Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Soledad Buenos Aires


Volví a encontrarme con Soledad. Ella, la soledad, en mi Buenos Aires, la del regreso. Fue inevitable mirar el paisaje y el quehacer de las criaturas. Acallada la bulla extra, que descoloca a todo recién llegado que transita con cierta lentitud, quedaron expuestas las otras bullas, las del basamento, las paridas por la flecha indicadora de los tiempos en nuestra sociedad.
Deslizarse, caminar o caer dentro de un renovado maelström (¡Salud, Edgar Allan Poe!) donde la curiosidad se duerme, donde la atención corta el cordón umbilical con la criatura que, mareada en insípida repetición, se deja estar en veloz soledad mientras se hace olvido.
Veo en mi ciudad, y pienso en una especie de calesita malsana donde pocos saben –el olvido cada vez más fuerte- que siempre existe la posibilidad de bajarse. La sortija como símbolo que posibilita renovar el giro en aparente sintonía mejorada, pero siempre amarreta: mayor profundidad en la vorágine. Todo transcurre en el mientras tanto de nuestra sociedad injusta, donde hasta el esfuerzo de vivir con clara conciencia está manoseado por los vaivenes de la timba.
Caminar por Buenos Aires es hoy una invitación a esquivar astronautas en tránsito hacia las naves donde terminan de romper las últimas ataduras con la terrena urbanía.
Astronautas sobre una vereda de Boedo. Los veo venir hacia mí -como si fueran sánguches de miga vencidos (¡Salud, Pappo!)- con expresión de modesto big bang estrellado. No miran al frente, apenas unos últimos reflejos vitales les permite saber del boceto en que se transformó el afuera. Caminan en soledad. El que puede: pelo y traje de astronauta a la moda. Fino cablerío entrando y saliendo por las orejas. El falo bífido  de un renovado Alien (¡Salud, Ridley Scott!) nace en el dispositivo de comando que, desde el ariete tecnológico, va hasta los dueños de Houston, para que estos señores no tengan ningún problema.
Luces y sonidos. Tacto y dedos ansiosos. Ojos desorbitados. Luces y sombras dentro del astronauta que busca llegar a su nave para mejor ser o estar sangre adentro del dispositivo: ser a través de él, ser en la bulla de no ser. Ya no sé de dónde vengo, ni a dónde voy. Soy astronauta en un departamento. Soy astronauta en tren, subte o bondi. Soy tan anónimo entre tantas naves que hacen a mi nave. Soy una astronauta que sube rauda al colectivo y desenfunda el dispositivo como Alan Ladd pela el revólver en el último duelo de A la hora señalada. La astronauta de movimiento perfecto, de ansiedad afilada empieza a gatillar con los pulgares sedientos. Veo en mi ciudad, y luego intento la existencia, porque pienso y me pregunto.
No soy adherente a los andurriales por donde se arrastran los necios. O sea, no soy tan necio para de un plumazo negar las bondades de la tecnología. Soy usuario de la herramienta tecnológica: computadora, teléfono, redes sociales, y las bondades del ciberespacio en el que también hay nubes. Hago uso de blogs, de páginas, veo cine de ayer a través de youtube, fui usuario de Netflix. Tengo cinco libros editados como ebooks. Me digo que se puede hacer un uso positivo de la revolución digital. A la vez es triste saber del hombre que vive “conectado” la totalidad del día. Obvio: entre tanto astronauta debe haber gente que, por ejemplo, está leyendo un libro a través del dispositivo; pero no es posible que todos lean, que todos estén adquiriendo sustancia para hacer mejor la idea de la vida en esta sociedad: si así fuera, la soledad no andaría de fiesta entre tanta gente. No hace falta que los colectivos se fabriquen con ventanas, ya nadie mira por ellas. No imagino de qué manera el astronauta sabe que su sobrevuelo urbano se termina y debe bajar para mejor seguir en la nave que lo lleva hasta su nave madre, el refugio solitario donde vive madre: Hal 9000 (¡Salud Arthur C. Clarke!), o similar, que se encarga de todo sueño. Tan conectados y estamos unidos por tantos abismos insondables. Y uno de estos buches negros ciberespaciales es el encargado de comerse nuestro mundo, el cotidiano, el argento destino. De tanto astronauta visitando otros mundos sucede que se descuida la esquina primera del barrio.
Quien no hace esquina en el barrio se pierde de la fundación de la historia y las ideas que le tocan en su época, y nada tiene que ver que las semillas provengan del pasado: la vida, el mundo, pasa hoy, de ahí la necesidad de nuestra huella. Quien mira hacia otro lado, quien se funda como astronauta de su dispositivo: cuando el norte pasa por renovar su foto diaria antes de que sea demasiado tarde: si el norte del día pasa por el deseo irrefrenable de ser noticia en tanta red, y enseñar al otro -en tanto la juegue de público- que se lleva una vida exitosa y feliz, por siempre feliz; si todo es cuestión de dar me gusta a granel, si la memoria se reduce al simple hecho de cortar y pegar frases de gente que nunca se leyó para mejor aparentar que la revolución está bien dentro de tu corazón: si se pasa por lector de Calvino, Saramago o Pessoa, queda bien y te da vidas en el juego de una careteada por siempre vacía de contenido; esto, decía, es desentenderse de la realidad. Se puede ser astronauta que no sabe de política, solidaridad, derechos humanos, cultura, porque nunca leyó un libro (y cuando en sus manos tuvo la oportunidad de hacerlo), cuando la tecnología le tira el centro hecho disfraz sobre un área de cartón pintado. También se puede ser astronauta que de nada se enteró, porque simplemente iba a los besos con el Alien que le llega hasta la cabeza, y entonces se suceden incontables audios, caritas felices respondidas con más caritas, fotos y videos divertidos de burlados y animalitos juguetones. Y entonces, ¿qué pasa con el mundo fuera de la nave?
Este mundo globalizado empieza desde cada una de nuestras mañanas, y desde allí crece esa manía que identifica al poder que lleva nombre de concentración económica, ideológica, para mejor condenar a través de la exclusión a aquellos que, según salvaje aritmética, no pertenecen. Y es necesario señalar el éxito de los que concentran el poder real a nivel mundo para con los que nunca pertenecerán, esa otra vuelta de tuerca a la famosa imagen de la zanahoria a la que nunca llega el excluido que corre: es el sistema y sus secuaces, los hoy llamados medios de información, el que le ha hecho creer a millones de personas que la no pertenencia solo es un problema de papeles, de pasaporte, que en cualquier momento se arregla para ser y pertenecer a la vereda de los nuevos colonizadores. La discriminación siempre a la mano es una necesidad, porque yo sí, pero él no, otra buena manera de anular posibles solidaridades, un entrenamiento para nunca ver al otro.
Años atrás se era parte del mundo verdad si se estaba en tv, y hoy pesa más la imagen regalada: un carnaval de falsa moneda se retuerce en los terrenos de las redes sociales. En el ciberespacio se cuece mucha mentira, mucha máxima de quien nunca pensó, se vende, por ejemplo, alimento balanceado para pichones de nazis que no saben de su identidad aria devenida desde “novedosas” ideas de justicia.
Es necesario bajarse del Alien, dejar de ser astronauta que no tiene hermanos; cambiar soledad por solidaridad, ocuparse del pensamiento, la idea, la repregunta, la información veraz, que nos ayude a refundar la sociedad, a apuntalar un mundo que se cae a pedazos: volver a encontrarnos en el intento de ser humanos.

viernes, 30 de noviembre de 2018

Tiempo y regreso


La ruptura temporal sucedió de manera inesperada. La historia de mi vuelta a Buenos Aires comenzó en el México. Para después quedaron el Margot y el Cao. El México fue el primer café donde en forma decidida empecé a trabajar mi escritura, y varias aristas de mi identidad.
En 2001 publiqué México, un refugio en Buenos Aires. Habité por años una de sus mesas. Y de vuelta al México me llevó una voz amiga que también regresaba desde el pasado. Otra buena presencia en los días tristes del presente. Propuse el café sin pensar mucho en mi historia con el lugar. Fue un movimiento reflejo.
Mientras caminaba hacia el café llegó hasta mí, otra vez, el aroma del río del tiempo. Caminaba, allá, en mi ayer de gran ciudad, siempre por su cauce: encontrándome, y encontrando historias: los recuerdos que respiran en la memoria. La vida como regreso consciente a los momentos.
En la ciudad/río de Gualeguay tuve la suerte de conocer al pensador, poeta, y notable cultor del aforismo: el amigo Eise Osman. En una tarde de charla, en su casona de calle Belgrano -la casa donde viviera su último año el egregio poeta Carlos Mastronardi-, Eise me dijo que el hombre nace en el tiempo, y que muere en el espacio, o sea, atrapado en una habitación, una cama, una silla de ruedas. Esta verdad, de poética intensidad y contundencia, vino a acentuar mi tinta de dibujar los detalles de cada relato que lleve, en su hueco de vida, la semilla de la memoria. Por ello se me ocurre anotar que todo relato humano es también nacido en el tiempo, y que gracias a la salud de poéticas razones queda a salvo del espacio.
A poco de recobrado el susodicho aroma, pasaba frente a una vidriera. Avancé un par de metros, pero volví sobre mis pasos. En la tarde se alumbró un descubrimiento: una relojería, su nombre: Lita. En su interior, sobre estantes de vidrio, había: relojes viejos, algunos con cierta apariencia menos antigua; una figura del Quijote hecha en madera; botellas vacías de bebidas alcohólicas; una plancha a carbón; una planchita eléctrica, se me ocurre que para llevar en la valija; relojes con cadena; collares de ayer y de dudosa perlería; teléfonos obsoletos; adornos para muebles guardando en su buche un reloj; un yacaré, o bicho por el estilo, embalsamado; relojes antiguos fijos en las paredes; y dos hombres, peinando canas, sentados de espalda a la vidriera; ellos eran la compañía del relojero, un hombre que también guardaba años en sus manos de trabajar con el tiempo. Los hombres sentados, pensé, son habitués; en la relojería matan las horas como en un viejo café de barrio.
El local respira en la profundidad. Veo desde la altura; la vidriera da sobre la vereda de Avenida La Plata, a metros del arranque de Alberdi. La imagen dice de la quietud, el único que se mueve es el relojero. Hay mucho tiempo hecho polvo sobre todos los objetos. Ninguno de los relojes de la vidriera está en marcha, creo que lo mismo sucede en el resto del negocio. Sin los tres fantasmas, podría pensarse que en la relojería solo vive la memoria en silencio. El tiempo puede haberse hecho polvo, pero todo vive a mitad de camino entre el día presente y la memoria. El relojero, con típica lente de aumento ajustada a su cabeza, hurga dentro de un reloj ayudado por una luz que avanza desde la pared: a voluntad se acerca o aleja, ya que cuelga de un brazo hecho con metales planos: entijerado, plegable: el brazo del pasado juega la luz de este día.
Llegué hasta el México por la vereda contraria, quería verlo dentro de un plano general. Se ajustaban recuerdos que habían retornado a través de pequeñas señales: tiritas del ayer, tiritas de colores de la cortina que siempre adorna, acompaña, la puerta por donde se va y se viene de la memoria; el tiempo acentuaba los bocetos del mapa que ahora se desplegaba en las entrañas de la esquina de Avenida La Plata y México.
En la puerta del café me encontré con la voz que dentro llevaba las voces de tantos amigos. Entramos. Enseguida miré hacia mi mesa, la de ayer. Ocupada. Elegimos otra, contra la pared.
Se acercó el mozo, y su cara me pareció conocida, pero no estaba seguro de que perteneciera al México de allá lejos. Pregunté si siempre había estado en el México, o si había trabajado en otro lugar. Podía haberlo visto en otro paisaje. Dijo: Trabajo acá hace 21 años. Y entonces nació urgente otra pregunta: Y Alejandra, La Colorada, sigue trabajando. Respondió: Sí, entra a las 4. Alejandra era la muchacha que me atendió en cada una de mis tardes de escritura. Hola, ¿cómo le va?, saludaba; nunca logré que me tratara de vos. Ella no lo sabía, pero su presencia era fundamental para mi trabajo de escritura, como fundamental fue Osvaldo en el Margot o El Gallego en el Cao. Sentía que me cuidaban, ellos, los hacedores de la sintonía de un paisaje maravilloso desde donde este escriba contaba historias.
Hablé con la voz amiga que venía del pasado, nos pusimos al día: yo contaba tristezas, y ella, por suerte, alegrías matizadas con las sorpresas que siempre dispensa la muerte inesperada de amigos.
La cerveza se fue de a poco, pero antes La Colorada, que ya no es colorada porque lleva su pelo negro, llegó a su trabajo. Pasó cerca, saludó, no me reconoció. La lectura de escombros no es para cualquiera. En un momento, miró y supo, entendió que el pasado se había dibujado en el presente. Se acercó. Hablamos para encontrarnos en la memoria. Seguía tratándome de usted.
La voz amiga, y en ella tantas voces, partió hacia su colectivo. Era alegría. Fue abrazo.
Decidí quedarme un rato más en el México. Mi antigua mesa se había liberado. La ocupé. A mi mesa volvió el amigo Carlos Volpe. Volvieron recuerdos de habitués de aquellos días, de los libros que ahí escribí; volví a ver a Alejandra levantando los toldos: gira la vara de hierro en el viento de la avenida: igual que ayer.
El México cambió. En su estética está la intención de reflejar el paso del tiempo. Donde antes había plantas, hay una cantidad de objetos ya en desuso para nuestro veloz cotidiano. Y grande fue mi sorpresa ver que faltaba el cuadro de Aníbal Cedrón que estuvo colgado tantos años, y que en su lugar, la pared toda, presentaba una buena cantidad de fotos viejas de Buenos Aires. Vistas en detalle supe que eran del barrio de Boedo, y es más, que todas las fotos eran fruto del trabajo de Mario Bellocchio, mi amigo director de Desde Boedo. Fotos provenientes del Archivo General de la Nación, de vecinos, y sobre ellas toda la reconstrucción poético/digital de la que es capaz Mario. Hay aroma a tiempo en las paredes del México.

Saludé a Alejandra, que me había invitado con un café, y bajé de la nao -en que había mutado el México- a la vereda, desde donde seguí pensando en el tiempo. Caminé veredas por donde ayer había caminado, recuperé el aroma perdido, el tiempo me hizo señales en la relojería, el reencuentro con la voz de los amigos, entrar al México, saberme en la memoria de Alejandra, ver las fotos de Mario.
Pensé en la mesa donde yo había dado la espalda a la vidriera, donde la voz amiga no veía la calle, donde Alejandra también había dado la espalda al ventanal. Pensé en un testigo tras el vidrio. Nosotros como fantasmas que, con seguridad, seremos atrapados por el espacio. Pensé, apoyado en poética verdad, en la ventaja que lleva el relato. Siempre podremos ser relato.

viernes, 12 de octubre de 2018

Hacerse tango


Hubo una vez un paisaje soñado donde sinceramente creí poder encontrar toda la felicidad. Fue en la ciudad/río de Gualeguay. Atrevida es esta criatura humana que hasta cree poder transmutar en realidad una ficción tan descabellada como el amor. Y entonces los días hablaron de tristeza, de no encuentro. Casi seis años fuera de Buenos Aires. Hoy miro la ruta, la misma que me trajo de regreso a la gran ciudad, y pienso en mi hija Julia habitando aquel paisaje donde hoy papá es ausencia, mientras este hombre intenta remontar escombros y pelearle a la distancia.
Foto: Mario Bellocchio.
Volver. Vuelvo a “ser” en el barrio de Boedo, y en San Cristóbal. ¿Volveré a ser como el hombre que se fue?, ¿volveré a recuperar mis patrias internas, mis almas, en esta ciudad tan querida como odiada? Volver escribió Alfredo Lepera: Yo adivino el parpadeo / de las luces que a lo lejos, / van marcando mi retorno. / (…) / Y aunque no quise el regreso, / siempre se vuelve al primer amor. / (…) // Volver, / con la frente marchita, / las nieves del tiempo / platearon mi sien. / Sentir, que es un soplo la vida, / que veinte años no es nada, / que febril la mirada / errante en las sombras / te busca y te nombra. / Vivir, / con el alma aferrada / a un dulce recuerdo, / que lloro otra vez. // Tengo miedo del encuentro / con el pasado que vuelve / a enfrentarse con mi vida. / Tengo miedo de las noches / que, pobladas de recuerdos, / encadenan mi soñar. / Pero el viajero que huye, / tarde o temprano detiene su andar. / Y aunque el olvido que todo destruye, / haya matado mi vieja ilusión, / guarda escondida una esperanza humilde, / que es toda la fortuna de mi corazón. Y es cuando después de repasar esta letra, me digo: che, escriba, parece que te hiciste tango.
En La casita de los viejos Enrique Cadícamo anotó: Barrio tranquilo de mi ayer, / como un triste atardecer, / a tu esquina vuelvo viejo... / Vuelvo más viejo, / la vida me ha cambiado... / en mi cabeza un poco de plata / me ha dejado. / Yo fui viajero del dolor / (…) // Vuelvo vencido a la casita de mis viejos, / cada cosa es un recuerdo que se agita en mi memoria, / mis veinte abriles me llevaron lejos... / (…). Vuelvo a hacerme tango porque es en la casa de mis viejos donde hoy -luego de haber quemado todas las naves en la gran ciudad cuando la partida- vuelvo como primera estación en esta nueva historia. En el tango de Cadícamo es la madre la que está enferma, en cambio, en mi tango es Adela, mi vieja, y además Rolando, mi padre. Ellos precisan de mi ayuda, como mi hermano, y me digo que yo también necesito la ayuda de ellos, y este es otro tango a escribir desde mi tango.
La casa de mis viejos está en Martín Coronado, a un puñado de metros de las vías del ferrocarril Urquiza. Ya no está la canchita de fútbol del costado de la vía. Ya no está el terreno baldío ubicado enfrente de mi casa de infancia. Ya no está la casa abandonada ni los árboles de su entrada, y la calle de tierra es hoy cemento sin huella. Sólo en algunos rincones de la casa de mis padres todavía me veo haciendo tal o cual cosa. Me veo cuando me reencuentro con un plato de donde comió el pibe que fui. Me veo en los ambientes, digo, aún puedo encontrarme en el reflejo sobre el vidrio de una ventana, en el espejo del botiquín del baño, en el espejo circular que hay en la cocina. Desde ellos me ven pibe mis habitantes, mis almas de persona mayor parapetada tras los escombros.
La vejez no es más que aguantar las diversas sintonías de la indefensión, así anoto en estos días en que tanto veo y escucho a mis padres.
Vuelvo a Buenos Aires y estoy nervioso, además de triste, porque me falta el abrazo de mi hija. Desde mi regreso, desde que pasé a ser un exiliado del amor, solo me acerqué a la estación cabecera del Urquiza: Federico Lacroze, una zona neutral. Pero pienso: cómo será caminar otra vez por mi Boedo, mi San Cristóbal, sabiendo que ya no estoy de visita; caminar como regresado, como ángel que perdió el cielo de la mirada fresca de la infancia, y entonces, en intenso volver, podré sentarme en una mesa del Margot, en una mesa del Cao, sobre Matheu, ahora que nuevamente puede ser mía. En ambos cafés voy a quedar al borde de la lágrima y la memoria, porque Julia no está conmigo, porque a ambos cafés, con menos de un año, la llevé para decirle que ahí, en esta mesa y en aquella, papá fue feliz. Voy a quedar al borde de la lágrima también porque voy a convocar a mis muertos, fieles compañeros en los días de la memoria. Y luego de mirar por la ventana, el afuera, para mejor encontrarme en el adentro, sacaré lapicera roja tan de sangre para que garue palabras sobre la página en blanco. De esta manera sería encontrarme con una bella costumbre dormida en la no memoria de Gualeguay: escribir en mis cafés amados. Amada Buenos Aires cuando me refugio en alguno de mis cafés.
Y fue en el viaje en tren hasta Federico Lacroze donde fui testigo del tránsito de una parte de la larga caravana de los condenados. Personas que, de manera sucesiva, elevaban su voz para pedir ayuda a los pasajeros. Los motivos: problemas de salud, alguna discapacidad, o sencillamente pedían dinero para comer. No importa la razón que lleva a una persona a pedir moneda, dicho esto para aquellos que enseguida creen descubrir una mentira, el engaño. Ante todo es un hombre que pide, un hombre desesperado, indefenso ante el sistema inhumano hoy tan acentuado por los que dijeron ser poco menos que la reserva moral de este país. Hay tristeza en la calle, en la gente. La moneda no alcanza, y bien lo sé, ya que mi regreso a Buenos Aires es sin trabajo, y con apenas unos mangos en el bolsillo.
De mi biblioteca escorada en Gualeguay tomé, antes de la partida, Automoribundia I y II 1888-1948 (1948) de Ramón Gómez de la Serna. De su Prólogo señalo las primeras líneas: Titulo este libro “Automoribundia”, porque un libro de esta clase es más que nada la historia de cómo ha ido muriendo un hombre y más si se trata de un escritor al que se le va la vida más suicidamente al estar escribiendo sobre el mundo y sus aventuras. (…). Y este relato y reflexión: (…) Un día llevé a un niño de cuatro años al Bazar X y le ofrecí todo lo que se le antojase: el caballo mejor, la reluciente espada, el peto y el quepis de húsar, la pelota más grande, etc., etc., hasta que en cierto momento, colmados sus deseos y su paciencia, cuando yo le ofrecía más cosas, estalló en la más desconsolada de las llantinas y comenzó a gritar, consternando a todo el puerto fenicio de las vitrinas: “¡No quiero más! ¡No quiero más!”.
Por si aquel caso era un caso excepcional de un niño desinteresado y único volví a repetir la experiencia con otro niño de cuatro años, y el resultado fue el mismo, comprobando que el niño tiene límites en sus deseos, que no está poseído aún por la avaricia, que no lo quiere todo y no le fanatiza el desaforado deseo de los hombres de apoderarse de mucho más de lo que se necesita para jugar a vivir.
Arriba, en la supuesta cima, los desaforados, y abajo, en la sima, los sufrientes. Vuelvo hecho tango a mi Boedo, a mi San Cristóbal: universo Buenos Aires en estos días de fiebre amarilla, y tristeza, de afuera y de adentro. Anotó además Gómez de la Serna en el Prólogo: No perdurará nadie sino por la menor cantidad de farsa que ha habido en su vida. (…).

lunes, 17 de septiembre de 2018

Silvia en el cielo boedense


Ayer 29 de agosto fue el cumpleaños de la poeta de Boedo: Silvia Palferro. Quedó la fecha flotando en las redes que nos condenan, pero que a veces también nos avisan, y sirven como herramienta para la idea o para la memoria. Y a la memoria hace un puñado de días se le había sumado el dato que avisaba: la poeta (la “pueta”, como a ella le gustaba bromear) ya no está en este lado de su barrio, se pasó al Boedo otro: el encielado de amiguería y palabrería que flota, cuando el silencio, cerca de los techos de boliches como el Margot, o en las todavía resistentes casas de ayer con esos mismos techos altos de café; porque ahí una de las exigencias en el momento de levantar la memoria de un vero café: los techos altos para que ahí se guarde el alma o las almas del lugar, y para que en ella se guarde el recuerdo de poetas como Silvia Palferro.
Nos conocimos en el Margot, si no me equivoco, en una lectura que hacía el poeta Marcos Silber. Hablamos de poetas, de escritura. Ambos le dábamos a la tinta. Después se sucedieron los encuentros con amigos del café. Entre palabra que va y una historia que viene, supe de su historia de pareja trunca, y supe de la muerte de un hermano. Este hecho la había marcado a fuego, y era tema muy presente en su escritura. Creo, escribía tratando de recobrarlo, para eso recorría su muerte, y detalles de su vida. Silvia siempre me hablaba de él.
Sucedió una vez que nombré a uno de mis directores de cine preferido, el viejo Sam Peckinpah, autor de un puñado de películas que quedaron en mi memoria, y especialmente una: La pandilla salvaje (1971), con William Holden (Pike Bishop), Ernest Borgnine, y reparto al tono, para uno de los llamados westerns terminales del director; la otra película suya donde el Viejo Oeste terminaba fue: Pat Garrett y Billy The Kid (1973) con James Coburn y Kris Kristoferson. Silvia no lo podía creer, yo había visto muchas, pero muchas veces, La pandilla, sí, como su hermano, otro incondicional del viejo Sam. A partir de ese encuentro, la Palferro, sabía llamarme en persona o en los mails, primero, con el nombre de Pike Bishop. Sucedió luego que un día Silvia vio La cruz de hierro (1977) también del viejo Sam, con James Coburn personificando al sargento Steiner del ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial, y entonces, dada la misma catadura ética de Pike y Steiner, se dedicó a intercalar mis nombres. Dejé de ser Edgardo, y alegre con semejante distinción dada por una poeta, fui Pike, fui Steiner.
Guardo en mi computadora algunos poemas de Silvia, como este fechado en enero de 2006: Con la punta afilada / De azul la luna pareciera / Detener hasta el silencio / Del cuarto. Pero afuera / Ya es Agosto / Y a puerta abierta / Los ojos más claros / Sueltan como perlitas / Que reflejan / Su otra mitad en charcos / De lunas muertas. Largamente / A tientas un nuevo / Mirar se enciende / De este lado; o la sombra / Sobre el papel todavía está / Haciendo rodar aún tibia / Cada palabra, entre los rumorosos / De cenizas. Camino de regreso / A la casa familiar.
En Un puñado familiar anotó: Por aquel antiguo / blanco de la casa / la abuela "Ata" / sus hebras del té. / Hacia ese blanco telaraña / de carpeta y porcelanas / murmurantes los reunidos, / a la mesa se tejían, / los nietos, / mujer entre varones alrededor. / Del abuelo ojos más claros / que oscurecieron en el padre, / lunas muertas, / bajo otros claros parecidos / los míos. / Cerrar y abrirse / solo postigos / que repiten despedidas / desde esta sala / de estar sin tiempo. / Y así tanto jardín / adentro nos creció también / la casa donde la tía / se refugia / en aromada costumbre / de calentar / con nosotros anudados / a sus hebras de ausencia.
En Luz por lo alto: Mosaico de multicolores / casi rotos desperezan los gestos / sobre un horizontal de claraboya. / Como pequeñas voces asomándose / a un paisaje de ronda / revolotean sus formas traviesas / en luz por lo alto. / Paraíso de niños, era espacio / robado al cielo / con los ojos puestos en el azul / patio de ternuras.
En diciembre de 2005 escribió: Hacia fuera es Agosto / y la punta escribiente / de aquellas lunas se alza / otra vez hasta el cuarto. // Templado de miradas ahora / mi cuarto se abre / y los ojos más claros otean / su destino. De dragones / es el fuego hundiéndose / sobre el papel mientras la tinta / en rojo horizontal enrula / cada palabra a cuestas / como perlitas ellas / de un collar / que el tiempo oscureció / bajo lunas muertas. // Acaso estos escritos sean / desprendidos de quien / desanduvo largamente en sombras. / Ya ves, por algún repliegue / del atardecer regreso / a la casa / de la escritura / aún tibia de familia; / crepitando entre cenizas.
Desde que supe de su muerte, el Pike o Steiner que llevo en mí se rehízo desde sus cenizas, de a poco me acordé de cuando fui Pike/Steiner. Y de esa condición no se regresa. Con Silvia manteníamos un contacto relativo a través de las redes, no volví a verla desde que vivo en Gualeguay. Quizá, me digo, ella haya adivinado después de las charlas mi condición de Pike/Steiner, y entonces, quizá, no todo era un juego de nombres a partir de una querida coincidencia cinéfila.
Los personajes de Peckinpah van detrás de la aventura, por un lado son hombres fuera de la ley, y a la vez con códigos éticos de los que carecen los supuestamente buenos. Aun sabiendo que la causa que los convocó al lance está perdida, van y entregan el pellejo, porque en definitiva, no son más que perdedores, ellos: personas que saben que van a perder, en realidad nunca quisieron ganar, nunca esperaron nada, y aun así se la jugaron. Saben que serán víctimas del poder y de las pequeñas traiciones de los que siempre especulan alrededor de la moneda y las miserias humanas.
Pike Bishop hace su última jugada en el final de La pandilla, y su muerte violenta es retratada en una secuencia de antología del cine. En cambio, el sargento Steiner empuja al capitán Stransky al campo de batalla, le quiere enseñar el lugar donde crecen las cruces de hierro; Steiner sonríe, hace tiempo que ya no le importa su vida, sabe que es un perdedor más dentro del ejército clasista alemán.
Silvia Palferro tal vez veía algo más, que esa es una de las virtudes de esta gente rara de la palabrería. Mi Pike/Steiner siempre se jugó, supe de causas perdidas, y aun así puse el pecho.
¿Y mi última escena, Silvia? Pero mirá la pregunta que te hago. Ya estarías de carcajada, ensayando alguna explicación que tranquilice a este preguntón de hoy, mientras rápidamente entrarías en los pliegues de esa felicidad que te daba saber que el amigo escritor y compañero de charla en el café, veía, valoraba aquello que tanto disfrutó tu hermano.
Recuerdo las hojas de cuaderno con largos poemas dirigidos a él. Cuánto dolor, me digo, cuando la persona amada ya no está; cuánta desesperación, me digo, en quienes como nosotros somos personas que tienen en la tinta al único dios creador. Soy Pike, soy Steiner; lo sé desde hace un tiempo, pero no me importó.
Silvia Palferro en el cielo boedense de los diamantes callejeros, de barrio, de la gente común. Nunca pensé que se terminaba la película. Abrazo para vos y tu hermano, de Pike, Steiner, y de este escriba que lamenta tu partida, al tiempo que ya trabaja en la memoria.

Los desgarros de José Muchnik


El último encuentro con el poeta José Muchnik (Josecito de la ferretería) se dio en la esquina de San Ignacio y Boedo; estuvimos de charla en el Margot, donde intercambiamos libros, y en la vereda junto a la mesa de publicaciones de los sábados. Fue de esta manera que volví a ver a Josecito, que es -lo pienso desde los primeros encuentros, sucedidos hace ya una punta de años- tan de acá y tan de allá, tan de memoria andante este semejante caballero que, en su infancia, poetizara, tan cercano al kerosene, desde detrás del mostrador de la ferretería de su padre, obvio, ubicada en el barrio de Boedo.
Del intercambio libresco resultó que en mis manos quedó un ejemplar de Desgarros exilios duelos muros (2018), el último trabajo de su prolífico quehacer. Tan de acá y tan de allá nuestro Josecito, tan de Buenos Aires y tan de París, y luego de otras ciudades de Francia. Por eso Josecito siempre está de regreso a ambos lados del Atlántico. Hay poesía y amigos en cada costa, porque inevitable querer a este poeta por sus maneras humanas y su escritura: sus obras construidas en paralelo, en consonancia. Sé que debe importar la obra antes que la persona, porque se habla de un poeta, pero más me gusta la persona/poeta que trata de hacer “bien” en la tinta y en los días.
Cuando llegaron los dictadores del 76, Josecito debió salir del país a probar otra historia. Fue aprender a pensar en Francia, un lugar que no era su barrio, pero donde podría intentar la vida. Había evitado así un riesgo cierto de tortura, cárcel o desaparición. Como buen poeta que anda por el paisaje, anotó en Exilio: Hachazo separando / la yema del verbo / la palabra del labio / el ventanal del aire / (…) Hachazo separando / el patio del cielo / duendes del bosque / palabras del verbo / (…) Exilio de sí, del que fuimos, del hueco dejado al partir, de la tibieza que quedó habitando ese hueco. / (…).
Cuando leí me quedé en el aroma de la “tibieza” dejada atrás, digo, tibieza, nuestra tibieza en cada uno de los lugares donde fuimos alguna vez. La memoria salva. El olvido, ese salvaje roedor de la esperanza, pudo haberse quedado con ciertas tibiezas que se apagaron sin más, pero otras siguen ahí, habitando, siendo refugio en la remembranza.
Un poeta obtiene fuerza desde su mirada. En el encuentro nace la nueva oportunidad. Estar atento al paisaje -en este caso urbano-, allí es donde José Muchnik se encuentra anotando, diciendo, afirmando a través y con su presencia, que la vida es multiplicidad de miradas y descubrimientos. Por eso señala dos lugares muy especiales en Somos todos exiliados: (…) París Jardín de Luxemburgo, sentado al borde de la fuente, pasan niños en sus poneys, barquitos en el agua, hojas sobre los besos. Mis primeras tardes parisinas en este jardín, contemplar el mundo, secar heridas húmedas, estar, simplemente estar. Escuchar el otoño, descifrar el mensaje. No hay exilio en los jardines. Somos todos hijos del mismo sol, habitamos todos los mismos vientos, entre árboles que nos cuentan historias de sus raíces.
Paris bistrot, barrio latino callejuelas efervescentes, los pasos saben, remontan el boulevard Saint Germain hacia Odeón, doblan por la rue de Seine hasta la calle Jacques Callot, La Palette, mi primer bar, con sus mesas antiguas, baldosas gastadas, espejos patinados reflejando historias de ayer… y cuadros abriendo otras realidades. Me siento bien, como en un boliche de Boedo, este bar tiene alma. Muchas charlas fundando amistades, muchos tragos embebiendo penas, muchos besos incendiando instantes… son necesarios para parir el alma de un bar. Abro la libretita, escribo: no hay exilio en los bares, más allá de patrias y banderas, bares sin frontera, mínimos universos que no respetan leyes de gravedad. Las almas de los bares se hacen ramillete en la solapa de los poetas, disolver odios y egoísmos con aromas y palabras prodigiosas. Poco importan bebidas y lenguajes, lo esencial para brindar, el eco del semejante.
Las libretita se entusiasma, adopta La Palette y abre otra hoja: Se inclina la mesa / se inclinan las torres / se inclina la vida / pero las tazas / las cucharitas / y la poesía / seguirán haciendo milagros / para mantener el alma en equilibrio / o al menos para endulzar este café / mientras inclino palabras / o ante palabras me inclino. Comprendo entonces que todos los bares confluyen en el mismo río para aliviar la sequía de este mundo.
Ese fue el París de mi exilio, mi París de igualdad libertad fraternidad. Hoy umbral del tercer milenio, las peste negra vuelve a recorrer calles y mentes. Hora de muros no de puentes, de navajas no de cuencos. Hoy miles de seres deambulando, buscando un mendrugo de tierra para sembrar nuevas esperanzas. Miles de seres sucumbiendo, un bello mar azul apagando sus últimos alientos. ¡No debemos olvidar! Remontar los pasos de las madres de nuestras madres, explorar territorios olvidados. ¡Todos surgimos de exilios en erupción! ¡Somos todos exiliados!
José Muchnik
Salir del horror de la última dictadura militar para recalar en los horrores en estos tiempos presentes, cuál el peor. El poeta no ahorra palabras para señalar las distintas sintonías de los horrores, porque distintas son las maneras de matar: mata la bomba del imperio sediento de riqueza, mata el plan de hambre que piensa el neoliberalismo para los que menos tienen de un país (para corroborar esta afirmación alcanza con llegar hasta el almacén de la esquina). Muchnik señala a los asesinos, a las máquinas de matar, y lo hace sin olvidarse de la poesía, porque hay en su libro un trabajo arduo de escritura, de búsquedas y de encuentros felices. Todo nace, pienso, desde el impulso primero, y desde él crece el caos a retratar, y las fotos escritas se dan en total libertad de forma.
Josecito también habla de otras cuestiones en su libro, hay para elegir, por ejemplo: (…) Llegarán culpas // de besos no dados / preguntas no hechas / frases no aprendidas / magias esfumadas // Tarde comprendemos // que vida prohíbe ensayos / que muerte es verdad abrupta / verdad clara como biblia blanca // (…).
Pero siempre el poeta enfoca sobre el estado de las cosas en este mundo. En Más allá de noticieros y pantallas escribe: (…) El juego continúa, sensación salobre que deja la kermesse sobre ilusiones arrasadas. Horizontes se alejan, futuros se hunden, cetáceos y humanos encallamos. ¿Cómo fijar el rumbo? ¿Dónde encontrar constelaciones para orientarnos? ¿Perdieron el brillo? Me siento, contemplo mi ventana, el cerezo no es mar, pero ayuda. Estoy en una isla, en derredor mío flotan los excluidos a la deriva, pobres más pobres, ricos más ricos, trabajo chatarra en expansión, gentes descartables, úselas y tírelas, capitales financieros más y más voraces, terminarán por devorarse a sí mismos. Habrá mundo para todos o no habrá mundo para nadie, dice el cartelito sobre la vereda, el mendigo espera, algunos pasantes tiran monedas. (…).
Algunos ven aquellas tormentas montadas por los asesinos, usando bala o hambre; algunos ven a las víctimas al lado del camino. Y quien ve tiene la obligación de tratar que otros vean. Este es uno de los trabajos del poeta. El que ve tiene doble carga, responsabilidad, y debe hacerse cargo. Es el planteo de José Saramago en Ensayo sobre la ceguera. Y entonces, digo, anoto, José Muchnik es poeta que, tanto acá como allá, habita la misma esquina de la vida y la esperanza.

sábado, 12 de mayo de 2018

"La marca de Gualeguay 1" en la Feria del Libro 2018

Una caricia al espíritu, a mis almas, mis patrias internas. Por primera vez presenté un libro en la Feria, pero ante todo festejo una nueva reunión con amigos en la mesa: el periodista Mario Bellocchio, director del periódico "Desde Boedo", y la escritora, y Secretaria de Cultura de UPCN -el encuentro se dio en el stand que el gremio sostiene desde hace 15 años-: Leticia Manauta. Fui a presentar un libro, y ese fue el disparador para hablar con el público sobre la ciudad/río de Gualeguay. Un buen momento. Gracias a mi amiga Virginia Ameztoy por las fotografías. Gracias al poeta Ricardo Maldonado, director de Ediciones del Clé, sin su apoyo el libro no hubiera sido posible.

lunes, 19 de marzo de 2018

Mi participación en la muestra "Ventanas de Gualeguay" (17 de marzo). Fotos de Fabricio Castañeda y textos de diversos autores



La ventana de Perchivale

Un suspiro de último botón. Una última caricia de mano izquierda.
¿Último suspiro de un tango? ¿Último paisaje de un chamamé?
La alegría de amasar música, se dice Ernesto Perchivale.
Entre las almas de don Ernesto, un pensamiento hace punta en la tarde. Desde las sombras y los silencios del boliche, desde esta, su majestuosa soledad de hombre viejo que piensa, mira entonces a través de la ventana cerrada con abrazo de maderas, y alcanza a ver el curso de un tiempo que amanecerá, que será, cuando ya lleve casi una eternidad de muerto.
Siempre se trata de una eternidad limitada, tanto la vida como la muerte. De eso hablo, se chamuya don Ernesto. Estuvo bien si en algún momento, cuando jóvenes, con tanto derecho fuimos inmortales, eternos, invencibles; y habrá estado bien cuando de tanto estar muertos dejemos también esa eternidad de lamento y ausencia; porque al fin naceremos en el profundo abrazo del olvido.
Pero mientras seamos eterna memoria en la muerte, no faltará quien se arrime a esta ventana, ahora cerrada, y quizá mañana también, para decir que aquí adentro, una vez, supo imaginar un hombre al que le gustaba tocar el bandoneón.
Es posible que suceda, en una tarde, que un alucinado asegure haber escuchado un último suspiro de botón, una última caricia con la mano que llega directa al cuore. Habrá también quien se pregunte por el destino del instrumento. Habrá todavía muchas palabras cuando don Ernesto muerto sea.
El pensamiento amasado, como si de música se tratara, derivó por el canal abierto en la madera. Un aroma de ausencia casi al pie. A jugar en el tiempo -se dijo don Ernesto-, que hoy es buen día para entender de futuro.
Hasta este día, a través de la ausencia, el aroma: madera que falta y pasaje otoñado, llega una memoria de buen fantasma.
Sucedió en uno de esos momentos de amable remanso que a veces guarda la tarde. El final del silencio de la mano del primer grillo, el canto de una rana, y esa música que llega hasta el borde impreciso del misterio. Desde este misterio se escapó un último suspiro en la ciudad/río de Gualeguay.