Allá lejos,
cuando la adolescencia, tuve el impulso de comprar una caña de pescar. Una
decisión acompañada por las historias de mi viejo: de muchacho iba a pescar con
sus amigos de Boedo a la Costanera. Tuve
mi experiencia sobre el borde de cemento, de cara al Río de La Plata; fui de pesca y
campamento de fin de semana sobre el Paraná de las Palmas. Pude tensar la línea
disparada hacia el cielo y ver luego el freno del plomo en el aire. Una manera
de detenerme a pensar: ay, el presente y su mejor cara, lo efímero. Luego caí
hacia las aguas, al misterio, a la maravilla dolorosa de ser consciente de la
caída, porque caída habrá, y misterio, siempre. La vida bien puede ser
transitada en el misterio, desde el misterio. Se ve que lo aprendí mientras la
caña de fibra de vidrio se combaba, y se acercaba a la tierra para apuntar
presta al cielo, el otro misterio. La vida toda es misterio, me dije, me digo.
Recordé que mi viejo dejó la pesca en la memoria y siguió con esa manera de
tensar que nunca dejó: vivió tensando su paleta de de pintor de gamas bajas: su
manera de zambullirse en el óleo. Dejé la pesca, esa otra manera de tensar, y
comencé a tensar mi tanza de vida alrededor de la lectura y la escritura. Como
el abuelo Julio, que fue poeta, y que casi con seguridad, supo de tensar la
cuerda, su pesca, y también la dejó por su poesía. Mi viejo lo imaginó, eso
pienso, como yo lo imaginé tantas veces arrancando en Boedo para luego bocetar un
paisaje sobre la tela, una acción de recordación inventiva: tensó su pintura en
el paisaje que recordó y el que imaginó, y así pescó la vida.
domingo, 21 de septiembre de 2014
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