Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Anotación vírica VIII

Francisco Lazo Toledo

 

Octava selección de Mientras tanto:

 

3 de julio. El frío hace aún más lento el mientras tanto del aislamiento. Hace días que no registraba el impulso de la escritura.

Vivo en el dormitorio. En la torre del refugio. Bajo a la cocina comedor solo cuando es hora de terminar con la visita del hambre. Ando de campera bajo el cielo del refugio, se vienen momentos de fresquete cuando el almuerzo y la cena. La radio me acompaña. También la memoria. No sé cuántos, pero hace días que no se ve el sol. Y muchos más días cuento sabiendo que no salí a dar mi caminata.

Ayer, cerca del mediodía, fui a comprar comida. Paisaje húmedo y frío. Frío bajo la autopista. Caminé unas cuadras. Fui y volví por Mármol. En la esquina con San Juan no había colchón sobre la vereda, contra la pared. Tampoco utensilios para la sobrevivencia en la calle. No estaba el hombre que vi habitar esa cercanía de cielo abierto. Cuánto dice una ausencia. Cara o cruz.

Caminé frío, lento. De ida y vuelta, triste y en silencio.

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Apareció el sol sobre Avenida La Plata. Me rozó varias veces. Entonces decidí caminar, recuperar mi paso sobre el barrio. Sucedió casi sin darme cuenta. Caminé, pasaron las calles o se volaron, evaporadas en compañía del sol. Tuve consciencia del paisaje cuando por Inclán casi llegaba a Boedo.

Sucedió en el último tramo de vereda. Se dio un corrimiento espacio temporal. El paisaje de hoy me llevó hasta uno de ayer. En el paisaje -no podía ser de otra manera- pedía contarse una historia.

Sobre la vereda de Inclán había por lo menos cuatro botellas grandes de gaseosa, llenas con agua, y atadas a un par de canteros.

Recordé al Turco, un personaje que conocí cuando ambos éramos un tanto más jóvenes. Fue en Boedo, en el 99. Sucedió en el barrio, en días en que casi toda Buenos Aires había sido invadida por las susodichas botellas atadas a canteros, marcos de puertas y portones, y rejas. El Turco lucía un tanto alterado. Le parecía una barbaridad fomentar la imposibilidad –a través de estas presencias demoníacas- de que el perro dispusiera en libertad de lugares donde hacer su necesidad. Porque indicó el Turco que los conjurados negaban el derecho canino al “libregarco”, nombrada la acción así de manera explícita. Este superhéroe o justiciero de barrio se había comprado una pistola Robin Hood de aire comprimido y balines copita. Salió una primera vez. Eligió noche de lluvia para poder mandarse con un piloto grande que ocultaría la pistola. El Turco contó los tres primeros disparos. Confesó su fracaso. Los balines rebotaban contra el plástico. Hizo pruebas en su departamento. La pistola no servía para destruir botellas. Fue cuando le sugerí que por qué no encaraba el desafío con un simple cuchillo de cocina, y procedía a degüello, que de esta práctica bien sabía la historia de esta tierra. Y que si tenía dudas revisara el gobierno de Bartolomé Mitre. Nunca más volví a ver al Turco. Todavía no me explico sus ganas de hablar, de contarle a un desconocido. Con el tiempo las botellas desaparecieron del barrio y de la ciudad toda.

Vuelto al presente y sobre la disposición defensiva vista sobre Inclán, al menos cuatro en el fondo, aparecen preguntas: ¿renacimiento de una práctica del ayer?, ¿o vestigio, ruina u homenaje a un mundo perdido?

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Todo se transforma en aislamiento. Todo se hace foto, cuadro de historieta. Cierta locura y desesperación en los días primeros. La lejanía con el pensamiento y la escritura. No poder concentrarme. El paso de los días en total silencio. Tres cuadras hasta el mercadito chino. La radio encendida todo el tiempo. Y otra vez, y siempre, el silencio, adentro y afuera, y ella, la soledad. Más de cien días en el refugio. La distancia que me separa de mi hija. La vida de alguna manera registrada en estas páginas. Una memoria. Recuperada la escritura, la lectura. Escuchar la voz de las personas amadas. La salida a caminar por el barrio. El puñado de amigos. Las ganas de contar mi lugar bajo la pandemia. Descubrir de manera mágica la presencia cercana del sol. Saber del sol que me invitó a retomar veredas olvidadas, a querer caminar. Permitido el alto sueño en un pliegue de la siesta. Vuelve la ronda de mis fantasmas amados. Vuelve la memoria que creí perdida, desangrada, colgada en un cerco de alambre de púas. La vida sigue, las historias nacen. No estoy solo. A mi lado, el otro.

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Un paño rojo sobre una rama a media altura del árbol. Enganchado de forma descuidada, como cuando se cuelga, con apuro, ropa en una soga.

Ausencia en el altar del Gauchito Gil. Ni la estampita. Ni el vaso con vino.

Ausencia de San Expedito en el otro altar.

En el piso de tierra que rodea la base del árbol, a los pies de la primera ausencia: una vasija de barro con un poco de agua, y la base de un bidón plástico degollado a unos diez centímetros de altura: guarda una buena cantidad de corchos de botellas de vino.

Nada más en el ceremonial descubierto en mis caminatas.

Aislamiento en el barrio.

Razones ocultas sobre la calle Las Casas.

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Avenida La Plata 1961. Desde la vereda de enfrente miro las ruinas del cine Antártida. Una imagen de ayer, remembranza: el cine Víctor de Villa Bosch, el más cercano a mi Martín Coronado de infancia.

Un alto en la caminata por el barrio. Tarde nublada. Silencio en las calles. Pude escuchar nuevamente el rastro sonoro de mis pasos. Parecía película con secuencia en el cementerio. El hombre camina sobre un sendero de grava.

Desde la esquina detengo la vista en la fachada destruida. El frente pintado en paños blancos y celestes fue bien lavado por la lluvia. Una crónica del paso de los días. Los típicos ventanales de cine que nacen a partir del techo o alero sobre la vereda. Los vidrios rotos. Por los huecos vuela la vida de las palomas hacia sus nidos. El esqueleto de chapa del cartel que alguna vez llevó el nombre Antártida, sigue suspenso sobre el techo.

Reparo en dos grandes maceteros. Cuadrados, hechos con ladrillos, todavía pintados de blanco. Uno a cada lado del esqueleto que sostuvo su palabra, muy cerca o sobre la base de la marquesina. Dentro de cada macetero: la presencia de una palmera de buen tamaño. Presencias naturales escapadas quizá de la película que a diario se proyecta en la encrucijada de Castro y Rondeau. Las palmeras son un detalle lógico en la altura de la proyección de este presente. Películas de sobrevivientes que atraviesan el desierto de la calle, del aislamiento, de la pandemia, de la incertidumbre. En el barrio hay palmeras queriendo hacer cielo sobre la avenida.

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Escribí imágenes, historias, en los días de ayer, y fue posible porque nació el encuentro justo. Esa necesidad de jugar a la magia. Aquello ocurrió: felices los momentos del abrazo con la escritura del día.

Solo es posible la contemplación sobre las maneras de ayer. Y puede no estar lejos ese ayer. Casi de cotidiano la calesita que nace eternidades lleva vueltas completas de memorias.

Es hombre distinto el que anota las fotos del aislamiento que aquel que anotó, por ejemplo, la aparición del carancho. Es más, es un hombre distinto el que anotó las primeras miradas en el paisaje de la pandemia, tan distinto al que hoy anota las últimas.

Hombre que espera habitar el afuera por venir, y nacer otro. En esas veredas la escritura del nuevo tiempo, en el que soy el mismo y otro cada vez que sucede historia y recreo, el aire en blanco que entiendo como la vida en el mientras tanto.

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No había una hoja de árbol sobre la vereda de Inclán, entre Colombres y Boedo. Y allí estaba la vieja, la anciana encorvada que anoté hace unos días. No había pala azul sin mango. Escobillón ralo, sí. Logró destrabar una hoja en un cantero, y la guardó en el bolsillo de su abrigo marrón. Iba vestida como la vez anterior. El mismo afán en su quehacer. Caminé a su lado. Luego de unos metros, detuve los pasos y giré para mirarla. De repente me pregunté: será de verdad. Ahí estaba, cerca de la esquina con Colombres. Nueva pregunta: en qué casa de la cuadra vivirá. En ninguna adiviné la respuesta. ¿Será de verdad la que aparece en las tardes? Volví a mirar, pero ya no estaba en la vereda libre de hojas.

Cielo nublado. Pocas personas en la calle. El arte del silencio invita a agregar fotos en esta memoria.

viernes, 27 de noviembre de 2020

10

 

Llorar como cuando murió mi viejo

comprender que la felicidad se va aguando

que fui joven cuando los goles

y con canas cuando con tres dedos astilló al poderoso

potrero de pelotazo inatajable

entender que todos nos quedamos más solos

llorar desde el mediodía de ayer

cuando comenzó el eterno día de esta lágrima

memoria del aroma que lo vio nacer

imperfecto en libertad

hacer de la vida un intento apasionado

alegría que se cultivó en el aire

como música de sueños

desde abajo

es la manera de contar las historias.


sábado, 14 de noviembre de 2020

Anotación vírica VII

Francisco Lazo Toledo

 

Séptima selección de Mientras tanto:

 

No hubo lluvia en el paisaje de la noche triste. Solo hubo rendija ancha de avenida para que sople el viento frío. En la mañana alumbró el sol, una vez más, sobre la vereda contraria a la escuela. El hombre nace en el tiempo, me dijo un día mi amigo, el pensador Eise Osman, y muere en el espacio. La sociedad del olvido: un espacio tan grande como salvaje. La ciudad de las pandemias despierta cada día.

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El motor de un auto convoca a ronda cercana a tres muchachos. Mecánicos y el dueño de una nave que brilla de punta en blanco. Solo uno de los muy cercanos -que los motores tienen esa manía de atraer para mejor ver- lleva barbijo arriado al cuello. Pude ver, en la caminata de esta tarde, esta escena de cercanos en cada taller descubierto.

Cercanía del bajo autopista, calle paralela a Avenida La Plata. Dos nenes jugando en la vereda, meta patín, sin barbijo, día martes no entra en fin de semana recreativo.

En cada bajo autopista aparecen las señales del día que señalan desde la noche anterior hasta la noche por venir. Disimulados en rincones: colchones, trapos, mantas, alguna silla. La sobrevivencia de los que viven en la calle.

Cuando arranqué la caminata pasé junto al refugio vacío del hombre que, hace días, duerme sobre la vereda de la escuela, en Avenida Garay.

En las calles del aislamiento, en esta ciudad triste, se ve el límite claro: los ciudadanos condenados. En la misma ciudad aquellos que por cansancio arriesgan movimientos sin lógica, como arriesgo mis pasos vivos en la caminata que salva -un día más- el ánimo.

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Ayer fui hijo que extraña al padre en el día del padre. Ayer fui padre que extraña a la hija en el día del padre. Fue emotivo que el saludo de Julia superara los doscientos kilómetros entre ciudades. Su voz aislando este aislamiento. Hablamos. Fui feliz al escucharla, se lo dije. Recordé al abuelo Rolando. Le dije que extrañaba a mi papá. Que tanto te extraño, hija querida. El día no fue fácil para este hijo y padre que ahora anota en el Mientras tanto. Tironeado por buenos recuerdos y por extrañezas, soledades, tan de alto oleaje marino, a veces, la memoria. Lejanos los árboles, el sol, esta tierra de barrio con historia. Alumbré nombres en el aire del refugio para escucharme decir. Hubo además el llanto. Existió este 21 de junio.

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Mañana gris. Sensación de calesita. Por acá ya pasé. A poco de bajar desde el dormitorio. Pasé, bajé. Hace un rato. Ayer. Y antes de ayer. Más de noventa días, los ayeres en mi segundo aislamiento. Un algo desesperación me golpeó el pecho. Un golpe desde adentro. Sucedió cuando vi la olla vacía sobre la mesada de la cocina. Así se repite el mundo, pensé. Otra vez acá. Otra vez en el día siguiente.

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Hoy es día triste de junio, de derrota. Sucede que comprendí, una vez, otra vez, y una vez más, que perro que ladra no muerde. Comprendí que hay que ser rápido y certero en el tarascón y mordida. Así quiero ver nacer la otra historia. Muerdo porque me defiendo. Pero el perro sigue ladrando, demasía de pedir permiso, permiso, y descuida el campito grande, la tierra con dueño. Ladraderas maneras construyen derrotas, pienso hoy, en día triste.

La olla vacía y el mundo, el paisaje en su lugar. Mientras tanto sucede, repetido, el día.

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Una Buenos Aires del pasado. Lejana y vital. Una memoria. Con fuerza. Me veo, siento que sigo parado en aquella historia. Aire de presente continuo. Sigo en eterno mientras tanto. 1987. Mis pasos en la aldea natal. Esquina de Callao y Corrientes. Escuché el comienzo de una canción: Ciudad de pobres corazones de Fito Páez. No recuerdo el nombre de la disquería, ubicada sobre Corrientes, a media cuadra de la encrucijada lunar. Bafles en la puerta a buen volumen. Atendía Juan, el recuerdo de un buen tipo. Trabajé varios años, luego del servicio militar, en un local de venta de loterías provinciales, en el hall de la estación Callao. Entre compras mutuas conocí a Juan. Escuché En esta puta ciudad... y quise saber a quién pertenecía la canción. Me llevé el long play bajo el brazo. No lo dudé. Desde mi querida Buenos Aires ya tenía noticia de su condición traicionera. Buenos Aires, la amada, la odiada, toda una historia de amor. Real. Salvaje. Desde Callao y Corrientes sentí el impulso de andar, de escribir mi propia Buenos Aires, la ciudad de donde nunca me tendría que haber ido. La ciudad a la que regresé. La ciudad donde hoy vivo el aislamiento. En Buenos Aires mi fundación, mi amor y mi desamor. Mis soledades y mis miedos. El poeta me invitó aquella vez a ser en la ciudad, una identidad devenida desde la poética urbanía.

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Quien fugó dólares, lo seguirá haciendo. ¿Cómo es que mi presidente saluda el “compromiso” del fugador? Un compromiso con el país, la patria. ¿La patria de quién?, me pregunté la vez que me tocó ser soldado y defender a la patria: repito ¿la patria de quién? La de Ellos no es la mía. El latifundista solo piensa en su compromiso con el latifundio.

Tiembla el cuore, duele la historia que hace pocos días me contó el egregio José Saramago en su Levantando del suelo. El poder económico en Portugal, en la región del Alentejo, los modos salvajes de los dueños del latifundio. Pobreza, hambre, muerte. El hombre sojuzgado por el hombre. La violencia del sistema, cada día, sobre la mesa del pobre.

No se debe felicitar al latifundista -cualquiera sea su nombre- si se está a favor de la vida y la justicia.

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Ayer escuché a mi presidente extender y reforzar las medidas del aislamiento. Es necesario. El paisaje está claro. Entiendo el paso atrás. Al mismo tiempo, y por primera vez, sentí miedo. La incertidumbre, su esencia, su sima, se acomodó memoria adentro. Pensé en mis amores, mis personas queridas. Sentí miedo frente a las horas futuras de la distancia. La radio sobre la cama. Sentado. Solo. Cien días en la vida. Voy, vamos por más. La mirada sobre el piso del refugio. Pensé. No tengo miedo a la ruleta rusa cargada de virus. Pensé. Sentí. Tengo miedo a la continuidad de los encierros. Que el diálogo sea entre mi puñado de almas, como hasta ahora. Ojalá.

La incertidumbre susurra una pregunta chiquita, un algo astilla que crece en el cansancio: ¿podré?, y otra: ¿dónde está escrito el destino de los extras? Me guardo en las fotos, blanco, negro y la memoria del sol. Me sigo guardando en este Mientras tanto.

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La manita de la empleada del banco, una muchachita que se ofreció –desliz impensado- a corroborar una aplicación, tocó apenas mi aparato celular. Nada ofrecía la tecnología en mi poder. Entonces me estiré y recuperé el tumor que le había pasado a la empleada. Mientras me recitaba un mal poema de autor bancario, su manita volaba alto sobre el teclado de su computadora. La manita estaba ansiosa. Aún mejor, pensé, con mayor decisión que cuando esa manita busca entre lances de amor. Ansiosa, victoriosa la manita, al fin, llega hasta la botella con pico aplicador de alcohol en gel. Recién ahí aflojó la caripela del asco que llevaba entre los dedos finos de manita, y entre los ojos claros de toda esta muchachita. Un asco goteante, lovecraftiano, viscoso, tenebroso, un color que cayó del cielo. Un asco tan establecido en la sociedad del aislamiento. Asco y miedo, una manera de despreciarnos de manera civilizada. Oh, nuestro señor del desprecio. Una presencia así en la tierra como en el cielo de cada día. Un asco y miedo por lo físico originado en el otro, que seguro copula con el virus sin cuidarse. Quedó viejo el cartel: perimido ser solo despreciado por pobre, extranjero, zurdo, peronista, negro. Esa costumbre de escenificar el asco por el otro, el miedo por el otro. Ah, sí, fue cierta la manito. Un fotograma de detalle en la película que nos contiene como extras. Cierto el asco. Cierto el miedo. Ciertas las distancias.

jueves, 15 de octubre de 2020

De "Acrílicos y escrituras (memorias en pintura y tinta)". Pincel: Rolando Lois.

Patio de conventillo

15

Existió un 15 de octubre del año 30

y una vida de pibe en conventillo de San Telmo

tantas piezas en la ciudad puerto

y una casa chorizo en Boedo.

 

El fuego masticó el colchón de Virginia

patio de conventillo: Independencia al 700

memoria y llanto por la hermanita muerta

la pena creció como yuyo fuerte: difteria.

 

De tan pibe que fue se hizo hombre, mi padre.

 

Habla, sigue hablando

pintando pequeñas historias

antes y después de su muerte.

 

De tanto escuchar sucedidos

quise contarlos y entonces la tinta

y porque además mi abuelo, su padre

también fue hombre de ejercer la vida

anotando la palabra.

 

Desde el 30 llega este 15 de octubre

tocaba 90 y hace casi un año que sos

presencia en la ausencia, puñado de memorias.

 

Escribo sucedidos.

Buenos Aires aún espera.

sábado, 10 de octubre de 2020

Anotación vírica VI

Francisco Lazo Toledo
Sexta selección de Mientras tanto:

Ese poder de la criatura para asestar el garrotazo, la patada, la bala. Para arrodillarse sobre el cuello de un hombre indefenso, para apuntar con posta de goma al ojo de quien resiste el atropello. También la criatura que atropella a un pibe con su camioneta de propietario. Siempre el mismo pensamiento. Vuelvo a él: ese poder hacer de la criatura humana que, alquilada por los dueños de todo –oficio que, con puerta abierta, siempre necesita trabajadores-, le rompe la cabeza al vecino del barrio, que nada más se manifiesta a favor de la vida. Que en barrios vivimos todos. Menos los dueños. Los Ellos, los que mandan a patear a los osados, los revoltosos, los violentos que alteran el orden del día. Falta aún anotar en todas las historias el nombre de los responsables, los que derraman la primera sangre.

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Caminé rápido hasta el mercadito chino. Por el circuito más corto. Sábado 6 de junio, en la hora de la siesta. Habían caído algunas gotas. Ida y vuelta fugaz.

Entré al refugio con la idea de dejar la bolsa con la compra. Volví a la vereda. En la última cuadra del regreso se soltó una primera caricia de garúa. No quería perder la ceremonia de caminar por Boedo en ese momento. El toque ínfimo de cada gotita en la frente, en las mejillas; el barbijo aceptaría su parte. Pasar la mano sobre el pelo bajo la llovizna. Todo mi cuento duró una vuelta manzana: Garay, Treinta y tres orientales, Pavón, Mármol: una constelación donde lo fantástico se hace posible. Regresé bendecido al refugio. La garúa se seca -vuelve a su naturaleza primera- mientras escribo. El murmullo húmedo sigue de ronda en la memoria.

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Se puede caminar por la ciudad neoliberal. También se puede morir en una esquina: Luis Sáenz Peña y Chile. Puede ocurrir que el miércoles te desalojen de la pieza del hotelucho. Causa: falta de pago. Se puede armar ranchada en la esquina. Puede ocurrir que un hombre muera en una esquina. Causa: frío o el real fantasma sintomático del virus. Se puede morir en una esquina de Buenos Aires a principios del domingo. Se puede morir junto a tu pareja, en domingo, en Buenos Aires, de cara a las nubes y la noche. Bien lo sabe María Soledad. Bien lo saben los vecinos que asistieron y ayudaron al enfermo los días previos. El sábado llegó manta de tapar la ausencia de luna y estrellas. Nos ocuparemos, así dijo el sin nombre del Gobierno de la Ciudad. Se puede morir en una esquina de Buenos Aires, de frío, de mucha humedad, de puro bicho a fondo en los pulmones. Bien que lo entendió Leonardo Javier Macrino. Se puede morir a metros del hotel donde te desalojaron. De poder, avisaría a los que no tienen culpa. Las víctimas de la ciudad salvaje. En esta puta ciudad, cantó el poeta. Sobre el fondo de chapas que rodea la esquina se puede ver el cartel publicitario: por 219 te llevás el combo del día. Al pie del cartel los utensilios de sobrevivir de Leonardo y María Soledad.

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Caminé unas pocas cuadras esta tarde. Iba distraído por Treinta y tres orientales. Apenas tomo por Inclán, por mi izquierda, pasa un perro de la calle. Perro marca perro, mantito negro, marroncito claro en pecho y patas, petiso. Pensé en Batuque, el perro que fue de nosotros -más de mi viejo-, y que hoy duerme bajo el limonero, también en la muerte. Allá, en Martín Coronado. Miró el pichicho cuando pasaba a mi lado, murmullo de uñas largas sobre la vereda. Nos miramos con ojos oscuros. Dos perros marca perro por Boedo. Él, tan simple, como leve mi figura caminante. Se detuvo el perro en la esquina de Mármol. Había tres obreros sentados a unos bancos de cemento. De recreo. No mantenían la distancia sugerida para un feliz aislamiento. No usaban barbijo. Sí tomaban gaseosa con vaso propio. Esa necesidad de aire. El perro se detuvo frente a ellos, tal vez esperando una sobra de comida o gesto de amor.

No hubo nada para el perro, y perros hubo en esta escritura, este mientras tanto de la vereda por donde hoy se anota la vida.

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Llega la palabra de mi hija en la mañana, buen día, y además llega el saludo de buenas noches, papá. Saberla, quererla desde este aislamiento. Nombrarla, como a veces sucede, en el día, en la noche, en algún suspiro en las horas. La nombro: Julia -un guiño entre mis almas-, como al pasar, en el vientito de la vida. Nombrar en voz alta para escuchar su nombre, y buscarla en nuestra foto –enmarcada sobre la mesita de luz-, cuando ella era tan bebé. Volverá el abrazo en el boceto de un nuevo cotidiano. Volverá el día. Las palabras. Las miradas. Sus sintonías otras, cuando termine el aislamiento.

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Jueves 11 de junio. Un centenar de tumbas. Un puñado de fotos. Una intervención en la playa de Copacabana. Hombres y mujeres, vestidos con la protección de los trabajadores de la salud, caminan entre las tumbas bocetadas en la arena. Palas en mano. Palabra artística que pinta un paisaje desolador. Banderas de Brasil enganchadas en algunas cruces negras. La cantidad de muertos casi llega a cuarenta mil. Infectados quién sabe. Bolsonaro, el presidente del país, insiste en su decisión de no parar el mercado por una gripecita.

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Intrigado por la desaparición del Gauchito Gil de su altar en el árbol de Las Casas, decidí caminar hasta el lugar. La curiosidad como parte de la caminata diaria. Saber de la calle ayuda a transitar el día.

La figura sigue ausente. En su lugar hay un alambre oxidado, sujeto a la base, que sostiene una estampa mínima del gaucho. A su lado sigue el vasito con vino tinto. Hoy servido hasta la mitad.

Hubo cambios en la disposición de las ofrendas a los pies del árbol. Un pozo chico en la tierra, entre el árbol y el límite de la vereda, cercano al cordón. Las tapitas plásticas formaban una montañita sobre la vereda, a un lado del árbol. Desaparecieron los dos bidones, vacíos de agua y llenos de tapitas, y apareció uno, pero lleno de corchos de botella de vino. Sin novedad para la olla de barro cocido con agua al pie del árbol, en medio de unas piedritas blancas dispersas sobre la tierra. Del otro lado del árbol, San Expedito tampoco registraba cambios.

Un viento frío apareció en el paisaje por donde caminaba. Fue tránsito corto. Un puñado de minutos después regresé al aislamiento en el refugio.

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Un par de tragos hasta el final. Una delgada línea en la botella de gaseosa barata. Una bolsita transparente guarda algunas facturas. Una tortita negra en primer plano. Un hombre de unos cuarenta años duerme sobre la vereda de la escuela: Avenida Garay casi Avenida La Plata. En cercanías de las cuatro de la tarde. Duerme sobre una cama hecha de trapos y cartones. Los colores de una sábana, único refuerzo de abrigo para la noche.

Vuelvo a mi refugio. Luego de caminar unas cuadras.

Clima pesado. El nuberío creciente confirma el acento en la condena.

Quién parará la lluvia.

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Cruza frente a mis ojos una lady de clase media. Espléndida. Exhibe figura al tono con su velocidad. El andar prepotente de una juventud que sabe tiene el marroco asegurado. Flamea tras su paso un último modelo de changuito de mercado estampado con marca reconocible.

Mientras la damisela marca el paso en su camino para hacer la compra, sobre Avenida Pavón, un hombre de unos cuarenta años -barba entrecana, remera roja- tira de los extremos de dos cintas gruesas: el manubrio desde donde se gobierna el paso errante del carrito cartonero. Un carrito flaco como el hombre, sin caños; más bien chico si pienso en esas naves que muchas veces se ven rodando en la ciudad, y controladas increíblemente por un solo hombre. Asombra el carrito. Cartones perfectamente plegados. Un aprovechamiento total del espacio. Tiempo para grandes bolsas. La bodega guarda sus secretos de supervivencia. Las paredes del carrito, hechas de bolsas tejidas en plástico, casi llegan hasta el cemento. Apenas se ven dos de las cuatro ruedas enanas que lo hacen rodar por la avenida. Cruza Avenida La Plata el hombre y su herramienta. Se estaciona contra el cordón de la estación de servicio. El hombre toma la mochila vieja apoyada sobre dos bolsas negras. Levanta una y la esconde debajo. Recién entonces se dirige hasta el contenedor cercano.

Postales de mi Buenos Aires, ciudad en aislamiento. 

lunes, 28 de septiembre de 2020

Rojo (de Lechuza de Encrucijada)


para Ramón Gómez de la Serna

Escribo en el Margot de Boedo

como Ramón Gómez de la Serna

escribía en el Pombo de Madrid.

 

Permiso

Ramón tan de Buenos Aires

para estas anotaciones con una sola pluma o dos:

lapicera trazo fino que se muere

microfibra que nace a tiempo de seguir con la vida

todo se hace novela.

 

Ramón anotaba

con siete estilográficas

sobre papel de número mágico.

 

Anotaba, anotó en su Automoribundia

que de sus siete dadoras de palabra brotaba tinta roja:

en el corazón las llevaba clavadas el egregio Ramón.

 

Supe en el Margot de Boedo

que Ramón escribía rojo en el Pombo de Madrid.

 

En el Margot anoto mi suma de treinta años de escritos en rojo.

 

Felicidad por el color de la tinta de Ramón

coincidencia de aroma en mesa de café.

 

Siete lapiceras entre mi puñado de almas.

 

Leo a Ramón hace una vida.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Anotación vírica V

Francisco Lazo Toledo
Quinta selección de Mientras tanto:

 

Entre los festejos por el sol también encontré tiempo para sentir el interrogante del miedo. Mucha gente caminando por la calle. Había tantos autos. Pensé en la cantidad de virus que anda de mano en mano, esperando comprador. Entonces el miedo en la gran ciudad. ¿Será necesario que tanta gente ande en la calle? No parecía día de aislamiento. Solo el barbijo nos hacía habitantes de la pandemia. El tiempo dirá, una vez más, el tiempo dirá.

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La escritura, mi barrio. En ella respiro. Vero andante entre sus calles. Dentro de ella sé de la lluvia y el sol. Luego, sé de mis ánimos, de la memoria, de sus buenos fantasmas, y de los malos. Desde mi barrio sé que sigo presente en el paisaje general.

Escribo un puñado de líneas y dejo. Soy, existo y, a veces, hasta me gusta lo hallado. Existen también las veces en que la página me expulsa, y que de casualidad me permite, complotadas todas mis almas, asomarme apenas para anotar una línea, un par de palabras que guarden una imagen, una señal que resista hasta otro día, hasta un tiempo en el que vuelvo a ser en mi barrio: renovado el trago de sueño, idea y tinta, a fondo blanco.

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Busqué la calle en este 21 de mayo. Nublado. Pintaba de lluvia pronta. Salí como tentando a la suerte: saber si me toca la sortija. Habitante de Mármol que acaba de dejar Garay, me llamó una joven garúa al primer giro en la calesita de la tarde. Esta vez elegí caminar por Salcedo, y lo hice. Pero también caminé por mi tiempo de garúa. Primero se existe en el tiempo.

Recordé a Garúa, el perro de ni viejo, la persona canina de ojos de miel que hace años duerme bajo la sombra fantasma del limonero muerto. Y desde el barrio de Boedo salí detrás de muchas garúas. Porque sintonías diversas sueñan dentro de ella.

Caminé alrededor de una sobremesa de amigos, una isla anclada en un jardín, de madrugada. Se charlaba el vino y las memorias. Caminé, volví a esa primera parte de la alta noche –a lejanas anécdotas- bajo la expresión más leve de la garúa, esa caricia llamada rocío.

Caminé en la escritura fina hacia la llovizna triste que acompañó mi regreso a la ciudad triste. En los días, en la vida otra antes del aislamiento, la pandemia.

Desde mi fundación como homo boedensis que guardo ceremonia secreta con la garúa de antes del ayer: llovizna la feliz urbanía en la mismísima aldea natal, en una damisela feliz.

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Otro mundo, otro paisaje de barrio, se alumbró a primera hora de la tarde. En Boedo. Caminaba en cercanías del refugio cuando en la postal apareció una magia. De repente vi altísimas palmeras. ¿Pensando en nada o en todo llegué hasta un país otro? No, de ninguna manera, estaba parado en Castro y Rondeau. La esquina de las flacas y altas palmeras. Una encrucijada con árboles otros, de gran porte. Una esquina para un blues. El hombre haciendo un pacto con la presencia árbol. Guitarra lenta, memoriosa, verde.

A unos metros aparecen dos palmeras anchas, gruesas, no muy altas. En una vereda mediana -pasa un hombre caminando junto a la pared en tiempos de aislamiento- una palmera a cada lado de la puerta de casa. Recortadas las raíces, y el tronco que llega hasta el cordón. Me detuve a mirarlas desde la vereda de enfrente, y luego crucé. Cuánto el tiempo transcurrido desde que esas palmeras ocupan esta tierra para ser mirada y sorpresa sobre Castro, entre Rondeau y Gibson. Cuántos los testigos. En testigo hoy me convierto, uno más frente al misterio.

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Un colchón que aparece quemado en la tarde, desnudo su cuerpo en la avenida, al lado de un contenedor para la basura, habla de una noche que no pudo ser. Noche incierta. De ficción, noche por escribir. Noche cerrada sobre la vereda hasta que se hizo la llama. Tuvo actitud de salvaje roedor. Fue rata del Marqués cuando contó 120 días en Sodoma, la llama que se mandó colchón adentro buscando esencia y pulsión en cada bocado. Hambre de vivir bocetando la aventura de la muerte simple. Blanco de dientes en el interior de la llama que entró al colchón de alguien que sigue viviendo en la calle. Transcurre otra vida en la noche.

Camino el barrio. Descubro la huesería oxidada de un tiempo/espacio que seguro supo de refugio y amor. Esas ganas de creer que, al menos, al principio de las historias, la felicidad se hace de felicidad, y no de supuestos.

Palabras a partir de un colchón quemado. Filas de resortes en la quietud de la foto. Rectángulo de una plaza con borde chamuscado sobre la vereda. Enfiladas las palabras, y el dibujo de otra vida que no pudo ser.

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29 de mayo. Camino bastante seguido por la vereda de la pizzería. Es parte de la extensión posible del recorrido que me lleva hasta el mercadito chino. “Buenos Muchachos” -boliche mezcla: aire parido entre el barrio de tango y la viola metalera- cerró por vacaciones durante febrero. Las remodelaciones anunciadas comenzaron en esos días. Un caos revolucionario reinaba en los primeros días de marzo. Luego la pandemia del virus, el aislamiento, las imposibilidades.

Antes del covid19, los sábados, cuando alcanzaba la moneda, iba por la noche a comprar cuatro empanadas de carne (buen porte: contundencia y relleno), mi cena. Completaba con una botella de vino. Único festejo de sábado.

Pero entonces el mundo respiró aún más descalabrado.

Cada vez que paso frente a la pizzería miro a través del cristal. Sillas y mesas amontonadas, heladeras fuera de lugar. Un caos en la profundidad del local. Pero en cercanía del cristal hay una mesa y una silla, y otros cuerpos de la vieja decoración. Cada vez que paso veo el rastro fantasmal que dejó la última persona que hizo labor en el lugar. Quieto el fantasma y sus utensilios de hacer. Una o dos botellas chicas de gaseosa vacías. Un casco negro para la moto apoyado sobre una tarima, suelto, caído al pasar. Presencias sobre la mesa: alambres, palos, sobras diversas, polvo. En la foto: toda la quietud de un mundo revuelto, extraño.

Quietud encontró mi amigo Mario sobre Avenida Cobo, cerca de la esquina con Viel. Descubrió, una mañana de aislamiento, que el puesto del canillita amigo ya no era en el paisaje. Sobre la vereda la quietud de otra foto. Una de ausencia. Otra ausencia en pandemia.

Ausencia de los buenos muchachos y muchachas que ofrendaban mis empanadas de sábado por la noche. Ausencia del hombre que facilitaba Página 12 el domingo a la mañana. Ausencia de las personas que hacen a la vida y el cariño. Sin querer transcurre el tiempo. Sin querer nace la pertenencia. Simples cuestiones de la criatura que sabe de querencia, y luego de memoria. Siempre la ñata contra el vidrio de la historia.

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Por qué razón, hoy 31 de mayo, falta la figura del Gauchito Gil de su plataforma atornillada al árbol en la vereda de Las Casas. Miré entre las ofrendas. Nadie en el piso. El Gauchito no había caído.

Una ráfaga fuerte de viento frío llevó mi mechón de canas a la cara. El movimiento hizo que mirara al cielo.

Entonces me permití buscar al desaparecido.

Quizá caminara árbol arriba esperando regresar a casa.

Se vienen tiempos de tapera. Cómo será la vuelta a casa después del aislamiento, la pandemia. Qué del sabor del regreso, de la partida, las ausencias. Qué de ciertas historias. Qué de las incógnitas.

De pie frente al altar vacío pedí seguir caminando el sueño. En Boedo, mi barrio.

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Mayo. Desde el interior de un contenedor volaban cartones sobre el cemento; en el buche un muchacho era ágil laboro. Cuál la retribución por su sacrificio. El carro de metal y bolsón plástico esperaba cercano. Cercana a otro contenedor quedó la caja nueva -un buen bocado para cualquier cartonero- de la tv más grande de nuestro mundo. Una complicación, tirar semejante caja, para el feliz comprador de la pantalla que puede reflejar lo que resta de este: nuestro mundo de las pandemias.

El mundo estalla alrededor de dos contenedores. En esta, mi aldea natal, hoy mismo. Salí a buscar el sustento. Caminar y mirar. Quise anotar que tantas son las personas que viven en la calle. De la calle. El cartón no alcanza. Cartón para vender. Cartón para que la viejita, frente al Congreso Nacional, use la materia base en forma de caja, y funde un simulacro de mesa. Así es como funciona en su vida. Desayunar el día oscuro, bajo el sol de la mañana.

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lunes, 3 de agosto de 2020

Anotación vírica IV

Ilustración de Francisco Lazo Toledo

Cuarta selección de Mientras tanto:

 

La lluvia se hizo presencia egregia durante toda la noche. Dormí bajo el feliz aislamiento de la lluvia. Una poética que cae desde la escala de grises. El mismo cielo de anoche se extiende cielo sobre el día de hoy. 28 de abril, cumpleaños de Julia. Mi hija tiene ocho años. El aislamiento no podrá con las palabras, con el amor que nos lleva hasta las ciudades lejanas. La lluvia será compañía. Testigo de nuestro viaje.

 

Abril 29. Me gusta escuchar a los buenos fantasmas. Una voz me dijo que me sentara frente a la pantalla en blanco y escriba. Es lo que hago. Aquí estoy, dentro del oficio, un rato más, otro día, uno distinto y tan igual. Tuve que sumar ánimos para abandonar la cama. Aquí estoy, siendo mientras siento que poco es lo que tengo para decir. Quizá, ahora que recuerdo, anotar -el lunes me permití caminar unas cuadras más en la travesía hasta el mercadito- que cuando pasaba frente a una escuela, por Avenida Garay, a metros de Avenida La Plata, vi cantidad de hojas amarillas sobre la vereda. Y amarillos los árboles, como nubes, junto al cordón del otoño. Recuerdo que imaginé que las formas aparecidas desde el capricho del viento, eran charcos de una lluvia mágica que había terminado hacía momentos. Caían últimas hojas. Recuerdo, y ahora anoto, en otro día sin para qué, que caminé por la vereda jugando a rodear los charcos. Ahí estuve. Solo en la vereda.

Aquí estoy, solo, como debe ser, dentro del oficio. Anoto un juego en la palabrería del aislamiento.

 

Lunes 4 de mayo. Nueve de la mañana. Vuelve a aparecer la sensación de certeza. La conozco. Me lavo la cara. El agua que corre, y en medio del tránsito la manifestación: un sentimiento fuerte, decidido, instantáneo, que dice que mi viejo está vivo. Y no solo en mí: en mis manos, en el encuentro de nuestras miradas sobre el espejo del baño, como escribí en alguna página. Vivo en una lejanía, en una novela que aguarda la escritura. Esa la sensación, la hilacha de una idea de después: mi viejo esperando, contemplando el mientras tanto de mi historia.

Otra visita en esta vida de aislamiento. Un nuevo puñado de líneas en esta anotación vírica.

 

Cada día tiene su número del miedo. En casi todos los países del mundo se contabiliza infectados y muertos. Pienso ante todo en el número de cercanía, del paisaje que me toca.

En una entrevista Alejandro Dolina dijo que en el aislamiento se había reencontrado con el hombre que tiene miedo. La periodista pregunta: ¿Tenés miedo? Y él contesta: No por mí, por los que quiero.

Hay números que espantan en la cercanía de la región: más de siete mil muertos en Brasil.

 

Qué será del futuro.

Qué de la vida en privado. Qué de la vida en sociedad.

Siempre pensé que el hombre anda sin seguridades en el tembladeral de la vida. Construimos apariencias de refugio para soportar la realidad. Al parecer lo único que no tiene final abierto es la muerte, o sí, porque también, en el después de la muerte, en la muerte, el enigma tiene algo del aire del después en cada día, una vez que despunta la mañana.

Pero claro, nada parecido a la pandemia del virus.

En este aislamiento muchas veces me pregunté, pensé. No soporto esta incógnita global. Qué va a pasar conmigo, con la poca o mucha vida que tengo para dar. Qué va a suceder con esta sociedad miserable, egoísta, desalmada. Qué va a ocurrir con la parte de la sociedad que aún levanta la bandera de la solidaridad. Qué con los que existimos en tanto exista el otro.

 

Hoy 14 de mayo encaré una caminata. A partir de las dos de la tarde salí simplemente a caminar. No tenía que ir a comprar comida al chino. Salí a buscar mi cuota de sol y sueño.

Una ronda de veinte cuadras me dijo que la clase media circula ansiosa para retomar su juego.

Caminé por Avenida Garay hasta Avenida La Plata, y por ella hasta San Juan. Me detuve ante la puerta del 4370, un edificio de departamentos donde viví y fui feliz en el ayer. Está como si no hubiese pasado una eternidad. Por San Juan llegué hasta Mármol y retomé hacia Garay. Bajo la autopista, a la sombra, almorzaba un hombre. En cuclillas. Una cuchara de plástico salía de una bolsita blanca a ritmo sostenido. Comía apurado. Un hombre solo. Alguna vez anoté que un hombre que come solo -y si esa soledad no es disparada por propia mano- es la imagen suprema de la soledad.

Miré la hora, revisé el teléfono en la esquina con Tarija. El sol era pleno.

Por Mármol crucé Juan de Garay, caminé una cuadra, y doblé a la derecha, por Inclán, hasta La Plata. Sobre Inclán vi a un muchacho que tiraba de un carro de metal repleto de cartones. Detrás caminaba la compañera, una mujer joven, embarazada. Los que hacen la vida día a día también están en la calle.

Pasé frente al mercado ubicado a mitad de cuadra, sobre La Plata. Creí ver a una mujer conocida. Quise verla. No era.

Llegué hasta Pavón. Hice una cuadra a la derecha. Pensaba en el regreso. A mitad de la cuadra vi que una pareja, ambos cercanos a los cuarenta pirulos, caminaba tomada de la mano. Primero contemplé la rareza, y no hablo de rareza en medio de la pandemia, digo una mujer y un hombre caminando tomados de la mano, a la par, en aquello que fue la vida de antes de ayer. Después, algo parecido a la felicidad apareció desde la memoria.

De regreso al aislamiento, escribí.

 

Hace momentos, en una calle del barrio, en medio de mi caminata, me detuve a mirar el pastito fino, apenas presencia, que crece entre los adoquines de ayer. Una imagen de la eternidad. Un consuelo. Una esperanza. Una línea de poema. Pienso en mi amigo: el poeta Rubén Derlis de Boedo.

 

Es un tiempo donde la fragilidad del mundo construido por el hombre queda a la vista. Bajó la cotización del espejismo, y aparecen las fisuras de una sociedad injusta, aterradora.

La vida frágil.

Una mujer le alcanza comida a una muchacha que está sentada en la vereda del banco, sobre la avenida. Hace unos minutos, en la tarde. La escena es para llorar: por la realidad triste que avisa que hay personas que no tienen techo, y por la felicidad de saber que hay ciudadanos como la señora que bajó de un auto blanco. Imágenes de la vida frágil en un mundo frágil.

 

26 de mayo. Hacía dos días que no realizaba mi caminata de la tarde. El aislamiento absoluto pedía la cabeza de, al menos, uno de esos estados de ánimo que colaboran en la resistencia. Caminé una cuadra por Muñiz, por la vereda del sol. La caricia de mi estrella trae buenos recuerdos. Luego doblé por Inclán. Después por Mármol hasta Las Casas.

Había caminado un par de cuadras por Las Casas cuando, dispersas sobre una vereda, vuelvo a fijarme en la presencia de tapitas plásticas de botellas de gaseosa, junto a un mayor número de una especie de punteras de plástico color lila, como si fueran tapas de pretensiosas botellitas de champú. Además vi, al lado de un árbol, a metro y medio, dos envases de agua mineral de cinco o seis litros, y llenos de estas presencias plásticas. Las había visto antes, cuando caminé, hace días, entre escarabajos y palomas. Pero aquella vez pasé por alto dos instalaciones atornilladas al árbol. No había levantado la mirada sobre el tronco ancho. Con la vista hacia Mármol: así se ubica la figura del Gauchito Gil sobre su base. Con la vista hacia Boedo: así se ubica la figura de San Expedito. Sobre las plataformas ofrendas pequeñas, delicado adorno. A los pies del Gauchito Gil un vaso típico para el trago de tequila, pero servido, hasta el borde, con vino tinto. A un lado de San Expedito una botellita de agua con su nombre.

Al pie del árbol las ofrendas dispersas. Una suma de días de aislamiento. Figuras de veinte, treinta centímetros, una vereda, un árbol, hojas amarillas que mueve el viento leve en una Boedo misteriosa, mágica, en una Buenos Aires solitaria, silenciosa.

En la ciudad, el barrio, respiro, a pesar de la molestia del barbijo, la sustancia que, hace unos días, descubrí que me salva. Curar la mirada, la memoria, ciertas sensaciones que creí olvidadas. Caminar el barrio es una manera de pedir favores, ayuda, para remontar sueños en este cielo complicado.

Ceremonias necesarias. Así cada encuentro en la vereda, en la esquina desde donde miro y descubro belleza.