Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

miércoles, 9 de febrero de 2022

Ida y vuelta en ascensor


 

Subo al ascensor de esta escritura. Vuelve la fantasmagoría. Aquí el rescate. Aquí el regreso. Aparecidas. Una flor. Otra. A la vista un ramito hecho de memoria y tinta. Tallos cortitos. Una flor en cada historia. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.

Apareció en el origen el recuerdo de una lectura. Una magia fue transitar Automoribundia, la autobiografía de Ramón Gómez de la Serna. El egregio escritor, habitué del café Pombo de Madrid, vivió muchos años en Buenos Aires. También en esta ciudad se recibió de difunto. De buen fantasma. Anota Ramón. Viajero en ascensor. Regresa a casa. Su departamento en el edificio de Hipólito Yrigoyen 1974.

(…) El ascensor de mi casa, sobre todo en las horas nocturnas y silenciosas, cuando ya duermen en todos los pisos, parece que canturrea una canción, con una voz entrecortada y humana, como de alguien que no quiso irse definitivamente al otro mundo.

Me sobrecoge ese tatarareo modoso, suave, apenas perceptible, como delgada queja cuando sube más que cuando baja.

En la insistencia de esa comprobación y sabiendo los muertos que ha habido en la casa durante los años que vivo en ella, he pensado en cierta profesora de piano que murió no hace mucho.

¿Habrá conseguido por apego a la casa en que daba sus lecciones y en que fué feliz, un puesto marginal en el ascensor en que tantas veces viajó viva?

Siempre que oigo la voz solfeada y sumurmujeante inicio en mí una teoría del más allá en relación con los ascensores.

He llegado a pensar que los muertos quizá mueven los ascensores y ayudan a que tengan estabilidad y no les interrumpa con más constancia el accidente.

Hay algo de milagroso en los ascensores que indudablemente se debe a algo así de extraordinario, pues a los ángeles no se les puede concebir ni honorariamente como ascensoristas invisibles.

Por ese camino de miedos y supuestos imaginarios debidos a la voz musitante y cantarina que le acompaña cuando vuelvo en la madrugada, he pensado que cuando un ascensor se descompone es que se ha cansado el muerto que lo mueve (…).

Una sola vez saludé, estreché la mano del poeta David Álvarez Morgade. Una sola. Sucede aquella noche una vez más. Su amigo, el poeta Hugo Ditaranto, es el organizador. Estamos al pie de la escalera, en la profundidad de la bodega del café Tortoni. Ditaranto pide un billete a cada uno de los amigos que llegan para escuchar a Álvarez Morgade. Moneda para David que vive a los saltos, un sobreviviente al margen de las verdades (siempre mentidas) del mundo. Aparece el David poeta. Está nervioso. Y feliz. Llega su mano de escritor hasta mi mano. Fuera del Tortoni la noche toda tiene destino de Avenida de Mayo. David es presentado por su amigo Ditaranto. Lectura de David. Poeta notable. En esta fantasmagoría aparecen dos fragmentos de su poesía. Como silencio que avisa el final del día. Bienvenida la luz, es tiempo de lectura para amigos y cercanos: Caminar, caminar es lo que quiero / Nací poeta y andariego / Como otros nacen rubios, románticos o ciegos / Caminar, caminar es lo que quiero. / Dónde encontrar una moneda / para saber qué gusto tiene la alegría. David lee en la bodega. Mira fijamente el silencio / (Verás crecer un árbol), / Mira fijo un árbol / (Verás crecer el silencio), / Mira el fondo de mis ojos, / Allá, infinito, un barco / (Siempre un barco). Siempre. Noche adentro de la memoria del aire, sus poemas.



Aquella noche que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo, Ditaranto, mi amigo y maestro, me presentó a Mario Benedetti, el escritor uruguayo. Otro de los presentes. Estreché su mano. Pero ya había tenido la mano de un poeta en mi mano. Y con David hubo un contacto, una magia que, hoy me digo, me permitió presenciar, años después, la apertura de su testamento.

Fui quien avisó a Ditaranto de la muerte de David. La noticia la trajo Mario Bellocchio a una reunión de alpedismo boedense en la trastienda de Margot. Avisé de la mala por la mañana. Media hora después, llamado de Ditaranto. Había hablado a Lidia, amiga y vecina de David. El Tano me pedía que lo acompañara. Salimos hacia Lomas de Zamora. Vuelvo, rescato, regreso mi puñado de almas a aquella mañana a fines de agosto de 2002.

Estamos en viaje. Ditaranto dice: David fue un tipo golpeado por la vida. Lo dice luego de detallar una serie de desgracias ocurridas a David. Mientras llevaba a su padre al cementerio, agonizaba su madre. La muerte de dos hermanos. Cuenta Ditaranto que son amigos desde antes de los 20. David acaba de morir con 80 años. David fue hombre poeta de enamorarse (respetuosamente) de todas las mujeres de los amigos. A cada una dedicó un poema. Cuenta Ditaranto en este momento que David escribió mucha poesía, pero poco es lo que guarda él mismo en su casita, y lo que se guarda en la casa de los amigos. Perdía papeles, los rompía: Era así, como un nene, perdía, rompía cosas, se enojaba, después te pedía perdón. Y sumale todo a que nunca tuvo un lugar, siempre vivió de prestado, de la ayuda de los amigos que bien lo querían, porque David te daba mucha ternura, yo siempre le decía, si hay un paraíso, vos vas al paraíso y yo al infierno, un buen tipo, ya vas a ver cómo vivía, acá está desde hace unos treinta años.

Llegamos a la casa de Lidia. Ella pudo salvar los papeles de David antes de que un vecino ocupara el terreno. Hay dos bolsas sobre la mesa del comedor. Una plástica. Otra de papel. Sucias de barro seco. Regreso a la imagen de esas bolsas. Contienen la palabra de un poeta.

Lidia cuenta que David llegó de noche. Pidió unos mates. Tres días sin comer. Ella preparó comida. David se llevó la cena al rancho. Al día siguiente, martes 13 de agosto, Lidia supo, sintió, que David había muerto. Entró a la casilla. Encontró a Lucero, el perro, echado sobre el pecho de David. Lucero pasaba su lengua por la cara del poeta. Dice Lidia: Lucero me miraba, le pasaba la lengua por la cara, y con los ojos me preguntaba qué hago.

Los tres caminamos hasta el terreno. El rancho había sido desarmado. Maderas y chapas eran parte de otra casilla en otro lugar, a salvo de las zonas inundadas por la última lluvia. Sobre las marcas de la ubicación anterior, Lucero dormía al sol. Aún espera.

Estamos en pleno viaje de regreso. Ditaranto lleva las bolsas con los papeles del poeta. Pero ahora me habla de la casilla. Recuerda que en una noche de tormenta el viento volteó dos paredes. Ante la pregunta: qué hiciste David, el poeta contestó: Me corrí al ángulo. Es en este preciso momento que el poeta Hugo Ditaranto agrega que, una vez, David, estaba haciendo changas de pintura, una de sus maneras de ganar unos pesos, en un edificio grande de Avenida de Mayo. Quiso el destino que trabajara ahí en el preciso momento en que cambiaban la caja de uno de los grandes ascensores. El poeta logró que se la dieran, y pudo llevarla hasta el terreno de Lomas de Zamora. David, alguna vez, y por años, vivió dentro del ascensor.

Apareció la punta del piolín de una fantasmagoría escrita, contada por el grande Ramón Gómez de la Serna. Los sucedidos en el ascensor de Hipólito Yrigoyen 1974. Y luego los aparecidos en esta fantasmagoría. Aparecidos personajes de había una vez en una noche de lectura en el Tortoni, y después otro viaje, iniciático, era la primera vez que este escriba estaba frente a la humana eternidad de un poeta. Un viaje a Lomas de Zamora, ¿en ascensor?, y entonces, ¿por qué, no? Porque viaje al fin desde la vida hasta la muerte, así cada vez, con sus historias chiquitas, queridas, y de tan queridas, soñadas. Y luego también el viaje de vuelta, de regreso, esos viajes que rescatan aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.

En este viaje de escritura donde se da la mano tanto buen fantasma, llevo el pulso de la tinta mientras habito el ascensor que me lleva con la felicidad de haber sido testigo, el último.

Hace veinte años que imagino, para mejor ver, el ascensor de David en medio del terreno de provincia. Cuándo es que subía, cuándo bajaba. David acercando voluntades en las orillas, siendo río de encuentro, un poema. David siendo el muerto que cuida, aún después de la limitada eternidad, el ida y vuelta del ascensor que fue, que sigue siendo, sorpresa para el caminante no avisado de la memoria.