Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

viernes, 30 de noviembre de 2018

Tiempo y regreso


La ruptura temporal sucedió de manera inesperada. La historia de mi vuelta a Buenos Aires comenzó en el México. Para después quedaron el Margot y el Cao. El México fue el primer café donde en forma decidida empecé a trabajar mi escritura, y varias aristas de mi identidad.
En 2001 publiqué México, un refugio en Buenos Aires. Habité por años una de sus mesas. Y de vuelta al México me llevó una voz amiga que también regresaba desde el pasado. Otra buena presencia en los días tristes del presente. Propuse el café sin pensar mucho en mi historia con el lugar. Fue un movimiento reflejo.
Mientras caminaba hacia el café llegó hasta mí, otra vez, el aroma del río del tiempo. Caminaba, allá, en mi ayer de gran ciudad, siempre por su cauce: encontrándome, y encontrando historias: los recuerdos que respiran en la memoria. La vida como regreso consciente a los momentos.
En la ciudad/río de Gualeguay tuve la suerte de conocer al pensador, poeta, y notable cultor del aforismo: el amigo Eise Osman. En una tarde de charla, en su casona de calle Belgrano -la casa donde viviera su último año el egregio poeta Carlos Mastronardi-, Eise me dijo que el hombre nace en el tiempo, y que muere en el espacio, o sea, atrapado en una habitación, una cama, una silla de ruedas. Esta verdad, de poética intensidad y contundencia, vino a acentuar mi tinta de dibujar los detalles de cada relato que lleve, en su hueco de vida, la semilla de la memoria. Por ello se me ocurre anotar que todo relato humano es también nacido en el tiempo, y que gracias a la salud de poéticas razones queda a salvo del espacio.
A poco de recobrado el susodicho aroma, pasaba frente a una vidriera. Avancé un par de metros, pero volví sobre mis pasos. En la tarde se alumbró un descubrimiento: una relojería, su nombre: Lita. En su interior, sobre estantes de vidrio, había: relojes viejos, algunos con cierta apariencia menos antigua; una figura del Quijote hecha en madera; botellas vacías de bebidas alcohólicas; una plancha a carbón; una planchita eléctrica, se me ocurre que para llevar en la valija; relojes con cadena; collares de ayer y de dudosa perlería; teléfonos obsoletos; adornos para muebles guardando en su buche un reloj; un yacaré, o bicho por el estilo, embalsamado; relojes antiguos fijos en las paredes; y dos hombres, peinando canas, sentados de espalda a la vidriera; ellos eran la compañía del relojero, un hombre que también guardaba años en sus manos de trabajar con el tiempo. Los hombres sentados, pensé, son habitués; en la relojería matan las horas como en un viejo café de barrio.
El local respira en la profundidad. Veo desde la altura; la vidriera da sobre la vereda de Avenida La Plata, a metros del arranque de Alberdi. La imagen dice de la quietud, el único que se mueve es el relojero. Hay mucho tiempo hecho polvo sobre todos los objetos. Ninguno de los relojes de la vidriera está en marcha, creo que lo mismo sucede en el resto del negocio. Sin los tres fantasmas, podría pensarse que en la relojería solo vive la memoria en silencio. El tiempo puede haberse hecho polvo, pero todo vive a mitad de camino entre el día presente y la memoria. El relojero, con típica lente de aumento ajustada a su cabeza, hurga dentro de un reloj ayudado por una luz que avanza desde la pared: a voluntad se acerca o aleja, ya que cuelga de un brazo hecho con metales planos: entijerado, plegable: el brazo del pasado juega la luz de este día.
Llegué hasta el México por la vereda contraria, quería verlo dentro de un plano general. Se ajustaban recuerdos que habían retornado a través de pequeñas señales: tiritas del ayer, tiritas de colores de la cortina que siempre adorna, acompaña, la puerta por donde se va y se viene de la memoria; el tiempo acentuaba los bocetos del mapa que ahora se desplegaba en las entrañas de la esquina de Avenida La Plata y México.
En la puerta del café me encontré con la voz que dentro llevaba las voces de tantos amigos. Entramos. Enseguida miré hacia mi mesa, la de ayer. Ocupada. Elegimos otra, contra la pared.
Se acercó el mozo, y su cara me pareció conocida, pero no estaba seguro de que perteneciera al México de allá lejos. Pregunté si siempre había estado en el México, o si había trabajado en otro lugar. Podía haberlo visto en otro paisaje. Dijo: Trabajo acá hace 21 años. Y entonces nació urgente otra pregunta: Y Alejandra, La Colorada, sigue trabajando. Respondió: Sí, entra a las 4. Alejandra era la muchacha que me atendió en cada una de mis tardes de escritura. Hola, ¿cómo le va?, saludaba; nunca logré que me tratara de vos. Ella no lo sabía, pero su presencia era fundamental para mi trabajo de escritura, como fundamental fue Osvaldo en el Margot o El Gallego en el Cao. Sentía que me cuidaban, ellos, los hacedores de la sintonía de un paisaje maravilloso desde donde este escriba contaba historias.
Hablé con la voz amiga que venía del pasado, nos pusimos al día: yo contaba tristezas, y ella, por suerte, alegrías matizadas con las sorpresas que siempre dispensa la muerte inesperada de amigos.
La cerveza se fue de a poco, pero antes La Colorada, que ya no es colorada porque lleva su pelo negro, llegó a su trabajo. Pasó cerca, saludó, no me reconoció. La lectura de escombros no es para cualquiera. En un momento, miró y supo, entendió que el pasado se había dibujado en el presente. Se acercó. Hablamos para encontrarnos en la memoria. Seguía tratándome de usted.
La voz amiga, y en ella tantas voces, partió hacia su colectivo. Era alegría. Fue abrazo.
Decidí quedarme un rato más en el México. Mi antigua mesa se había liberado. La ocupé. A mi mesa volvió el amigo Carlos Volpe. Volvieron recuerdos de habitués de aquellos días, de los libros que ahí escribí; volví a ver a Alejandra levantando los toldos: gira la vara de hierro en el viento de la avenida: igual que ayer.
El México cambió. En su estética está la intención de reflejar el paso del tiempo. Donde antes había plantas, hay una cantidad de objetos ya en desuso para nuestro veloz cotidiano. Y grande fue mi sorpresa ver que faltaba el cuadro de Aníbal Cedrón que estuvo colgado tantos años, y que en su lugar, la pared toda, presentaba una buena cantidad de fotos viejas de Buenos Aires. Vistas en detalle supe que eran del barrio de Boedo, y es más, que todas las fotos eran fruto del trabajo de Mario Bellocchio, mi amigo director de Desde Boedo. Fotos provenientes del Archivo General de la Nación, de vecinos, y sobre ellas toda la reconstrucción poético/digital de la que es capaz Mario. Hay aroma a tiempo en las paredes del México.

Saludé a Alejandra, que me había invitado con un café, y bajé de la nao -en que había mutado el México- a la vereda, desde donde seguí pensando en el tiempo. Caminé veredas por donde ayer había caminado, recuperé el aroma perdido, el tiempo me hizo señales en la relojería, el reencuentro con la voz de los amigos, entrar al México, saberme en la memoria de Alejandra, ver las fotos de Mario.
Pensé en la mesa donde yo había dado la espalda a la vidriera, donde la voz amiga no veía la calle, donde Alejandra también había dado la espalda al ventanal. Pensé en un testigo tras el vidrio. Nosotros como fantasmas que, con seguridad, seremos atrapados por el espacio. Pensé, apoyado en poética verdad, en la ventaja que lleva el relato. Siempre podremos ser relato.