, la oscuridad es una, y siempre amenaza desde el mismo lado. La oscuridad de Mordor queda al extremo de la derecha. Los orcos llevan gorra y falcon. Un verde que mata esperanzas. La maligna oscuridad pertenece, desde el comienzo de los tiempos, desde allá por Mayo de 1810, a Mordor y sus variados disfraces.

Escucho radio. También el silencio. No veo cine. Tampoco tv. Desde mi lejanía renuevo imágenes en la memoria. Leo. Soy uno más en situación complicada. Sobreviviendo entre tajos gruesos. Antes estaba más atento al quehacer político de la vida en el país. No es que haya abandonado ideas. No. Pero la desesperación, la incertidumbre, el miedo, la velocidad, fueron desconectando una atención más comprometida. Aun así pude resistir. Pude seguir siendo en mis ideas. Pero pienso en tantos que no tuvieron la posibilidad de seguir siendo. Por tantos que se subieron sin poder preguntarse por el violento que hacía su show por tv. Por tantos que salieron un domingo fatídico con todas las ganas de simplemente patear el tablero. Por tantos a los que se los lleva puesto el odio. Un poema triste sería sumar las causas que nos llevaron hasta el nuevo presidente. Ni hablar del gabinete de ministros. Muertos vivos no queridos que están de regreso. Si fui nazi, pido disculpas, dijo uno de ellos.

Hay tanta amenaza de ajuste económico. Tanto es lo que descalabrará la religión del mercado. Pienso en el precio de los alimentos. En los servicios. Lo por venir también es despido de trabajadores y achique del Estado. Hay que sufrir, dijo la libertad. Los caídos, llamó -me llamó el mandamás- a todos aquellos que se muevan cercanos al último palo del gallinero. La casta va a pagar. Mentira, pagarán con sus días los que siempre pagaron. Es la única mentira. El pago de todo aquello que choquen, será del pueblo. Otra vez sopa. Una sopa espesa y malsana, rebosante de consecuencias.

Escucho radio. Escuché por ahí a algunas voces jugando a la crítica a lo por venir. Pero no sin antes sonar políticamente correctas, limpias, impolutas, y afirmar que ¡ojo!, ojalá que le vaya bien. No. Error de errores. No quiero que le vaya bien al míster de la motosierra. Porque si a él le va bien y hace lo prometido, habrá millones condenados. Él es uno de los ellos nacidos para la codicia en una religión salvaje: el capitalismo de estos tiempos. En cambio, nosotros, el pueblo, nacimos para encontrarnos dentro de una vida justa y digna.

La mayoría votó el pogo del payaso asesino. El pogo frente a las urnas donde los escombros del país.

Incertidumbre. Tristeza. Asombro. Espanto.

Esperanza. Conciencia. Calle. Resistencia. Memoria.

Decir, decirme desde el puente de la escritura. A manera de resistencia. De seguir siendo en el otro, la patria.

  

viernes, 8 de diciembre de 2023

Mirar desde el puente



Me gusta mirar desde los puentes. Desde las maravillosas bondades de los puentes. Puente peatonal sobre el asfalto. Simple. Cotidiano. Personal. Íntimo. Puente sobre las vías ferroviarias. En sociedad. Mirar desde el puente mientras pasa el tren. Allá abajo, en el cauce. Tiembla el puente. Tiembla el hombre que mira. Tiemblan los viajeros en el tren. Me gusta mirar desde los puentes. Pasados y presentes. Sigo viendo el viejo barco de río sobre la tierra. Escombros a metros de la orilla del río ancho visto desde el grande puente. Lo sigo viendo. Una manera de regresar en el sueño.

Recuerdo los puentes de madera en algunas esquinas del oeste de la provincia de Buenos Aires. Los días de lluvia. Cuando se inundaban ciertas encrucijadas. Como la esquina de mi casa de infancia. El asfalto terminaba en beso con la calle de tierra. Detrás de la calle, el alambrado avisando terreno del ferrocarril Urquiza. Luego el terraplén y la vía que lleva el tren. Que lleva a los viajeros de la vida. El asfalto se hacía río, y pileta hasta la media cuadra. Inundados los patios, las casas de los vecinos. No había dónde llegar. En esa esquina nunca hubo puente. Sí lo había a unos doscientos metros por el caminito que bordea la vía y acerca hasta la estación de Martín Coronado. Desde ese puente veo señales de la infancia. Captura renovada de renacuajos y ranas. Otra vez a cortar cañas para hacer barriletes. El pequeño cañaveral al costado de la vía. A metros del puentecito de durmientes. Así lo llamaba el piberío: el puentecito. Fijo sobre las aguas sucias de la zanja que pasaba bajo las vías. Y que venía del siempre acechante otro lado de la vía. Un túnel amplio de cemento que invitaba al juego de esperar el paso del tren. Nosotros, los pibes, dentro del túnel. Estruendo y griterío. Todo un desafío. Un triunfo. Me vuelvo a ver desde el puentecito. Ahí estoy, entonces me anoto en esta memoria. Desde pibe dentro del túnel. Pasa el tren. Y sin embargo, no grito. Apenas miro desde el puentecito. Digo que siempre estuve en el túnel.



Retorno hasta una foto de mi amigo Eduardo Noriega. Una foto tomada en algún lugar de la provincia de Buenos Aires. Eduardo se ocupó de retratarla muy bien. Foto con una línea de grandes árboles a la izquierda del cuadro. En medio de lejanías de campo sin elevaciones. En el centro de la foto un riacho de ancho modesto. Da la impresión de haber sido dibujado en el paisaje por un pibe. Sus orillas sugieren el corte de la mano del hombre. A pocos pasos de Eduardo. En el centro de la foto aparece un viejo y destartalado puente casi tocando el agua. Puente de hierros retorcidos. Oxidados. Casi olvidado. No es de gran tamaño. No parece estar fijo en el terreno. Apoya en ambas orillas. Sobre la pura y simple tierra pampeana. Refleja aún sobre el agua. Casi un fantasma perdido. Un puente sin memoria. Sin presente. Un puente quebrado. Sin trabajo. Perdido en medio de la soledad. Ajeno ya a todo murmullo. Un mundo que fue. Que ya no será. Un puente donde la derrota dice y llora.



El fotógrafo Eduardo Noriega -desde hace poco más de un año uno de mis buenos fantasmas- tomó la imagen de otro puente para un final. Otro regreso al click de lo que fue y ya no será. Esta vez en la ciudad. Puente Alsina. Sobre el Riachuelo. Un hombre mayor camina por su tramo de la vida. Lleva una vieja bolsa de mercado. Ya hizo las compras. Camina por el puente sin prestar atención a las lejanías de Riachuelo que se eternizan al fondo del cuadro. Camina el hombre, en cotidiano oleaje, hacia el interior de la maquinaria del tiempo. A su derecha comienza el trazo de hierro en la estructura del puente. Rectas y curvas. Piezas de un reloj sin tapa. A la vista. Para mejor ver y decidir con las herramientas que supimos conseguir. Libertad en el tiempo cuando toca comprender desde el puente. Cercanías y distancias. Sucedidos y olvidos. En el viento el destino que dice encrucijadas. Mirar desde el puente. Ser uno mismo y todos en el puente. Una mirada que puede nacer la idea. La esperanza. Una historia que contar. Otra vuelta de la calesita, siempre que quede recuerdo de nuestro pibe, ese que fuimos ayer nomás.

En la ciudad del rey de amarillo elijo aguardar, esperar, soñar, que cada vez que cruzo el puente sobre las vías, el bondi se detiene. Siempre voy en busca de esta magia urbana que ofrenda el tránsito para quien guste del juego. Pero claro, no siempre sucede. De vez en cuando la trampera retiene al bondinero sobre el puente. Entiendo entonces que estoy en el lugar indicado dentro del universo de la urbanía. Todo el movimiento sucede en un minuto. La mirada a través de la ventanilla. La mirada que llega hasta la vía. Justo en el preciso momento en que pasa el tren. Veloz. Ansioso. Repleto de viajeros. Los viajeros repletos de almas. Todo un pueblo. Cada vez que soy testigo de su paso. Desde el bondi. Desde el puente. Cada vez me siento presenciando un milagro. Una anunciación del destino. Un toque de suerte para mí. Para todos los otros que somos la patria. Una sortija en la calesita de los días. Un guiño en el ojo de Dios. Es cuando pienso con mayor claridad que estoy mirando desde el puente, desde uno de los puentes desde donde garúa la novela propia de cada vida.

Un hombre es una comunidad. De almas. De comarcas. Territorios. Tierras de nadie. Lugares impensados. De casilleros. De cajoncitos de secretaire. De papelitos doblados. De recuerdos. Cada hombre con sus ingredientes. Sus tiempos. Cada hombre es a través de sus utensilios. Sus herramientas para decir. Mucho. O poco. En los movimientos cada hombre. En sus elecciones. Una comunidad. Un puñado de personas, bien que lo supo el amigo poeta Fernando Pessoa. No soy complicado, pero sucede que contengo una docena de almas simples, recuerdo que anotó el escritor Gesualdo Bufalino. Tarde o temprano aparece la tentación. Cómo encontrar el aroma de nuestra identidad. Quizá todo pueda suceder cuando se mira desde un puente.

Anoto que sigo visitando un momento de feliz misterio en la infancia. Me gusta regresar a la tarde en que guardé en la memoria a Landucci sobre el puente. Desde el puente que hacía posible ser en el juego sobre una cancha de fútbol. Tenía diez años cuando junto con mi papá tomamos el 63 en Federico Lacroze. Domingo 3 de septiembre de 1972. Pie a tierra y caminar hasta Gavilán 2151: Estadio de la Asociación Atlética Argentinos Juniors. De vez en cuando se producía el domingo en canchas cercanas a casa: Atlanta, Ferro, Argentinos. Recuerdo el pancho del entretiempo. El sabor de la felicidad. La familia es hincha de Independiente, pero el estadio del Rojo siempre quedó lejos. Aquel día vi la cara de Landucci. Flaco, alto, con una pegada notable en fuerza, distancia y dirección. Sacó un balazo de media distancia. Disparo rasante, a apenas unos centímetros del césped. Estábamos junto al alambrado. El disparo de Landucci se estrelló en la base del poste izquierdo de Antonino Rodolfo Spilinga, el arquero de Argentinos, y rebotó hacia ese lateral. Spilinga se había estirado cuan largo era, pero no llegó. Fue en ese momento que vi cómo Landucci giraba sobre sí mismo, y daba la espalda a Spilinga. El movimiento me permitió ver la expresión de su cara. La sonrisa, inolvidable. Su felicidad. A Landucci pareció no importarle la autoría, me digo. Pensaba en el equipo. Alguien había disparado el cañón sobre la base del poste de Spilinga. Alguien, uno entre los otros jugadores. Como si quisiera conservar el lugar del que mira desde el puente. De aquel domingo no recuerdo los dos goles de Ciccarello, un jugador admirado. Rosario Central perdió 3 a 0. Siempre recuerdo el sablazo de Landucci. Fui yo, fuimos nosotros. Una mirada desde puente, una manera de ser, de encontrarse en uno mismo y en todos. Una mirada o una voz desde el puente. Mientras tanto pasa el tren con los viajeros. Mientras tanto en la vida se trata de darse pases adentro, entre las almas, y afuera, con los otros. Una patria bien puede entenderse como un equipo de muchos mirando desde distintos puentes. Respirar en la claridad de la altura, por más que la sonrisa de la mirada pueda pegar la pelota en el palo. Es el encuentro con el intento del pase. De compañeros en la jugada colectiva. Una canción, un poema, una brevedad de la memoria junto a un deseo. El juego del pensamiento desde nuestro puente. En comunidad. De no mirar desde el puente, será el rey de amarillo quien nos cuente nuestra propia historia.

 


miércoles, 8 de noviembre de 2023

Día de perros



Febo asoma. La ciudad despierta. Las huestes de la vida en las calles. Cada uno de los viajeros atiende su juego. Continúa el giro urgente de Antón Pirulero. Pero cada vez hay menos música. Un trompo/tiempo de perinola. Mientras la mayoría pone, un grupo salvaje toma todo.

Ciudad apariencia. Maquillaje presto. Velocidad. Brillos para montaje. Bulla que desdibuja.

Áspera. Anónima. Sorda. Codiciosa. Raspa. Duele la ciudad que despierta.

Pateado. Violentado cada día es el grande hormiguero.

Una caja, despegadas sus juntas, extendida sobre la vereda. Bajo autopista. En una esquina. En un reparo. Arrugue. Parecita. Bajo marquesina o alero sobre entrada amplia de edificio. Un hombre joven. O un muchacho. Una vida sobre el cartón cuando llega la noche. El cartón en el contenedor para la basura. Aquello que sobra. Y que cada vez se ve menos. Invisibles en la repetición. Estar de cada día. No se trata de un hombre solo. Miles en la ciudad. Los menos sobre colchón sacado de la basura. Los menos con un trapo para cubrirse. A un lado de la cabeza los restos de la cena. Botella con un poco de agua. Bolsa plástica con facturas de ayer, cuando tal vez la vida se parecía a la vida. Será descanso amanecido sobre cemento. En el viento el urbano silencio. Mudos los que no ven. Mudos casi todos los testigos. En el piso. Dormidos o despiertos. La quietud como condena. La espera. La vida que evapora. Noche y día. Memoria que evapora, que gotea y evapora a metros de la orilla seca de la avenida.

Un hombre toma mate. Es de mañana. Acaba de comenzar su día. Está solo. Toma mate solo. Su ropa presenta el roce que provee la situación de no vivir bajo un techo. Hace tiempo que vive cerca de la esquina. Por las mañanas toma mate. Solo. En la ciudad. No es hombre joven ni muchacho. Entrecano su pelo.

Casi invisibles los carritos cartoneros. Botes pobres en el río de la ciudad. Cartones al viento. Un par de ruedas en giro. Un hombre que tira del día. Joven o viejo. Será hombre que abisma desde el borde del contenedor. Lleva en mano un bichero terminado en gancho, en curva, en signo de interrogación. Abandona el cemento mientras se balancea sobre el filo del contenedor. Como si nadara en la profundidad de la historia. Bichero en mano.  Un intento. Otro más. Abismarse. Poder con el abismo. Volver a la tierra con algo en mano. Volver al cartón. En la calle de barrio. En la avenida. Un carro cartonero. Uno más. Por momentos a la vista. Invisible en el después. Se acerca la noche. El botero en su carro no vuelve a su territorio. Quedo y silencioso en el río de la ciudad. Hasta mañana. Haciendo puerto en una orilla. Pasa el tiempo mientras se seca la noche. Con suerte cartón del grueso sobre la vereda, y un trapo alguna vez sábana. Llega la alta noche. Silencio y quietud. Un recuerdo de noche abandonada. Sucedía cuando los tiempos de la pandemia.

Una seguidilla de fotos que muestra el paisaje injusto de la vida en la gran ciudad. Y sin embargo, en medio de la condena, la herida, el espanto, la vida parece aferrarse al cemento. Un perro negro -de largo pelaje apagado- acompaña a un hombre joven. Cada día a su lado. Límite de Boedo. Por Avenida La Plata el viento. Hombre y perro en la calle. Contra una pared. Una repetición que aumenta la presencia. La felicidad parece posible cuando en medio de la velocidad urbana sé que hay un hombre y su perro. Juntos. Solos. Juntos en la felicidad de estar juntos. Me descubro. Soy feliz testigo. En determinados momentos la felicidad de las criaturas es posible. Pienso. Me digo. El sueño de una ciudad amiga. Una urbanía para todos.

Lo vi por primera vez en días de la pandemia. Por las calles desiertas del barrio se ganaba el mango un paseador de perros. Se acercaba. De frente. Unos quince perros de distintas procedencias. Variopinto el ramito de personas caninas. Camina en dos patas. Flaco. Alto. Joven. Lleva un gorro de abrigo. Lo adivino de cuero. Lleva gorro de cuero con grandes orejeras. Grises. Clara apariencia de orejas de perro. Peludas por dentro y por fuera. Gruesas. Explícitas. Orejas de gorro de libre balanceo en el viento. Descubro su hocico. Una sonrisa que pinta inmóvil. Veo los dientes. A la vista los colmillos. También la lengua roja. Los bigotes. La certera perspectiva de un artista del pincel. El paseador de perros respetuoso de aquellos tiempos de pandemia, lleva colocado un original barbijo. El paseador de perros lleva gorro y barbijo intervenido. A pesar de la sorpresa ante el descubrimiento, reaccioné a tiempo y me corrí hasta el cordón. Unos quince perros pasaron a mi lado. Dieciséis, si cuento al guía. Mientras pasaba el perrerío noté que el grupo paseaba a gusto. En felicidad. Entre semejantes. Entre otros. El guía parecía feliz en su quehacer mágico. Felices, en estado de alegría, parecían las personas caninas. Fui feliz, lo soy, siendo testigo de aparición tan venturosa. Ocurre que en muchas mañanas, mientras camino el barrio por Mármol, Treinta y tres orientales, Tarija, Constitución, me cruzo con el feliz paseador de perros felices. La felicidad también camina por el barrio.

Siento que el barbudito me mira a los ojos. Sobre Mármol, en una esquina. Un paseador de perros. Personal su manera de pasearlos. Él sentado y apoyado contra la persiana del local de la ochava. Cuatro perros. Uno, el más viejito, pelaje oscuro. Dos perros chicos, petisones, blancos manchados de grandes toques marrón claro. Hermanos tal vez. Hay días en que falta uno de ellos. El barbudito completa el número de cuatro perros en la esquina. A media mañana el lugar ofrece sol y sombra. A elección. El barbudito es de un beige claro. Obvio lleva una barba en finas hilachas desde su hocico pintado de canas. Desde que nos descubrimos, me llamó la atención su mirada, los ojos. Bondadosa con un toque de melancolía. Un feliz memorioso de los días. Una persona canina transmite alegría desde su estar en un paisaje de esquina de barrio. Está quieto. Otea en su mientras tanto. Otea desde su profunda mirada. Ojos esperanzados sueñan los buenos fantasmas de la poética urbanía. El barbudito me ve. Entonces nos miramos. Decimos. Estamos. Ambos alegres. Somos en una calle de barrio. Sucede también en Boedo. Tantas las historias que se guardan en el barrio.

Teo es un galgo. Garúa de finos trazos grises y negros sobre manto blanco. Perro que viene desde un grabado. Camina al lado de una mujer. Se acompañan. Los veo a veces. Los sábados. A media mañana. Teo se acerca e invita a la caricia a todo aquel que acepte el convite. No olvida a quien lo acaricia. En un momento del destino del día fuimos, nos encontramos, en la caricia. Piensa Teo, así adivino. Hablan sus ojos. Hay también en su mirada un toque melanco. Imagino que ladra mientras acompaña desde la memoria. Teo se detiene en la vereda. Espera a la mujer que tanto quiere, y que tanto lo quiere. Compañeros en la vida.

Todo sucede en el barrio. En la ciudad. Felicidad y esperanza. Abismo y sufrimiento.

Sin embargo, la alegría.

Imposible descartar la culpa. Sentirse contrariado en este día ¿de escritura con mirada liviana, tal vez demasiado edulcorada? Pero digo, me digo, que una foto no anula la otra. Una al lado de otra para mejor contar la vida. Estos días de ciudad salvaje. Ciudad amarilla. Quizás este decir trate simplemente de escribir el aire que necesita cada destino. Dejarse llevar por un sueño junto al otro, en buena comunidad. Barrio es la vida del otro. Escribir el aire que necesita cada calle, cada día y noche en el barrio, en la ciudad. Escribir aire porque el paisaje se siente, cada vez, más extraño. Se hace lento y pesado, sin sentido. Lleva aire de derrota. Entonces, tal vez, y otra vez anoto que tal vez, hoy escribo el aire que a veces encuentro en la mirada de las personas, el aire que a veces encuentro en la mirada de las personas caninas. Felicidad, alegría, esperanza que salve la vida de todo un pueblo. Escribo: la felicidad de dejarse llevar por un mismo sueño junto al otro. 

viernes, 13 de octubre de 2023

Soldado Cartasso

Grabado de Juan José Cartasso


La expresión en la cara del soldado. Casi un personaje de ficción. Apareció el colimba. ¡Atención, soldado Cartasso! ¡En posición de llanto ocupe su tristeza! Descubierto soldado desde el misterio de la creación. Años después de mi paso por la colimba (febrero 1981 hasta poco antes de Malvinas). Soldado Cartasso. Una cara que dice la cara de todos. La cara en una copia de grabado. La copia dentro de una foto. Ésta en el taller del artista. Era 2008. Apareció la imagen mientras respetaba el impulso de escribir un libro memoria sobre el servicio militar obligatorio. Hace quince años escribí Subordinación y valor (para defender a la patria).

Entonces apareció un grabado. La expresión de una cara. En el trabajo del grabador, del artista. En mi memoria. Escuela de Caballería. Campo de Mayo. Última dictadura cívico/militar. Siempre memoria. En los primeros días de instrucción supimos que ellos tenían la facultad de golpearnos hasta donde entendieran que estaba bien, de insultarnos como personas, de denigrar nuestras familias, y de mostrarse satisfechos de su proceder. Un asunto de vital importancia: ser demostrativos era la prueba de la no existencia del soldado. En esos días se fijó en mí una sensación hasta ahí desconocida: respirar dentro de una trampera infinita. Sentía que la colimba era una especie de reino eterno, absoluto, algo que tuvo principio, pero que no tendría fin. No es un error anotar que lo “sentía”. Porque no lo pensaba. El frío estaba en mí. Era tal el descalabro humano que presenciaba que no podía imaginarme un final feliz. La noche de la humanidad existía y yo estaba dentro de ella. Me llevaron para aprender a defender a la patria, y creo que desde esos días, y a pesar de mi inconsciencia -era un pibe que poco o nada entendía de la vida- empecé a preguntarme qué cosa era la patria. En un capítulo de uno de mis libros, allá por el 2001, me pregunté por la patria. Siempre las mismas preguntas. Cuál mi patria. Cuál la patria de ellos.

Conocí al artista plástico Juan José Cartasso (1924-2017) a través de mi padre. Amigos y colegas. Pude charlar con Cartasso. Declaraba: Soy un creador de formas. Hubo charlas de café -mientras se construía nuestra amistad- y una entrevista a la que regreso: Mi papá tenía una empresa de pintura y yo desde chiquito andaba revolviendo colores con pinceles. Él me engañó, porque una vez me llevó a ver algunas casas en la calle Goyena, que eran casonas, y en el techo había pintados angelitos. Me dijo: cuando vos seas grande, yo voy a hacer pintar las paredes y vos vas a pintar los angelitos; y yo quería crecer para pintar angelitos. Yo nací adentro de un tacho de pintura. La entrevista ocurría en 2008, en su taller. Sábado a la tarde. Me regaló un grabado. Y sucedió que, entre los trabajos que vi sobre una mesa, había una fotografía de una de sus obras. Era una cara, pura oscuridad y sufrimiento. Pregunté si era posible quedarme con una copia de la foto. La imagen me impresionó, quería guardarme tanto dolor. No sabía por qué. La foto quedó apoyada contra mi computadora. Desconozco la razón que tuvo el artista para componer el trabajo, pero Cartasso me contó que de joven había dibujado muchos muertos, y si bien el pibe, el muchacho, no estaba muerto, su sufrimiento era de muerte.

Estos detalles cotidianos acompañaron las primeras páginas de Subordinación y valor. La foto ocupó su lugar transitorio sobre mi escritorio hasta el momento en que empecé a mirarla cada vez con mayor detenimiento: la cara del muchacho sale de la noche que en apariencia se guarda sobre la pared. Creo o siento que tiene los ojos cerrados, que los cierra de dolor e impotencia. La boca abierta, un abismo más oscuro que la noche. Labios gruesos. Llanto casi seguro. Una oreja se recorta contra la claridad que habita sobre un pequeño sector de la pared. La piel de la cara está invadida por la carcoma de la noche. La nariz es gruesa. Un grito como único final posible para esa oscuridad. Y es el pelo corto el elemento que termina por revelarme la sustancia verdadera del grabado de Cartasso: un colimba. Acaso, el rostro del soldado desconocido.

La imagen estaba en mis manos. Tuve así la certeza que de no encontrar las palabras justas para contar un colimba, la obra de Cartasso podría ayudar, es decir, la imagen pasó a ser parte de un libro que, si bien sería escrito, nunca fue publicado.

Sucedió entonces que desde el hallazgo tuve la ocurrencia de contar lo sucedido: la aparición del soldado Cartasso. Contar que la expresión “soldado Cartasso” era una manera de decir la tortura, la humillación, el dolor, el sufrimiento de un colimba.

El soldado anónimo tenía en su cara la expresión del soldado Cartasso apenas un instante antes de hacer el disparo en la noche. Intento de suicidio en la primera guardia. En la primera parte de la noche. En la puerta del polvorín. Porque en la Escuela de Caballería, en Campo de Mayo, se vivía en mala noche.

La orden fue pararse al pie de la cama. Todos ocuparon su lugar. El sargento tenía a un soldado tomado de los pelos. La orden fue formar una fila. El sargento mandó salto rana al soldado mientras lo pateaba. La fila empezó a moverse. Había que pasar frente a la cama del soldado que estaba siendo castigado. Luego del baño diario se colocaba el toallón extendido sobre la cama. Sobre el toallón un ejército de moscas nerviosas trataba de nutrirse de la mugre acumulada. Doscientos muchachos bañándose juntos en un tiempo mínimo. Todos se ocupaban de lo suyo. Nadie veía al soldado que no se bañaba. Que apenas corría el agua, utilizaba el toallón para cubrirse. El sargento, de dudoso amor a la docencia, ordenó al soldado que se desnudara y así lo sacó al playón. Hacía frío. A principio del otoño. Lo llevó a las patadas hasta los piletones que se usaban como bebederos para los caballos. Sargento equipado con clásico cepillo de mano para refregar la ropa. Madera y cerda amarilla. Soldado en el piletón. El sargento abrió la canilla, y cargó el cepillo con jabón. El agua helada golpeó sobre el cuerpo del soldado. El ciudadano bajo bandera, a esa altura de la barbarie del sargento, exhibía en su cara la expresión que lleva el soldado Cartasso. A partir de aquel baño, el soldado era llamado por los divertidos maestros de la suboficiadad de la patria de ellos: el sucio.

En la entrevista, Juan José Cartasso, habló de un detalle en el quehacer del artista: Para pintar o grabar, primero debe saber dibujar, entre los grandes pintores del mundo no hay uno que no sea un gran dibujante; hay que saber desdibujar y para hacerlo primero hay que saber dibujar, en eso no se puede mentir; el grabado te ayuda a entender y componer el blanco, el negro y el gris, y cuando una persona sabe hacerlo puede pintar lo que quiera. Quince años después de aquella charla me reencuentro con este pensamiento de Cartasso. Digo entonces que este artista grabador hizo suya la capacidad de entender y componer el blanco, el negro y el gris en las profundidades del alma humana. Solo de esta manera pudo “decir” el alma sufriente de un soldado. El alma desesperada que portaba el colimba que fui. Fuimos tantos los soldados humillados por la patria. Muchachos compañeros atrapados en la trampera de la patria, la de ellos.

El arte de Juan José Cartasso, en aquel mientras tanto de hace quince años, se sumó a mis papeles de trabajo. La escritura trabajó sobre una memoria en la que siempre estoy de regreso. Una besana de gubia a fondo. Servicio militar obligatorio. Antes y después de la colimba. Un tajo salvaje. Inhumano. Escribí a lo largo de un año. Incluí casi todos los nombres que recordaba. Los nombres de los humillados, y el de los torturadores. Entre pensamientos sobre la escritura, entre los sucedidos de la vida cotidiana donde se daba el impulso para aquella escritura, creció el recuerdo de la violencia vivida en la Escuela de Caballería.

Hubo una vez un encuentro de café. Un café después de comprender que la expresión de la persona del grabado me llamaba. Un café después de saber que si el texto alumbrado, un día, se vestía de libro, sería con el grabado de Juan José Cartasso en la tapa. El artista grabador dijo: sí, autorizado.

Pasaron quince años. No hay libro. Y está bien que así sea. Hay sí estos regresos a aquellas memorias. Una escritura más clara y certera. Una vida. Una mirada. La escritura como abrazo piadoso ante aquello que pareció trampera infinita. 

viernes, 8 de septiembre de 2023

Un ateo en Campo de Mayo



Una vez más regreso al día de incorporación. Servicio militar obligatorio. El camión levanta con tajo frío de pala y tira ciudadanos en la Escuela de Caballería. Campo de Mayo. La guarnición. 1981. Al parecer Dios -en sociedad con los hombres de la patria de ellos- había decidido. Mi destino estaba marcado. Servir, en posición de firmes, con subordinación y valor. Servir desde el palo más bajo del gallinero. Colimba con boleto picado en el inframundo, el cuartel. En Campo de Mayo todo era salvajemente terreno. No había entradas para nada que tuviera que ver con el apenas bocetado cielo del Señor.

Dios tenía en el cuartel a uno de sus empleados en la tierra. Infaltable en la sociedad de la Escuela de Caballería. Había iglesia. Y había cura. Como señalé en uno de estos viajes de regreso a la colimba, no fue inteligente mi postura en el primer encuentro con el hombre de camisa gris. La última dictadura cívico/militar/eclesiástica aún marcaba el paso del tiempo. El muchachito estúpido que fui, ante la pregunta del cura: ¿Religión?, contestó: Ninguna. Dijo el cura: No puede ser, cómo no va a tener religión, ¿y sus padres? Tampoco, respondí. Desconozco qué habrá anotado el susodicho en el casillero de mi ficha. Quizás ateo. Haberme declarado ateo ante el cura, haber dicho mi verdad, me provocó cierto orgullo. Había cuestiones de la vida que aún no manejaba. Y habría muchas más -luego de transcurrido casi todo éste, mi tiempo- que así se quedaron. Inmateriales, erradas, truncas, sin nunca haber encontrado ciertas puertas.

Recuerdo un domingo. En medio de la instrucción en el campo. Un altar dispuesto. El cura con su uniforme de gala. La tierra húmeda. No barro. Tierra oscurecida. Pasto seco. Ralo. Pegado a la tierra. ¿Por qué recuerdo con tanta nitidez este detalle? Pasto aplastado. Todos los colimbas de pie frente al cura. Pases de mano bajo el cielo. Palabras al tono. Supongo. En la memoria de esa mañana no veo la cara del cura. Tampoco lo escucho. En mi remembranza sólo veo el pasto seco pegado a la tierra. Imagino una lluvia lenta y silenciosa. Durante el sueño. Esperanzada. Asistí a la misa sin resistirme. Todo fue de improviso. Dios y su empleado, de repente, estaban ahí. Mi asistencia no trajo consecuencias para mis ideas. Diría -comprendiendo el escenario y la ira provocada por tantas humillaciones- que la encerrona de la misa acentuó al estúpido que había en mí. Yo, quien nunca supo dibujar una cruz en el aire, abriría la boca a la primera oportunidad.

Hubo aviso de día y hora. Supongo que también era en domingo. Durante la instrucción militar los colimbas permanecimos más de veinte días dentro del cuartel. Fue largo el camino hasta el primer día franco. Nueva misa. Entonces, y ya siendo conocedor de las “bondades” del castigo para todo aquel que quedara un tanto a la vista, me presenté ante el cabo primero que se encontraba de semana en mi escuadrón. Estar de semana significaba que tres suboficiales eran los encargados de la administración: conteo, listas, castigos, etc. Expliqué al milico que yo no tenía religión, y que, por lo tanto, no quería asistir a la misa. Pedía la excepción. No recuerdo su respuesta. Tampoco su cara. Imagino su burla. El cabo primero fue con la consulta a su superior inmediato: el sargento. Una vez agotada su curiosidad, es decir, ver la cara del tagarna (TArado/GARca/NAbo, todo un poema) que hacía semejante planteo, el sargento miró hacia arriba. No recuerdo el grado del jefe del escuadrón de Comando y Servicios, un oficial de mediana graduación, quizás un capitán, pero bien sé que fue él quien me llamó y preguntó por mi posición frente a la misa. Expliqué. Entonces dio órdenes a los suboficiales para que yo no asistiera al convite con Dios. La fila de colimbas marchó hacia la iglesia. Yo, el último. El ejército de almas entró a la iglesia, y a mí me ubicaron cerca de la puerta, casi sobre la calle. Los suboficiales de semana iniciaron las burlas. Cada milico que pasaba por el lugar y me veía ahí parado, preguntaba. Es ateo, se mezclaba la respuesta con la risa. Estuve de pie en el lugar durante todo el servicio en nombre de Dios. Cada vez que regreso a ese momento, me digo que tuve suerte. Porque como se verá, hacerse visible en la Escuela de Caballería presentaba sus serios riesgos. No fui golpeado por ser ateo, pero sí burlado. Che, ateo, vení, me llamó por un tiempo el suboficial mayor que dirigía mi destino: la sección de Arsenales. Este es el ateo, el que no quiso entrar a la iglesia… Una diferencia que saqué barata.

Ocurrió una mañana. Cortocircuito con el cabo primero de Arsenales. Me manda a hacer cuerpo a tierra. Inicio de castigo. Corro alrededor de su figura mientras camina por la calle central del cuartel. Manda salto rana. La calle en subida. Recibo su ayuda. Me levanta a patadas. “Febo” asoma. Antes de llegar a la iglesia, sobre la misma calle de Dios, el cabo primero se encuentra con el cura. Hablan. Aprovecho. Intento detener el salto rana. Necesito descansar. Pero mientras se da el saludo y la charla, el suboficial me patea para que continúe. Levanto la vista. Recuerdo mirar la cara del cura. Su sonrisa ante el castigo y los insultos. Recuerdo también que un día fui testigo de cómo el mismísimo cura mandaba a salto rana a un soldado. Salto rana mientras el susodicho, además de ordenar, golpeaba al soldado con una vara de madera. Una costumbre. Aguanta, hijo mío, sobre esta bendita tierra de Campo de Mayo, que tuyo será el reino de después. Veremos, si es que algo tuyo queda, luego de recibidos por el lomo los patrios mandamientos. ¡Amén!

En Campo de Mayo, en la Escuela de Caballería, aparecían como confusos ciertos quehaceres relacionados con el cuidado de las almas colimbas. En plena bulla podía ocurrir que se burlara al ateo. Y que no recibiera más castigo que la humillación por la palabra. Se podía creer en que las fuerzas armadas fueran profundamente cristianas. Pero aún veo al seminarista desmayado sobre el playón. Sol fulminante de la primera tarde del mes de febrero. Después del almuerzo (hambre, locro picante y la prohibición de tomar agua). Los colimbas en formación. Cayeron algunos. Uno el muchacho que estudiaba para cura. Siempre lo recuerdo. Tenía espuma en su boca. Recuerdo a otro soldado. Vecino de Martín Coronado. Era cura. Y por tanto tenía asegurado un trato especial a la hora del castigo. A esta situación se sumaba la especial saña –insulto y patada- sobre todo aquel cuerpo y alma que llevara un apellido de origen judío. Al ateo se lo burlaba, al judío se le pegaba con ganas.

Entendí años después. Aquellas situaciones no eran una contradicción ideológica. En el cuartel había espacio libre en el campo. No en el pensamiento. Todo era una especie de impulso y repetición. En la rueda del hámster sólo circulaba el portador de la violencia. Había que castigar al colimba que no venía del barrio, de la calle, aquel que parecía más débil, aquel que lloró de indefensión en las primeras noches en el infierno. Había que castigar a los señalados como homosexuales. Había que castigar con paliza y calabozo a los dos soldados que encontraron abrazados, una noche, en un baño de tropa. Había calabozo, hacía más de un año, para el colimba a quien se le escapó un tiro e hirió a otro. Calabozo también para el colimba que se le escapó el tiro y mató a un ciudadano obligado a jugar a los soldados.

Recuerdo el castigo grupal. Los doscientos treinta colimbas del escuadrón encerrados en el baño de la cuadra dormitorio. Cerradas todas las ventanas y la puerta. Cuerpo a tierra. Que nadie quedara de pie. En el centro el cabo primero parado sobre los piletones. Cuando el espejo se empañó escribió: mamá y papá. Hasta que no se borre, no nos vamos, dijo. Cuerpo a tierra, salto rana, un rezo completo. Y recuerdo el sabor especial que tenía para el milico el castigo particular, libre de ideas complicadas. Humillar y golpear a quien era así discriminado, al que según la patria de ellos lucía diferente, a quien quedaba a la vista sin importar razón ni derecho alguno.

A pesar de que era obvia la inoperancia de Dios y su empleado en Campo de Mayo por resguardar a las simples criaturas, admito haber dudado. Tantos fueron los disparos accidentales, y sin embargo, hubo solo un colimba muerto.

¿Y si todo, en efecto, sucedía bajo la mirada de Dios? Un milico me llama ateo en el cuartel de la patria de ellos. 

martes, 8 de agosto de 2023

Fantasmas en la hondonada

 

Collage de Mario Bellocchio

Nunca vi el fantasma del Reconquista. Pero ahí estaba, todos lo sabíamos. (A pesar del universo oscuro que ignorábamos). El boca a boca lo hizo auténtico. De la clase 61 a la 62. La historia se extendió a pesar del silencio. Servicio militar obligatorio. Yo, soldado. Había que estar atento en el puesto de guardia del mástil. 1981. Dictadura cívico militar. En el borde, en el límite, el mástil donde nacía el confín de la Escuela de Caballería. Su más allá.

Regreso a la colimba. COrre. LIMpia. BArre. Hago guardia. Subordinación y valor para defender a la patria. Llevo el fusil de la patria de ellos al hombro. El río Reconquista corre a unos quinientos metros del puesto. Transcurre allá abajo -en medio de la hondonada-, lejos y cerca. Se dice que el fantasma recorre las orillas. Siempre miro hacia el Reconquista. Ni una sola vez dejo de buscar el fantasma. Un silencio malsano será señal de los tiempos. Un aroma esencial en Campo de Mayo.

El fantasma debía ser blanco. De la claridad inmaculada de las almas, como en el cine. Así lo imaginé la vez que escuché a un soldado –que había hecho guardia la noche anterior- asegurar que lo había visto. Existía. Era la más pura verdad. Un misterio en la soledad de cada noche.

Hacia la hondonada fui llevado por el destino. Una mañana. La cara del destino era la del soldado Pierandrei. Pertenecía a la columna de transporte y estaba al volante de un Unimog. En este retorno no veo la cara o las tiras de ningún suboficial. Sospecho que había otro soldado en la excursión. Una misión de transporte dentro del cuartel. Íbamos en camino cuando Pierandrei puso proa a la hondonada y el Unimog se zambulló en la barranca. El Unimog es un camión que parece de juguete, diseñado para jugar a cualquier cosa, incluso a los soldaditos. Pero más allá de su apariencia, fue amanecido para moverse en terrenos accidentados. Va a los saltos. Veo cómo la mancha del Reconquista se acerca a través del parabrisas. Es una locura, aún no me explico cómo sucede semejante afrenta a la disciplina. Nadie nos ve. Como fantasmas correteamos camino a la orilla haciendo círculos, riendo. Nosotros soldados: invisibles cuando el golpe y el dolor. El paisaje fantasma del Reconquista también lleva temblor de Unimog.

El puesto de guardia del mástil era el lugar donde más se acentuaba el hambre del colimba. En la soledad silente de la noche las tripas cantaban su queja. El hambre duele más en el frío. Cuando tocaba el mástil, a veces, con suerte, se daba que el soldado conseguía en la cocina -de manos de otro ciudadano obligado a soldado- un sanguchito con queso. Una gambeta en el juego cruel de la guardia.

La vivencia -cada vez que regreso a una de esas noches de guardia- es la de estar dentro de un óleo pintado por mi viejo. Un río a la distancia. Oscuro como el cielo. Grandes nubes apenas dibujadas por un trazo de luz viajera. Una luz de luna menguante. Luz de estrellas muertas que llegan hasta las orillas de aquello que aún transcurre. El río en su cauce. El río y su cauce en la hondonada. Allá abajo. Un arbolito en la orilla más lejana. Del color de la despedida. A primeros días del otoño. Una presencia viva en ocres y fileteados en rojo sangre. Mi padre pintor usa una paleta de gamas bajas. Paleta donde se mezcla la materia viva con la muerta. Sucede también el universo en Campo de Mayo. Contemplo desde el puesto del mástil. Cuido la patria de ellos. Soy vigía, guardia, policía. Fui guardia. Sigo siendo guardia del silencio de ese campo que tantas veces pinta mi padre. Estoy a metros del mástil. Colimba que ignora los sucedidos en la tierra de la patria de ellos. En el cuadro pintado por mi padre habita una presencia. Flota en el aire, en el viento. Transcurre como río que sigue vivo en su cauce. Mientras tanto en el mástil, el hambre, el frío, el peso del fusil. El silencio y la ignorancia.

La palabra fantasma tiene otras implicancias en la Escuela de Caballería. Y como en todo buen cuento, está sujeta a la llegada de la noche.

Buen día. Gritos e insultos del sargento como saludo a los doscientos treinta colimbas que guarda la cuadra dormitorio. Así se inaugura cada mañana, cada día dedicado a la maldad en el mundo de lo humano. Humillaciones a la carta. Golpes. Miedo y dolor. Tensión entre los muchachos que ocupan el palo más bajo dentro del gallinero de la patria de ellos. A partir del primer movimiento represivo, comenzaba a rodar el día bajo amenaza. No faltaba oportunidad para que el cabo, cabo primero o sargento, gritara al soldado. Lengua con filo de suboficial: ¿nombre, soldado? Para que todos escucharan, para que nadie olvidara que cada cual, en cualquier momento, por impensada causa, podía sumar su nombre a la lista. ¿Nombre, soldado? Por moverse en la formación. Por ser el último en caer luego de haber sido pronunciada la orden: cuerpo a tierra. Por alguna desprolijidad en el uniforme. Por mal afeitado. Por llevar el pelo largo. Por ser el último en llegar a donde hubiera que ir. Porque sí. ¿Nombre, soldado? Con el tiempo aprendí que no había que llegar primero ni último porque al milico le quedaba en la punta de su lengua bífida, el nombre asociado a la caripela. Entonces, mientras sucedió el servicio, muy pocos milicos recordaban mis pistas esenciales.

Conocido el nombre, el suboficial procedía a transmitirlo al superior que ese día llevaba la lista. El castigo estaría dirigido por el suboficial de mayor rango que esa semana estaba a cargo del escuadrón de Comando y Servicios. La lista se alimentaba a discreción. No había justicia durante el día. Tampoco la habría en la noche.

A Dormir. Todos al pie de la cama. Orden de acostarse. Se apagaba la luz general. Sólo quedaba la del baño en un extremo de la construcción y, en el opuesto, la del pasillo que llevaba al dormitorio de los milicos que estaban de semana. Por esa puerta retornaba el cabo primero o el sargento acompañado por uno de los esbirros. Cerca de la medianoche encendía una luz y empezaba a nombrar a los colimbas que habían caído en la trampera de la lista. Uno a uno al pie de la cama. Vestidos de fajina como en el día que continuaba en la noche. Cada noche se daba la nómina de los señalados. Cada noche salía el pelotón fantasma, así se lo llamaba. A cargo del pelotón fantasma, los ejecutores del plan. Pelotón fantasma por tanta víctima de tanta injusticia. Cuando partía el pelotón, en la cuadra dormitorio se apagaba la luz. Casi todos esperaban el regreso. El susodicho pelotón fantasma consistía en propinar castigos físicos y humillaciones varias en el campo y las calles de la Escuela. Tortura. Los colimbas eran desaparecidos un tiempo variable. Dependía de la crueldad del personaje a cargo, del compinche, de las ganas de divertirse de los suboficiales. En el dormitorio se abría la puerta del costado, y entonces regresaban los castigados. Eran repatriados los escombros de los muchachos. Se encendía la luz para que quedaran a la vista. Para que los demás supieran que mañana, cerca de la medianoche, partía el pelotón fantasma. Nadie volvía con hambre. Todos alimentados a patadas, piñas y cachetazos. A lagartijas, saltos de rana y cuerpos a tierra. A carrera al frente o a correr en círculo. Siempre el mismo paisaje en el cielo. Apenas un poco de luz, como para seguir vivos, como sucede en muchos de los óleos que pintó mi padre.

Sucedió que años después de terminada la colimba supe de la oscuridad reinante en Campo de Mayo. Una oscuridad mucho más oscura que la vivida, la imaginada. Campo de Mayo escondía tortura y muerte. Un campo de concentración alimentado por bandas de asesinos. En la patria de ellos los vuelos de la muerte. Mientras el poder económico crecía entre sombras.

Siempre vuelvo al mástil frente al Reconquista en la hondonada. Puesto de guardia. Cuidando el horror que desconocía. Con los regresos a través de los años me di cuenta de que el paisaje bien podría haber sido pintado por mi padre. Con los regresos supe que no era uno solo el fantasma que transcurría como el río. Supe que eran muchos los fantasmas en el aire, en el viento. Fantasmas que exigen memoria. Exigen verdad y justicia. Castigo para aquellos que diezmaron una generación. A través de los años regreso al cuadro de mi viejo, y me digo que, al fin, pude ver los fantasmas en la hondonada, a orillas del río Reconquista.



miércoles, 5 de julio de 2023

Ensoñado en la novela



Digo que me fui del barrio. Casi dos meses hasta la casa que queda en la infancia. A la vez digo que nunca me voy del barrio. Como Troilo. Si siempre estoy llegando. De regresar se trata mientras dura la cuerda de la calesita. Vuelvo en las veredas cotidianas. También en fantasmagorías. De buen fantasma que no lleva cadenas quejosas, sino recuerdos. Buen fantasma que anda el barrio como si fuera escenario de teatro. Retornan a las calles escenas de ayer. Alegres y tristes. Simplemente regresan mientras, por ejemplo, el bondi me lleva, por Avenida La Plata, de ida y vuelta, hasta la casa de Virginia y Mario, mis amigos. El 65 me pasea por el límite de Boedo. Entonces me sueño caminante por Garay, Muñiz, Mármol, Treinta y tres orientales, Tarija, Estrada, Las Casas. Soy renovado fantasma y veo. Regreso a ciertas escenas, a ciertas presencias. Convoco, al mismo tiempo que soy convocado. Esas misteriosas maneras del murmullo con los habitantes del más allá. Veo todas mis calles cada vez que voy como humano ensoñado que mira por la ventanilla. Similar al sueño profundo en la alta noche, en su encrucijada es donde se tocan los mundos. Más acá en el mientras tanto. Más allá en el después del último trago. Ensoñación bondinera. Buenos fantasmas que retoman diálogos. Regresa el sucedido. El que se podía adivinar, presentir. También el que sorprendió. Un poema universo bien puede comenzar con un abrazo.

Puedo contar escenas a las que siempre regreso. Sobre esta vereda aquella mañana. Frente al portal de la Santa Cruz. En ese banco de la Martín Fierro. Por Estrada hasta el parque. Caminantes por Boedo. El altar del Gauchito Gil por Las Casas. La constelación del escarabajo sobre Mármol. La vida secreta en el refugio de Garay. El mercadito chino de Pavón. El azar amasando su esencia en la esquina de La Plata y Vernet. La humana conspiración en el sueño de cada mañana; haciendo real este barrio al que vuelvo, retorno, regreso, luego de la temporada en mi casa de infancia.

Es verdad. La vida parece sueño. Y en las tierras del sueño siempre habrá lugar para la felicidad y su goteo lento. En la vida hay lugar para buenas magias. También para el quehacer de personajes de espanto. Para palabras e imágenes con esencia de eternidad guardadas en nuestra eternidad limitada. Eterno mi barrio de Boedo. Eternos sus buenos fantasmas que aparecen, cada vez, cuando voy ensoñado en el 65, o ensoñado, a la deriva, como viajero caminante de las calles. Siempre llevado por el viento de la memoria.

Estoy parado en la puerta del refugio de Garay. Viene de visita uno de mis buenos fantasmas. Vuelve porque me quiere (ahora mismo está de regreso, mientras escribo). Dobla en la esquina y lo veo. Sonríe. Se cuenta en su historia de vida. Los capítulos de la novela en innumerables caminatas por el barrio. Veredas en la mañana. La vida que, hasta en las peores instancias, puede dar sorpresas. Un dibujo. Un blues. Un tango. Un cuento. Toda una historia.

Cuando voy como ensoñado bondinero o en el mientras tanto -paso a paso en el camino- recibo al buen fantasma. Aparece la necesidad, como sucede con la escritura. Soy un extraño en su ausencia. Saludo. Escribo. Nace un apunte, una brevedad, quizás hasta un poema, o nace esta forma de crónica de la calle donde también se tocan los mundos. Más acá el cotidiano. Más allá el después del último trago. Lo dicho. La realidad bien puede ser un sueño. Uno más. El buen fantasma y yo sentados en la puerta de una iglesia sobre Estrada, cerca de parque Chacabuco. Charla en la mañana sobre escalones de mármol. Una imagen que se quedó conmigo. Vuelvo a ella parado frente a la iglesia o desde dentro del 65 a velocidad por Avenida La Plata.

Y con cada regreso presencial. O con cada ensueño de bondi. Siempre aparece la escritura de las voces y los gestos. La reescritura de los diálogos entre el ensoñado y el buen fantasma. Los regresos parten de la esencia argumental del sucedido de origen. Y serán los regresos sucesivos, aquellos movimientos, encuentros, encrucijadas, los que sacarán brillo a la felicidad –no olvidar que siempre lento es su goteo- de haber estado vivo de manera tal para que la memoria nos guarde como ciudadanos de un paisaje de barrio. Bienvenido entonces el recuerdo que mejora. Bienvenida la esencia que perdura. Que se mantiene un tiempo más, por ejemplo, sobre las veredas y calles arboladas de Boedo. Una y otra vez el poema. La novela. Un tango. Un blues. Quehacer mágico de alquimista que encuentra cada vez la piedra filosofal. La piedrita del destino que transmuta la muerte en renovada vida. Sucede a cielo abierto. Por ejemplo caminando por Mármol en dirección a Las Casas. Hace instantes caminaba por Garay. El día al que regreso descubrí siete autos, siete viejos escarabajos muy coloridos, estacionados en ambas manos de la calle que avisa taller mecánico. Dentro del taller, un mago celeste. Supe de inmediato que cada auto era una estrella. Supe que los siete autos formaban una constelación en el cielo terreno de Boedo. Con rapidez comenté el hallazgo con un viajero que, en ese momento, era mi compañía. Puede ser, comentó con alegría. Por qué no una constelación terrena, se preguntó. Sucedió que un día, ensoñado en el 65, mientras al parecer me alejaba de Boedo, regresé al día aquel cuando el descubrimiento de la constelación. Ocurría otra vez la mañana. El tiempo de vida del viajero aquel que me había acompañado en el origen, se había agotado. La Parca y sus visitas. Siempre de pandemia. Asumida su nueva condición de buen fantasma, aseguró, recién aparecido, conocer el nombre de cada estrella de la constelación de este cielo. Cada auto un nombre de calle. Digo que una vez me fui del barrio. Digo también que siempre estoy llegando. Ya de regreso de la casa de infancia, retomé las caminatas. Siempre hay siete escarabajos frente al taller de la calle Mármol. Cambian de ubicación debido al azar que manejan determinados dioses en tierra santa. Pero la constelación siempre está ahí. En el cielo. En la tierra. Caminé entonces por el interior del dibujo para ese día. Arte propuesto con escarabajos. Caminé lento -como gotea la felicidad- hasta que apareció mi buen fantasma. Esta vez agregó que vivía en la constelación de los escarabajos, cada auto una estrella, cada estrella un nombre de calle del barrio. Y dijo, además, que cada vez que me acordara de su buen fantasma, simplemente llegara hasta la constelación. Y entonces hasta ella llego. Regreso. Retorno en éste, mi único cielo donde mi puñado de dioses, y de almas, se encuentran en la buena memoria de lo humano.

Digo que es por eso que creo en un dios de la memoria. Ante todo imperfecto. Porque en tanto memoria, siempre hay lugar para el olvido. La memoria es un océano misterioso. Y misterio en el cielo. Así también en las veredas del barrio. Digo que siempre estoy llegando. Caminante o ensoñado en el bondi, viajero en la eternidad limitada. Transito veredas, calles y avenidas, ando por su filo. En el filo respiro. En el misterio. Quizá por ello escribo. Para eso tal vez este trabajador de la memoria. Respiro en ella. Simplemente la anoto. Una y otra vez. Mientras mantiene su forma. Mientras cambia. Mientras respira y se agranda. Mientras se afina en el trazo en rojo. Porque la tinta siempre es roja. Como la que usaba el escritor memorioso del Pombo. Una y otra vez la historia gira intentando alcanzar otra vuelta con sortija. Para durar un tiempo más sobre la tierra, por ejemplo, sobre este barrio donde un puñado de buenos fantasmas vuelve, regresa, retorna. Un puñado de personajes vuelve a sus historias. Y entonces la escritura -arte basado en la respiración de las almas- los recibe, y entonces viven y se reescriben, mientras es tiempo de recuerdo. Los veo sonreír. En días de sol. Importa la razón primera del encuentro. El impulso desde el más allá. Las ganas de renovar la charla en el más acá. Ellos viven dentro de la memoria practicante de mi escritura. Los presiento en el aire, en el viento. Somos memoria en la escritura del libro propio. La novela que nos guarda, que nos lleva. De encrucijada el poema, el blues, el tango, esta crónica de la calle. En Boedo. En Buenos Aires.

miércoles, 7 de junio de 2023

Payaso en situación de calle

Collage de Mario Bellocchio


Es sabido. Es una verdad relativa. Una línea que se dice y repite hasta que duele. Una afirmación que se engancha en el viento. La anoto. Se queda. Un tanto de verdad y otro tanto de mentira. Como todo en este mundo. Aviso. Es sabido. Todo payaso es triste. O lo será. Como cualquiera. Quién puede saber cuánto de payaso carga entre sus almas. Todo payaso es triste. Es sabido. En eso pienso cerca de la esquina. En la avenida. Pienso mientras miro por la ventanilla del bondi que me lleva a destino. Todo payaso es triste. Todos vamos a destino. Es sabido.

Adivino. Soy el único pasajero del 65 que mira sobre avenida La Plata. Bondi cercano a su parada. Semáforo en rojo. Cercano al cruce con avenida Rivadavia. Miro por la ventanilla y ya no se trata de un cruce de avenidas. Ya no es paisaje común. Simple. De cotidiano a primera hora de la tarde. De sábado chato. Paisaje que deviene en encrucijada blusera en tanto escucho mi tango. Puede que en el bondi haya otros pasajeros que lo vean. Pero no. Me digo que soy el único que tiene ojos para el payaso que se mueve sobre la avenida. Pide una vida amable y pide monedas sobre La Plata. Ni lo intenta por Rivadavia.

Lleva gorro de payaso. Verde, rojo, blanco. Lleva gorro ajado. De payaso escorado. Lleva nariz de payaso. La cara lo deschava. Camina la avenida. Paga un precio alto. Esforzado su andar de paso a paso. Hombre desvencijado. Lento. Un payaso de edad. Porque el hombre vestido de payaso es payaso. Su oficio de vida. No hay duda.

Descuelga una bolsita plástica de la reja. Bolsita al mar. La reja pegada al cordón. La vereda impecable. En la encrucijada una pizzería brilla interiores. La bolsita que desata el payaso guarda restos de comida de una mesa de vereda. Hubo alguien antes de este tiempo de semáforo que se estira, que vio, que pensó en el otro. El payaso lleva un morral. Luego de mirar el contenido de la bolsita, el plástico marcha a bodega de morral profundo.

A pleno sol en la noche de esta encrucijada. En este tiempo de escritura. Llueve payaso afuera. Llueve payaso adentro. Una lluvia lenta. Triste. El hombre que es payaso camina la avenida. Entre los autos detenidos. Entre autos que se mueven lento. Paso a paso. A los 60 años se quejan las piernas del payaso. En el aire el gesto de la mano que pide. Camina lento. Saca pecho. Trata. Toma aire. Recuerda.

Adivino. Hubo una primera vez. Sucedió mientras fue pibito en un barrio pobre. En la provincia. Recibió un papelito llamado entrada gratis para ir a ver la función del circo recién llegado a la zona. Fue aquella vez. Vio un payaso. Hacer y deshacer el mundo. Las risas de tantos pibitos. Al fin un hombre vestido con todos los colores. Recuerda el payaso sobre la avenida. Recuerda el pelo, el sombrero, la nariz, los zapatos. Aquel gesto azaroso con payaso se lo llevó del mundo. Lo hizo universo. Ya no pudo entender de la pelea que exige el deporte malsano de la codicia. Condenados aquellos que no nacieron para cosechar dinero.

El payaso vive sobre la tierra, en la urbana pertenencia. Transcurre en el aire. En el viento. En el plano general donde evapora la sociedad, el tiempo. Toma aire. Duele verlo caminar. Su mano de pedir. La cinta de tela que sostiene el morral cruza sobre el pecho. Camisa que resiste la suma de un nuevo día. Saca pecho. La mano en el aire. En posición. El payaso lleva un cartel colgado del cuello. De tamaño regular. Un aviso para descuidados. Para pasajeros veloces. El payaso se ofrenda. Saca pecho. Se deja leer. Entonces leo. Payaso en situación de calle. Así el convite de escritura mínima. Un hombre en pocas palabras. Un título certero. Payaso en situación de calle. Lleva un cartel de cartón colgado del cuello. O el payaso todo cuelga del cartel. Saca pecho. En el aire. En el viento. En la encrucijada de blues donde escucho mi tango. Cuántos leen el poema crucial, esta novela con personaje de cotidiano incierto y final cantado.

Baja una ventanilla de auto último modelo. La mano del payaso llega hasta la frontera. Aguarda. Mejor billete. El payaso aguarda en medio de un presente salvaje. Ya lo explicó el pensador amarillo de dudosa sustancia humana: Vivir en la incertidumbre y disfrutarla.

Adivino. El payaso duerme en la orilla. Al pie de un grande cartel de publicidad. A unas cuadras de la encrucijada. El payaso guarda en la noche su sombrero de colores. Su nariz roja con elástico. El cartel bajo almohada improvisada. En la memoria lo aprendido. Duerme el payaso en la avenida. La noche trae vecinos de vereda. Poco o nada se dice. Se comparte la ciudad a cielo abierto. Importa el lugar junto a la pared. Igual que un animal cuando se siente morir. Un lugar donde apoyarse. Nada más. Un lugar donde guardarse hasta que haga falta. Dentro del buen silencio, la espera.

Cuántos los que leen la escena sobre la avenida. Casi todos los ciudadanos andan lanzados a velocidad. Pensando en lo por venir, en todo aquello que hay que hacer después. Siempre es después en el mientras tanto amarrete del ahora, en el presente que se despide en un abrir y cerrar de pantalla. Ciudadanos en el viejo Oeste. Como cuando las películas de infancia. En el OK Corral, en el bondi, la vereda, la esquina, el asfalto, hasta en el sueño y el deseo del caminante, se desenfunda. Urgente el mil luces. Ansiedad. Velocidad y desesperación. Como si se escapara la vida toda en el gesto. Urgente la búsqueda hasta que al fin -aferrada como a madera en el naufragio- la mano rescata el celular del bolsillo o la mochila, y apunta al primer después. Un cable se ajusta a las orejas, y éstas al cerebro, y en él la magia de ver en el paisaje cercano. Con suerte, unos pocos ven al payaso en situación de calle. Cuántos los que leen el poema que escribe el otro. Cuántos la novela donde resiste el otro. A cuántos importa la incertidumbre del payaso.

La bulla ensucia la mirada. El barullo malo, el interesado, se hace humo oscuro sobre el cemento. Los dueños del circo manejan el programa de la función. No hay entradas gratis para este circo. Todos pagan la suya. Todos frente a las pantallas donde factura, despista y miente el gran manipulador. A esta hora de la función, cuántos los que entienden el mecanismo del show. Cuántos viajeros tienen consciencia de la trampera.

Payaso en situación de calle. Escrito va. Vive en la orilla. En el río cerca de la esquina. Bajo el cartel. Sobre la vereda unos trapos. Así de efímero. Un pibe más. Entró al circo donde el trapecio afila la moneda. No hay red. Sólo condena. Sobre el cemento del circo los escombros del nacido con destino equilibrista.

El payaso llegó, sobrevivió, hasta este momento de encrucijada. Lleva cartel al cuello o lo lleva el cartel, su nombre, por la avenida. En verdad, la vida siempre es de encrucijada. El payaso tiene perfecta idea de su mapa sin tesoro. Lejos del puerto de la infancia. Lejos de la ciudad. De la poética de la urbanía que lo viera caminar por tantos barrios. Continúa quieto el bondi. Miro. Veo por la ventanilla. Leo el cartel del payaso. Quién puede saber cuánto de payaso carga entre sus almas. Todo payaso es triste. Es sabido.

Recuerda mi alma de payaso haber leído unas líneas. Título del libro: Automoribundia. Del egregio escritor Ramón Gómez de la Serna. Durante varios meses el libro fue mi casa, mi lugar a donde poder regresar. Recuerda y busca entre escritos una de mis almas y al fin encuentra: (…) Oscilo entre el circo y la muerte. Amo los payasos y los muertos y encuentro un gran parecido entre unos y otros, habiendo observado que los payasos se caracterizan de muertos, pálidos, pálidos, con los ojos hundidos en negrura, dos comillas de calavera en la nariz y la boca rasgada como la de los cráneos que ríen.

Reír en la encrucijada donde se escucha mi tango. Tener toda la tristeza dispuesta sobre la mesa. Era sabido.

Anoto que hay un payaso en situación de calle. Por avenida La Plata. No por Rivadavia. Anoto su movimiento. El gesto. El dolor a la vista. En la gran ciudad donde tantos ciudadanos tienen por techo la autopista. Y un cielo que nunca llega hasta el cemento. Donde historias, trapos y cartones.

Anota Ramón Gómez de la Serna: A veces soy actor de soledades y me siento morir en la noche. Confieso que en ese momento sólo quisiera romper mis papeles, y sólo siento no haber agotado mis ternuras con la mujer.

Leo: payaso en situación de calle. Escribo: todo payaso es triste. Pregunto: quién puede saber cuánto de payaso carga entre sus almas. Pienso mientras miro por la ventanilla del bondi que me lleva a destino.