La vida es una suma de tiempo que deja rastro visible
en los cacharros de la cocina. Vuelta y vuelta se cocinan los días. Condimento
a gusto de esperanza, sueños, miedos, muertes silenciosas. Cacharros en tensión:
en ello pienso cuando miro la vida del que cuenta historias: cuántas más
saldrán del caldero, cuántas más entrarán en el silencio tiznado de la
historia. Cuánto dura la cocina de la escritura, cuánto tarda en cocinarse un
personaje creíble en una cocina económica que respira con la leña justa. Un
hombre de tinta que muchas veces tarda en tener nombre y que nace en los
recreos del que tiene que ganar la moneda para su sustento. La idea es sorprender
al arte con la mejor caricia. De caradura este escritor mete mano, toca,
ofende, raspa, la pollerita de los días y noches sin fisuras: revuelve, sin
paz, con el pensamiento, en el papel, con la tinta, con teclas, repitiéndose
ideas sobre los cacharros fundacionales de su cocina. Una batería chamuscada le
resguarda la inventiva, las dudas: a qué inventar, si la mejor literatura esta
en la calle, en las brasas, la leña, en el fuego inesperado de mi propia cocina.
El escritor sabe de la última cena. Sabe que llegará sin aviso, lenta o rápido
serán detalles que solo importarán a los demás, los que todavía tengan lugar en
la mesa, los que sigan manchando cacharros de cocina. Con el barco escorado
habrá que encarar la última página en blanco, mancharla, dejar constancia del
límite de la sombra en la pared más cercana. Habrá que utilizar una braza apagada
mientras bajo la económica quedan tres tirantes y el corte de una rama.
domingo, 9 de marzo de 2014
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