Siempre
me he preguntado a qué se debe el desconcertante
hecho de que grandes escritores y artistas en general que residen en
provincias, no trasciendan ni alcancen lo que la sociedad en que vivimos denomina
“fama”. Repaso la lista de escritores y poetas maravillosos que me han hecho
vibrar en una secuencia más alta y que permanecen injustamente ignorados y
siento una aguda punzada en el corazón. No sé si de tristeza o, francamente, de
rebeldía. Por ejemplo, Alfonso Sola
González, el más encumbrado poeta que ha tenido la provincia de Entre Ríos (para
mi modesto criterio), no ha sido reconocido ni siquiera en su propia provincia.
Es también inexplicable para mí, que Mario Busignani, Poeta con mayúscula,
nacido en Jujuy, no haya tenido casi repercusión a nivel nacional. O Jorge
Ramponi, mendocino, haya permanecido ignorado para el gran público lector de la Argentina. O que a
Esteban Antonio Agüero sólo se lo conozca masivamente en San Luis. Y así tantos
otros heroicos escritores y artistas de provincia que dedican toda su vida a
expresarse a través de la palabra escrita, los trazos del pincel o las notas,
acaso sabiendo que jamás sus obras serán conocidas, ni siquiera por los que
amamos la literatura y el arte; porque, así como otras personas no han oído
hablar de los autores que cito más arriba, ¿cuántos existirán que yo no he
descubierto y tal vez nunca descubriré? Además de injusto (tanto para el autor
como para el lector), me parece una especie de desperdicio ecológico que obras
tan hermosas e impecables no estén a disposición de gente que podría haber
caído, al leerlos, contemplarlos o escucharlos, en esa bendita “especie de incandescencia del
espíritu”, como dice Enrique Molina. Yo
creía, hasta ahora, que el centralismo de Buenos Aires, tiránico y feroz, era el
causante de que voces más límpidas, libres de smog e inocentes de esas trampas
que se aprenden en la gran ciudad, silenciara deliberadamente las grandes voces
provinciales; bien porque, si no entraban en la “trenza” capitalina no valía la
pena proporcionarles un escalón para que trascendieran; o bien porque el ciudadano de
las grandes urbes y sus correspondientes popes culturales estaban
literariamente empachados de asfalto, rascacielos y suficiencia intelectual y,
por eso mismo, no tenían la
universalidad necesaria para apreciar a los que hablan del paisaje comarcal,
las costumbres del hombre de la tierra o la gloria de los sembradíos que le dan
de comer el pan de cada día hasta a los más prominentes señores capitalinos.
Desde
hace no mucho, he comprendido cuán equivocada estaba. Puntualmente, desde que
Edgardo Lois se radicó en nuestro pueblo. No debe hacer más de tres meses que
lo conozco, personal y literariamente. Él viene de la Capital. Sabe hablar
con conocimiento de causa de tango, de bares, de cafés, de gente de la noche
que “se las sabe a casi a todas”, de muñecas rusas que no cesan de dar
sorpresas, de hombres que “se la rebuscan” enseñando a hacer a otros lo que
ellos saben hacer bien, de grandes avenidas profusamente iluminadas, de grandes
aglomeraciones, de grandes “pavos reales”. Edgardo, tal vez porque el aire
barrial de Boedo tiene la cualidad de tiernizar el corazón, resguardando esa
parte más preciosa de nosotros mismos que nos hace esencialmente humanos y abiertos
a otros horizontes, conserva intacta su capacidad de asombro. Un asombro y un
deseo-capacidad de integración que se refleja en los muchos y muy buenos artículos
que ha escrito sobre gente de Gualeguay o directamente relacionada a nuestro
pueblo: Emma Barrandéguy, Carlos Montella, Derlis Maddonni, Pipo Etulain,
Cachete González, Daniel González Rebolledo, Negro Medrano, Carlitos Ántola…
Edgardo
tiene, si no me equivoco, ocho libros escritos en su haber; yo tengo tres de ellos; mejor dicho, dos; porque uno, con
hermosas fotografías y muy bellos textos, poéticos diría, me lo arrebató mi
nieta Bianca que está siguiendo la carrera
en la F.U.C.
de San Telmo. Los otros dos son: “Miradas escritas al acrílico” y “La Virutera”. “Miradas…” es
una recopilación muy feliz de estampas vivenciales, iluminadas por el afecto y
la sorpresa cotidiana. Está muy bien escrito, con una prosa rica, variada y
personal. Una prosa lúcida; una prosa con un sentido estético-ético que, por
momentos, incursiona en la filosofía; pero sin desbarrancarse jamás por los acantilados
de la pedantería ni levantar vuelos acrobáticos destinados a deslumbrar. Dentro
de su riqueza, es concisa y muy bien situada. Tiene estampas (no sé cómo
llamarlas de otra manera) entrañables, como “Hipérbaton en la panadería”(con
gusto y aroma de infancia universal), o “David Álvarez Morgade”, una conmovedora
historia donde Edgardo Lois hizo “lo que cualquier amigo”: “acompañó el viaje
al interior del llanto”. O “Héctor González, homo boedensis”, que “transitó el
centro del Universo: su barrio y las
periferias un tanto desangeladas de los distintos más allá siderales”. Otras
son jubilosamente desacralizantes, como “La Hermenéutica de un
documento de Samuel Tesler” que me provocó esa carcajada tan saludable, y tan
necesaria para respirar, que instila en un texto esa especie de chispazo dorado:
el sentido del humor bien manejado.
“Miradas
escritas al acrílico” no es un libro para leer rápidamente y después olvidar en
un estante de la biblioteca; es para leer pausadamente, tomándole el gusto,
saboreando cada oración, deteniéndose para captar el sentido profundo del
contexto, tomando distancia para volver a releer y experimentar nuevamente ese
íntimo regocijo que se genera cuando se lee un texto bien escrito.
Y
pensar que hace tres meses, yo no tenía ni idea de que existía “Miradas
escritas al acrílico”, ni su autor, Edgardo Lois; pero tampoco tenía idea de
que existía Mónica López Ocón; ni Rubén Derlis. Ni Hugo Ditaranto. Rostros
humanos que se presentan ante mí, aureolados por el afecto sincero que Edgardo
pone en su libro al hablar de ellos; letra que se encarna y dice: aquí estoy;
yo también escribo; yo también merezco que me conozcas. Porque, como para
muestra basta un botón, tres o cuatro líneas de ellos (siempre desde “Miradas…”)
me bastan para saber que escriben buena literatura, que me deleitaré leyéndolos
en el futuro, (Dios lo quiera) si mi nuevo amigo me alcanza otras páginas de
ellos. Entonces creo, ahora, que poetas
y escritores porteños y provincianos nos debemos un acercamiento, una
aproximación a través de la letra escrita. Para enriquecernos mutuamente. Para
que tanta página que merece trascender no se pierda sin alcanzar su blanco.
Para integrarnos. Para conocer más y mejor una idiosincracia, que también es
nuestra; aunque a veces nos desconcierte un poco. Necesitamos muchos más
embajadores de buena voluntad, como Edgardo Lois, este muchacho que ahora
reside entre nosotros y nos ha traído de regalo otras voces, otros acentos,
otras pasiones.
Otro
día hablaré de “La Virutera”.
Porque ¿sabés, Edgardo? “Tus libros se ganaron la lectura”.