Va tantas veces
el cántaro a la fuente que sí: efectivamente puede romperse. De manera mutua se
empiezan a ver a la distancia, después comienzan a dejar la vida para mañana.
Sucede una vez, la primera: ella mira a la derecha mientras él hace lo propio
con la ventana de la izquierda. En el centro nada, o casi nada: un par de
juegos y palabras hipócritas, la pequeña mentirita, que como decía la canción,
a veces, salva, y es cierto, pero sucede de vez en cuando: y casi nunca dentro
de una pareja. Maquillaje amoroso mientras los días se van, mientras la piel se
calma prometiéndose que mañana va a ser distinto. Porque puede esta historia de
final estar limpia de maldades afines, de traiciones. Simplemente fue la
tormenta de la que ninguno de los dos se supo resguardar. Después, siempre,
llega el silencio. Llega el día en que sobre la puerta de la ausencia se abre el
lamento. Aquí nadie se ha muerto, no hay mal que por bien no venga: los lugares
comunes que respiran afuera. Luego de la tormenta queda el lamento de los quebrados
por la historia. Mañana puede que los quebrados pinten otro paisaje, pero de
momento viven en la herida: él y el llanto en la calle, en la mesa de café, en
el banco de plaza: no sabe qué hacer, a qué amigo llamar. Ella está de llanto
en el aire fresco que nace al pie del ascensor, en el descanso de las
escaleras. Llora desde el séptimo piso. De vez en cuando el ascensor se mueve y
enturbia el llanto. El ascensor no se detiene: nadie abre la puerta a espaldas
de la mujer. Nadie sube por las escaleras. Él no vuelve, llora en la plaza, en
domingo, en soledad.
domingo, 2 de noviembre de 2014
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