Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

viernes, 12 de octubre de 2018

Hacerse tango


Hubo una vez un paisaje soñado donde sinceramente creí poder encontrar toda la felicidad. Fue en la ciudad/río de Gualeguay. Atrevida es esta criatura humana que hasta cree poder transmutar en realidad una ficción tan descabellada como el amor. Y entonces los días hablaron de tristeza, de no encuentro. Casi seis años fuera de Buenos Aires. Hoy miro la ruta, la misma que me trajo de regreso a la gran ciudad, y pienso en mi hija Julia habitando aquel paisaje donde hoy papá es ausencia, mientras este hombre intenta remontar escombros y pelearle a la distancia.
Foto: Mario Bellocchio.
Volver. Vuelvo a “ser” en el barrio de Boedo, y en San Cristóbal. ¿Volveré a ser como el hombre que se fue?, ¿volveré a recuperar mis patrias internas, mis almas, en esta ciudad tan querida como odiada? Volver escribió Alfredo Lepera: Yo adivino el parpadeo / de las luces que a lo lejos, / van marcando mi retorno. / (…) / Y aunque no quise el regreso, / siempre se vuelve al primer amor. / (…) // Volver, / con la frente marchita, / las nieves del tiempo / platearon mi sien. / Sentir, que es un soplo la vida, / que veinte años no es nada, / que febril la mirada / errante en las sombras / te busca y te nombra. / Vivir, / con el alma aferrada / a un dulce recuerdo, / que lloro otra vez. // Tengo miedo del encuentro / con el pasado que vuelve / a enfrentarse con mi vida. / Tengo miedo de las noches / que, pobladas de recuerdos, / encadenan mi soñar. / Pero el viajero que huye, / tarde o temprano detiene su andar. / Y aunque el olvido que todo destruye, / haya matado mi vieja ilusión, / guarda escondida una esperanza humilde, / que es toda la fortuna de mi corazón. Y es cuando después de repasar esta letra, me digo: che, escriba, parece que te hiciste tango.
En La casita de los viejos Enrique Cadícamo anotó: Barrio tranquilo de mi ayer, / como un triste atardecer, / a tu esquina vuelvo viejo... / Vuelvo más viejo, / la vida me ha cambiado... / en mi cabeza un poco de plata / me ha dejado. / Yo fui viajero del dolor / (…) // Vuelvo vencido a la casita de mis viejos, / cada cosa es un recuerdo que se agita en mi memoria, / mis veinte abriles me llevaron lejos... / (…). Vuelvo a hacerme tango porque es en la casa de mis viejos donde hoy -luego de haber quemado todas las naves en la gran ciudad cuando la partida- vuelvo como primera estación en esta nueva historia. En el tango de Cadícamo es la madre la que está enferma, en cambio, en mi tango es Adela, mi vieja, y además Rolando, mi padre. Ellos precisan de mi ayuda, como mi hermano, y me digo que yo también necesito la ayuda de ellos, y este es otro tango a escribir desde mi tango.
La casa de mis viejos está en Martín Coronado, a un puñado de metros de las vías del ferrocarril Urquiza. Ya no está la canchita de fútbol del costado de la vía. Ya no está el terreno baldío ubicado enfrente de mi casa de infancia. Ya no está la casa abandonada ni los árboles de su entrada, y la calle de tierra es hoy cemento sin huella. Sólo en algunos rincones de la casa de mis padres todavía me veo haciendo tal o cual cosa. Me veo cuando me reencuentro con un plato de donde comió el pibe que fui. Me veo en los ambientes, digo, aún puedo encontrarme en el reflejo sobre el vidrio de una ventana, en el espejo del botiquín del baño, en el espejo circular que hay en la cocina. Desde ellos me ven pibe mis habitantes, mis almas de persona mayor parapetada tras los escombros.
La vejez no es más que aguantar las diversas sintonías de la indefensión, así anoto en estos días en que tanto veo y escucho a mis padres.
Vuelvo a Buenos Aires y estoy nervioso, además de triste, porque me falta el abrazo de mi hija. Desde mi regreso, desde que pasé a ser un exiliado del amor, solo me acerqué a la estación cabecera del Urquiza: Federico Lacroze, una zona neutral. Pero pienso: cómo será caminar otra vez por mi Boedo, mi San Cristóbal, sabiendo que ya no estoy de visita; caminar como regresado, como ángel que perdió el cielo de la mirada fresca de la infancia, y entonces, en intenso volver, podré sentarme en una mesa del Margot, en una mesa del Cao, sobre Matheu, ahora que nuevamente puede ser mía. En ambos cafés voy a quedar al borde de la lágrima y la memoria, porque Julia no está conmigo, porque a ambos cafés, con menos de un año, la llevé para decirle que ahí, en esta mesa y en aquella, papá fue feliz. Voy a quedar al borde de la lágrima también porque voy a convocar a mis muertos, fieles compañeros en los días de la memoria. Y luego de mirar por la ventana, el afuera, para mejor encontrarme en el adentro, sacaré lapicera roja tan de sangre para que garue palabras sobre la página en blanco. De esta manera sería encontrarme con una bella costumbre dormida en la no memoria de Gualeguay: escribir en mis cafés amados. Amada Buenos Aires cuando me refugio en alguno de mis cafés.
Y fue en el viaje en tren hasta Federico Lacroze donde fui testigo del tránsito de una parte de la larga caravana de los condenados. Personas que, de manera sucesiva, elevaban su voz para pedir ayuda a los pasajeros. Los motivos: problemas de salud, alguna discapacidad, o sencillamente pedían dinero para comer. No importa la razón que lleva a una persona a pedir moneda, dicho esto para aquellos que enseguida creen descubrir una mentira, el engaño. Ante todo es un hombre que pide, un hombre desesperado, indefenso ante el sistema inhumano hoy tan acentuado por los que dijeron ser poco menos que la reserva moral de este país. Hay tristeza en la calle, en la gente. La moneda no alcanza, y bien lo sé, ya que mi regreso a Buenos Aires es sin trabajo, y con apenas unos mangos en el bolsillo.
De mi biblioteca escorada en Gualeguay tomé, antes de la partida, Automoribundia I y II 1888-1948 (1948) de Ramón Gómez de la Serna. De su Prólogo señalo las primeras líneas: Titulo este libro “Automoribundia”, porque un libro de esta clase es más que nada la historia de cómo ha ido muriendo un hombre y más si se trata de un escritor al que se le va la vida más suicidamente al estar escribiendo sobre el mundo y sus aventuras. (…). Y este relato y reflexión: (…) Un día llevé a un niño de cuatro años al Bazar X y le ofrecí todo lo que se le antojase: el caballo mejor, la reluciente espada, el peto y el quepis de húsar, la pelota más grande, etc., etc., hasta que en cierto momento, colmados sus deseos y su paciencia, cuando yo le ofrecía más cosas, estalló en la más desconsolada de las llantinas y comenzó a gritar, consternando a todo el puerto fenicio de las vitrinas: “¡No quiero más! ¡No quiero más!”.
Por si aquel caso era un caso excepcional de un niño desinteresado y único volví a repetir la experiencia con otro niño de cuatro años, y el resultado fue el mismo, comprobando que el niño tiene límites en sus deseos, que no está poseído aún por la avaricia, que no lo quiere todo y no le fanatiza el desaforado deseo de los hombres de apoderarse de mucho más de lo que se necesita para jugar a vivir.
Arriba, en la supuesta cima, los desaforados, y abajo, en la sima, los sufrientes. Vuelvo hecho tango a mi Boedo, a mi San Cristóbal: universo Buenos Aires en estos días de fiebre amarilla, y tristeza, de afuera y de adentro. Anotó además Gómez de la Serna en el Prólogo: No perdurará nadie sino por la menor cantidad de farsa que ha habido en su vida. (…).