Mamá Evangelina colgaba la ropa recién lavada en
el balcón. Vos estabas en el medio de la cama grande, acostada sobre una de
nuestras almohadas. Afuera el frío. La persiana se guardaba en su nido, las
cortinas se apretaban a los lados, la ventana era todo cielo de San Cristóbal.
La seguidilla de plantas sobre el alféizar hacía de cordillera flaca; imagino
que las macetas quedaban fuera de tu mirada. Estabas tranquila hasta que se
asomó una nube de llanto, en tu cara se dibujó una clara expresión de pucherito
a la carta. Arriba, gordita, con papá. Quedamos bien cerca de la ventana.
Primero intenté que encontraras a mamá Evangelina, pero el llanto te traía a
los saltos. Mamá desistió con su teatro de morisquetas. Empecé a decirte todo
aquello que se me ocurría, que es como el estribillo de la canción que me va a
llevar toda la vida, te hablé en voz baja, casi al oído: pibita de San
Cristóbal y Boedo, bonita nena cuanto te quiero, Julia, la nena momosha: que es mezcla de mimosa y hermosa.
Sumé besos cortos. Sentí que tu cuerpo se iba acomodando dentro de mi abrazo, encontré
tu respiración buscando la calma. Mirabas a la ventana azul, porque de azul se
construía el paisaje, puro cielo de San Cristóbal, puro cielo de barrio, el
tuyo, el nuestro: así era cuando te quedaste dormida.
martes, 10 de julio de 2012
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