Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

miércoles, 7 de diciembre de 2022

Rapaz en la urbanía

 

Collage de Mario Bellocchio

Sucedió en la mañana. Temprano. En la luz cercana a las siete. Hace unos tres años. Antes de la pandemia. En Boedo. En un balcón interno. En el barrio donde me gusta encontrarme. Donde soy. En una galaxia llamada Buenos Aires. Cerca de las siete de la mañana a principios de la primavera. Cuando sucedió volvía este escriba desde una noche de tormenta. A lo Turner. Siempre fuego en el cielo. Oleaje de guiso revuelto. De cables pelados, de recuerdos en punta con filos silenciosos, muy silenciosos. Desesperados, callejeando a los saltos. Tensos. Abismados, revolviendo basureros en los puentes colgantes de la memoria. Una garganta de Diablo. Y sin embargo, el silencio. El misterio del silencio. Muchas veces el silencio es una enredadera que guarda su raíz bien adentro en la sangre, y crece afuera. El silencio aferrado al muro. O al espejo del baño. Frente al espejo, en algunas historias, la palabra pierde su esencia, y entonces calla, o apenas murmura. Puede suceder que, entre las vueltas que da la calesita, resulte un bocado más para el olvido.

En el silencio se escuchó la urgencia del gato. Las uñas en velocidad sobre el techo de chapas del refugio. Felino que pisa el acelerador. Como en los dibujos animados. Su rastro sonoro señala que el animal en fuga cruza en diagonal el techo del dormitorio. Bajo el techo la cama desde donde el testigo -este escriba- observa con atención un cielo de madera. El sonido de la corrida indica el ángulo de llegada. Fin del techo. Misteriosa jugará, de ahora en más, la puerta ventana que da al balcón. Una cortina clara, gruesa, dice “no” a las formas del exterior: macetas con plantas, un tender colgado de la pared, un gato que corre aterrado por la medianera. La cortina dice que “no” a las formas explícitas, pero habilita ciertas presencias a través de las sombras. Por eso los movimientos del gato dan origen a la carrera esfumada de su sombra, hasta que ésta derrapa hacia la izquierda, y desaparece. ¿Salto a otra pared? ¿Salto al vacío? Pude ver el desprendimiento de la sombra. Nada más supe del gato.

Luego regresó el silencio. Duró solo un momento. Aparece entonces en la mañana una perturbación auditiva. Molesta. Extraña. Desconocida. Como llegada de otro mundo. Si me hubiesen dicho que así es la voz de los muertos. O que así es la voz de los habitantes de otro planeta. Quizá hubiera aceptado la explicación. Nunca había escuchado aquella voz, porque resultó ser una voz. Metálica. Salida como a través de un caño de metal, angosto y con múltiples cicatrices. Una voz que era un raspón profundo. Un raspón seco, sin sangre, se unía al siguiente. Una voz que murmuraba. Una seguidilla de tajos. Tal vez filosofaba o elevaba un haiku, o una plegaria, a su dios.

El piso de la habitación estaba fresco. Con paso lento llegué hasta la puerta ventana. Una escena a puro suspenso. Creí percibir una sombra dibujada a mano alzada sobre la cortina. Nada en mi imaginación. Enigma. Solo una sombra en el exacto momento en que renacía el silencio. La voz ya no reza. No murmura.

Una vez parado frente a la cortina, llegó el tiempo de mi mano izquierda, dedos índice y mayor juntos. Y desde el marco. Muy lento. Empecé a deslizar la cortina. Un par de centímetros. Pude ver que me estaban mirando.

Tranquilidad en la mirada. Los ojos en su silencio. Una magia de hechicero. Un mensajero del cielo avisa, a través de la ventana, que ha llegado. Mensajero -me dije- porque trae un mensaje.

Pude ver que el fantasma del más allá -o el viajero del espacio; o el nauta del tiempo- permanecía inmóvil sobre el tender desnudo. Aferrado a las varillas blancas. El tender sin ropa estaba semi plegado.

Me miraba. En sus ojos un brillo de burla y lástima por quien acababa de descubrirlo. Desde la puerta ventana contemplaba, con sorpresa y admiración, el porte, la presencia fantástica de un carancho. Nunca había visto uno tan grande.

El pico. Las garras. Los colores de una paleta de gamas bajas salpicada por toques de color salvaje, llenos de luz y fuego. Percibí que el carancho se sabía superior. Me despreciaba. Aguardó unos momentos. Esperaba mi reacción. Quizá aguardaba mi voz. En el mientras tanto entregó su mensaje. Su verdad. La mirada.

Sucedió entonces el primero de los saltos. Aleteo corto hasta la pared cercana. El segundo salto hacia la pared del balcón de enfrente. Vuelo de pocos metros sobre los patios y el pasillo de entrada al edificio. Un último salto, las alas extendidas, impresionante despliegue con su máxima envergadura, hasta alcanzar el techo de chapas. Por último desapareció camino a su cielo de origen.

Poco sabía de la presencia del carancho. No es parte esencial de la urbanía que dice de la poética de Buenos Aires. Sucedió entonces que la aparición urbana se enredó en el pensamiento. Y quise saber.

Su nombre de científico decir: caracara plancus. Estirpe desde la cripta: falconidae. Platos gourmet: carroña, insectos, roedores, ranas, culebras y lagartijas. Una máquina de eterno picoteo, tirón y desgarro. Merodeador del cielo y la tierra. Oportunista. Detenido su vuelo, sabe elegir el mirador. Contemplación y pensamiento. La gran ciudad lo recibe. Ave de contextura robusta. La piel desnuda que rodea el pico es de color rojo. Marrón oscuro la parte superior de la cabeza. Fuerte el pico, con bordes afilados, color hueso. La parte superior es más larga que la inferior, pico que se curva hacia abajo, y que parece un gancho. Esbelto el cuerpo. Camina erguido. Color café oscuro. Barras blancas intercaladas en el café, así el lomo. Cabeza con una cresta corta. Patas amarillas, ganchudas, uñas negras. Cuando vuela aparecen dos manchas blancas en sus alas.

De tanto pensar escribí,  entre hechos y fantasía, un puñado de páginas, una memoria del encuentro cercano del tercer tipo con el carancho:

“El carancho anida en las altas torres de telefonía en la mar urbana de la gran aldea. Habita el rapaz en los barrios queridos por Calixto: Boedo, San Cristóbal, Almagro, Balvanera, La Boca. El carancho en los altos miradores de la ciudad. Desafía, desde la altura, el pico afilado sobre los barrancos: avenidas, calles, pasajes, y balcones. En cada vuelo la búsqueda del sustento, la posibilidad de llevarse las almas de los descuidados. (…).

“En noches de insomnio supo Calixto que cerca de los años ’30, en cercanías del río Pilcomayo, hubo un hechicero de fama, cuyo nombre fue Carancho. Un hechicero mantiene trato con los espíritus, sabe de demonios, y de sus turbias influencias. Un hechicero es un conocedor del lado oscuro de los días. Un hechicero sabe de la muerte. Un hechicero, allá lejos y hace tiempo, eligió llamarse Carancho. Otra vida en el misterio.

También supo Calixto, durante una noche del mes de octubre, que el carancho es un pájaro que en los pueblos originarios se lo relaciona con las crecidas de los ríos ocasionadas por la lluvia. El carancho como emisario de aquello que va a suceder. Carancho hechicero. Carancho nigromante. Entre los nuevos saberes de Calixto se guardó, sobre el filo blanco de una madrugada, la secuencia de una película nacida como lectura. Un carancho, en solitario, canta o grita, una sola vez, mientras vuela sobre una calle. El carancho anuncia de esta manera que alguien va a enfermar, o que puede ser acuchillado, o víctima de un daño, o que simplemente terminará muerto. El carancho canta la premonición un mes antes del hecho. Luego regresa, al vuelo y a su grito sobre la calle, con marcada insistencia en cercanía de la fecha señalada. Vuela cada vez más cerca del suelo.

El carancho que se apareció a Calixto aún guardaba altura cuando soltó su voz de hechicero”.

Hace tres años que el carancho se posó en el tender del balcón interno. Supe que una encrucijada caótica es el nido del carancho. Desde la cuna manda la incertidumbre, las espinas. El rapaz se guarda en el misterio de la vida y de la muerte. “Vivir en el misterio”, así dijo el escritor Otto Carlos Miller en el Margot. Lo escuché. Dijo que Homero Manzi vivía en el misterio. Dijo también que necesario es vivir en el misterio. Manzi, otro nigromante. Otro mensajero. Un misterio universo. Un misterio de urbanía. El carancho trajo el mensaje desde el misterio. Desde su misterio se hizo impulso poético para esta tinta sobre el vuelo de ciertas criaturas sobre el cemento, y en el cielo de Buenos Aires.

Hay un carancho eterno en el tender del balcón interno. Hace años que lo anoto en tinta roja. Traía un mensaje en la mirada.



miércoles, 19 de octubre de 2022

Apuntes de Buenos Aires (selección)

Rolando Lois por Alejandro Lois

  

Una chispa en la noche. Una imagen. Un pensamiento. Un recuerdo. Un sucedido en el día más simple. Una caminata por el barrio, la ciudad. Solitario. Silencioso. El impulso de tomar nota, de laborar el apunte en la memoria de la novela propia. Aquí un adelanto de los textos aparecidos. Título de la fantasmagoría completa: Apuntes de Buenos Aires.

 

sucedido en las calles el fin de la infancia / gira la tapa del frasco / que guarda las bolitas con que jugara mi padre / el pibe de Boedo que sería mi padre // guarda además el mismo frasco las bolitas con que jugara el pibe que fui // el pibe que viajó hasta éste / mi hombre viejo que regresa en mi mano de escribir // aprieto fuerte y suelto un puñado de bolitas / sábado sobre los adoquines del pasaje / San Ignacio casi Boedo / las bolitas chocan entre sí / estalla el cielo en esta tierra / pinta mundos calesita de plaza // recuerdo y olvido / las sintonías del tiempo // en los barrios de una Buenos Aires parida galaxia / canta el poema la memoria de los viajeros / clarea la ceniza del río

 

un destino el aroma / pincelada de azar en la vereda al sol / remolino el color el impulso vital / en el aire de la mañana / salir y caminar el barrio / nada más simple // tan humano el movimiento / de quien nunca tiene toda la baraja / esa ronda para dar y hacer / el bien o el mal / tan lejos la certeza // aquello que se puede / una manera de nombrar el misterio

 

un nosferatu descarado sobre la avenida / pleno sol en la mañana / triunfal sobre la luz / levanta lleva transporta / sobre su gorrita amarilla / un ataúd barato flamea en el viento // caminito con dos nosferatus / tramo corto entre el camión y la funeraria / entre la planta y el hormiguero las hormigas // ataúdes livianos / brazos estirados en la altura / el peso de lo vacío / sobre el hombro / el nosferatu sin gorra / también levanta lleva transporta // alrededor del laboro silente / en medio de la vida veloz de avenida / pocos ven la secuencia / un aire chamuyo de incierto después // ataúdes livianos como en el cine / nosferatus de ciudad pandemia / no filma Murnau ni Herzog / dice el testigo que todo llega / huésped llamará en hormiguero / cuando mientras tanto la avenida suceda

 

la garúa de los días / se llevó el color de la rayuela // esqueleto negro ceniza / sigue siendo escalera hasta el cielo / en un destino de vereda / de barrio natal // bajo el cielo nublado de la mañana / un viajero / la piedra de la locura en su mano / juega sortija en tiempos oscuros

 

el poema más sustancioso / que leí en los últimos tiempos / fue un pastel de papas / que con sus manos hizo Virginia // pleno el poema de colores y pequeñeces / de sílabas como en fiesta de plaza / completando las palabras necesarias / para decir la felicidad // sucede cuando al fin el arte vence al hambre / sí, porque hallada fue la felicidad en un poema / hecho de libertades y encuentros / a la mitad de un día / dentro de un mundo libro / una casa con amigos

 

en la calma / el aroma / el pensamiento de la lluvia lenta / una gota aquí / otra más allá // mientras la lluvia / te dejo memorias // para vos la lluvia / que nos trae, nos lleva / desde la ventana de ayer / cuando la vida comenzaba / una vista de techos bajos / pulmón de manzana / barrio de San Cristóbal

 

una ronda de vino tinto / en noche de palabras amigas / sucedió en Boedo / mi tío Juan prometió / que si había manera / volvería // después del trago prometimos / quien primero viaje / vuelve y avisa // sucede en sábado / en Boedo / cuando abre su mono la medianoche / un algo misterio gira / retorna y gira / y desliza en la copa / y retiembla en su centro la memoria // verdad es / cuentan felices / las palabras alrededor del vino

 

Jesús permanece caído / sobre los adoquines de Somellera / de pie la virgen María / que las mujeres casi siempre // otros personajes / católica la pertenencia / rodean en extraño pesebre / al Jesús adoquinado / a un lado del contenedor de la basura // el grupo de figuras / esmalte impecable / refleja los brillos del sol / en la sombra que nace de un auto estacionado // sobre los adoquines / otros personajes abandonados / a la deriva // el silencio de ciudad pandemia / torna visible lo invisible / cuando cercano el contenedor / el auto ajeno

 

de vez en cuando / encuentro un viento misterio / volando avenidas y calles // ocurre cuando salgo del puerto de mi refugio / sin saber a dónde ir / sin para qué alguno / caminar con el destino puesto en la nada / así viajero hasta que el paso avise cansancio y olvido // cuando salgo a matar tiempo que achique la espera / digo que puede ser / las historias se curvan y besan la tierra / cuando hay un misterio en el viento sideral de Buenos Aires

 

la realidad es un dragón de komodo / que se traga un mono / (nada de monito) / un mono mayor de edad / que solo puede defenderse voto en mano // aún está vivo / la mordida del dragón al cuello / respira / mientras lento deriva a bodega // la boca del dragón se cierra / estira el cuello / se mantiene erguido / la vida se apaga / dentro del rey de amarillo // a la vista la promesa / un puñado de decretos con mordida feroz // las maneras del dragón / avisa rapidez obscena

 

dentro de la nueva mañana / solitario el churrero de ayer / al lado de un changuito destartalado / ofrece churros en la puerta del vacunatorio // en tiempos finales de ciudad pandemia / alta la voz en la avenida // nadie en la vereda / un espantapájaros aburrido en la puerta / vacío el playón de San Lorenzo // churros hace / dice que hace pero no vende / el churrero establece el gesto / entona como plegaria / lejano canto de rana / no hay arboleda y menos un charco / churros ofrece el llamador / mientras aguarda una señal la magia necesaria // sucede la mañana / repite el sol / se arrastra por el cemento

 

de repente la palabra / este apunte amanecido / de repente la vereda bajo el sol // incertidumbre está? / claro que sí / viste sombra de rosa china / lejos en la infancia // ensoñación de alma guía / de repente es la ciudad / que regresa y se va / es el barrio de repente // en el refugio / espera el día vuelto silencio

 

la terraza / en una casa de barrio de ayer / donde despacioso acude el pasillo hasta el corazón de la manzana / una enamorada besa el muro / abrazos abajo hay un jardín // en la terraza / una comunidad de arañas pequeñas / juega en su insignificancia / un pasillo de alambre es cada noche / a resguardo de miradas el curioso laborar // en cada broche la telaraña amanecida / sorprende su casi infinita levedad // muerde el broche la ropa / morderá la araña de su broche tejido / modesta la mecánica que aguarda y atrapa la humedad del universo // no hay broche libre de telaraña / cuando llega el dios simple del quehacer humano / desde la tierra sube los escalones donde deja su marca el tiempo // en la terraza / desborda de historias el fuentón amarillo // la mano húmeda abre los broches / muerde el destino / la memoria de las arañas

 

veo aparecer a mi padre / camina como ayer / viene desde el abismo prometido en una hoja en blanco // nuestro padre vuelve gracias a la mano del artista / mi hermano / lo compone a trazos cortos y largos / leves y acentuados / que así se respira aquí y en el más allá // una línea de algo misterio es la muerte / más otra línea de corte espiritista convoca el lápiz / y nuestro padre carga dos cuadros / uno por mano / mira las veredas que pisa / sucede en Boedo donde se hizo hombre // el abismo ya no es blanco / en la memoria la carbonilla de lo humano // el padre como salido del viento / como si ahí estuviera esperando / cada vez que un hijo dibuja / mientras el otro escribe

 

el cielo bajó a la tierra / Mármol casi Las Casas / la urbana constelación del escarabajo // cada estrella un color de ayer / rojo negro verde / el brillo / en la nao que aún puede / la quietud / cuando el silencio apaga el viaje // ceremonia pagana / ofrenda bajo los árboles / una memoria simple en barrio universo / los escarabajos sueñan en la calle / aguardan la chispa / que cosecha el mago en su taller mecánico // el hacedor boceta el juego cambiante del día / con mano amiga / estaciona un escarabajo aquí y empuja otro más allá / asfalto y vereda / la constelación a media mañana // en tierra santa / aún se recuerda una historia de encrucijada



jueves, 6 de octubre de 2022

Desde el Cao



Escuché el llamador en la memoria. Otra aparición. Fantasmagoría en medio de la escritura. Desde el más allá del cielo de Boedo y San Cristóbal saltó sobre la cubierta del barco Guillermo Pérez Bravo. El buen fantasma del Gallego apareció mientras trabajaba en un texto sobre Buenos Aires. El susodicho texto lo pedía mi amigo poeta José Muchnik. Texto para acompañar la reedición de su Guía poética de Buenos Aires. Invitó el poeta a un puñado de escribas. Todos ellos sentados a una mesa de amigos en el Margot. Sucedió entonces que el Gallego se descolgara en la cubierta de una tinta que intentaba decir Buenos Aires, nuestra galaxia. Pasaron unos días. Luego de aparecido en el texto, Guillermo regresó eterno en la fotografía que le tomara Mario Bellocchio. Primero volví a lo escrito cuando supe de su muerte, en agosto de 2012. Y luego a la nota publicada en Desde Boedo en abril de 2011. Su título: Navegar mar afuera. No tenía consciencia de la cercanía de las fechas. Seguí el impulso. Trepé al árbol donde guardo casi todas las charlas que mantuve con viajeros de Buenos Aires. La idea siempre fue escuchar aquello que el otro contaba, el elegido, el que bien podría ser personaje de novela o que ya lo era, porque viajero él en el barrio, la ciudad, y viajero él en la crónica, la novela o el poema. La susodicha ciudad en su escritura cotidiana. El Gallego timoneaba el barco interior del Cao desde detrás de la barra. A lo largo de la misma se disponen los tres mástiles que sostienen el cielo del bar. Tiré de la sortija en el árbol donde guardo lo dicho por tantos viajeros, y fue rescate la tarde de un día de marzo de hace años. ¿Y eso?, preguntó. Yo no había avisado de la presencia del grabador.

Regresa. Vuelve. Retorna. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Aroma de barrio. Matheu e Independencia. Esquina de ochava vidriada. Las mismas baldosas que gastaran los hermanos Cao. Los charlistas sentados ya en la órbita de la mesa de café. El Gallego detrás de un Fernet. Regresa el murmullo del bar. El de la vereda. La voz que cuenta. La que pregunta. Las que pasan cerca de la borda. Los autos en la avenida. La tranquilidad del Guillermo Pérez Bravo, dibujante.



Recuerdo que el Gallego sintonizaba la radio en el Cao, entre tango y rock encontraba momentos especiales de Los Beatles, Led Zeppelin, Deep Purple. Navegar mar afuera, un tema de Quemar (álbum de Deep Purple) sigue sonando cada vez que vuelvo a lo dicho aquella tarde. El tiempo, el mar se escurre entre las historias: Nací en Galicia, en el pueblo más lindo de Pontevedra, O’Grove, fundado por una familia de origen celta. A los cuatro años me trajeron para acá, soy más porteño que gallego. En el año 90 tuve la suerte de recibir un dinero de una casa que se vendió allá, me lo dio una tía, me dijo: es para vos si prometés que vas a ir a conocer el pueblo. Fui, allá viví un año. Soy del 49, volví a los cuarenta. Tuve el tino de llevarme los pinceles para pintar letras de publicidad, acá laburaba de letrista y hacía un poco de fileteado. Me encontré con que allá pintar los vidrios no se usaba mucho. Al principio tenía guita, pero después tuve que laburar. Ofrecí mi trabajo en una ferretería y ni siquiera pasé presupuesto, arreglé el pago para después, que mandara el resultado, y así fue, me pagaron más del doble de lo que yo tenía en mente. Les gustaba el toque que le daba a las letras y me empezaron a conocer. Fui un poco a hacer la vida de mi viejo, que fue marinero, entonces iba a todos los boliches donde paraban ellos, compartí vinos, me agarré unos pedos mortales, hice amigos marineros. En el verano levantan los barcos para calafatearlos, pintarlos; empecé a pintar barcos, a pintar sus nombres. No les cobraba, me daban lo que ellos querían, me parecía mal cobrar por hacer algo que para mí era un placer. Me llamaron de un bar para pintar un mural, yo había trabajado acá con un grupo de docentes muralistas, el fundador del lugar había muerto y también había sido pescador. La hija quería pintar su retrato, me dio una foto del viejo remando en una dorna gallega, una embarcación pequeña de remo y vela cuadrada, y me indicó la pared del boliche, lo hice y me pagaron una enormidad de guita, dije que me parecía mucho, pero estaban conformes: el trabajo al parecer lo valía. Siempre me impresionó la actitud de los comerciantes, yo estaba acostumbrado a los de acá, que siempre te pichulean el mango.

Una vida dibujando mientras la calesita con sortija gira en la orilla de una ría, cuando el sueño del mar entra a la tierra: Toda la vida dibujé. Digo que a mí me nació. Qué sé yo, a los siete años copiaba historietas. Cierto que mi viejo dibujaba muy bien, pero él no se dedicaba al dibujo, él hacía maquetas en miniatura de barcos veleros, tengo todavía un par de ellas en casa: la última, una goleta de tres palos sin terminar. Siempre me impresionó ver cómo hacía su trabajo, los detalles, las roldanas, los mástiles, las sogas, con una navajita, sin clavos, todo encastre, creo que un poco puede venir por ahí. Mi viejo tenía el pueblo en la cabeza, un pueblo que da al mar, a la ría, todos sabían de barcos, especialmente de veleros, los tipos se manejaban la vida pescando. Desde ya que todo ese laburo artesano jamás se lo pagaron bien, los hacía y después prácticamente los tenía que rifar.

A Mitad de los ’80 fue cinco años a Estímulo de Bellas Artes a tomar clase de modelo vivo: Había tomado una velocidad impresionante con el dibujo. Mi ídolo era Toulouse-Lautrec. Pero después quedé marcado por todo el movimiento impresionista, con su ruptura.

Su abrir la puerta para salir a jugar: Laburo mucho con el automatismo, empiezo a tirar líneas sobre el papel y voy encontrando formas. Soy figurativo, pero ejercito el ojo de esta manera, puede haber un disparador externo, pero no necesariamente. En definitiva trato de encontrar distintas maneras para entrar al juego, porque de eso se trata.

En el juego íntimo: Con el dibujo soy un anárquico, no hay vuelta, ante todo dibujo para mí, lo hago por placer, no dibujo para ver qué pensás vos, desde ya que si le gusta a la gente mucho mejor. Funciono con las ganas, como ser ahora hace meses que no hago nada, no hacer no me asusta, pero me doy cuenta de que algo me falta, es mejor si vivo dibujando. El placer primero es para mí, y es además una excelente terapia, cuando estás dentro de un dibujo te olvidás del mundo, te olvidás de lo que pasó acá adentro, qué problema tengo con mi mujer, estoy ahí, en el dibujo.

Cuestión de principios: No me considero un artista, yo dibujo, intento crecer, pero no tengo techo, una meta, yo no dibujo para vender, de hecho agarré este trabajo para seguir haciendo lo mío. Siempre estoy desconforme con lo que hago, nunca me la creo, ni siquiera cuando el elogio viene de parte de un artista como Jorge Meijide, que es un amigo. El asunto es seguir encontrándose con uno. Las apariencias del mercado no me interesan, podés putear por las injusticias que genera, pero la cuestión del arte, de aquellos que se acercan a la categoría, pasa por otro lado.

La mirada desde la cubierta del Cao: Detrás de la barra, en algún papelito, siempre dibujo algo, un esbozo mínimo, una mujer que me interesó, un viejo leyendo el diario, en Estímulo aprendí a plantar una imagen en poco tiempo. El trabajo me gusta, este es un lugar que está vivo, la gente lo hace así, viene gente de valor. No creo que pueda vivir solo dibujando, en algún lado soy bastante vago, soy de dar mucha vuelta, porque tengo fe en mi facilidad y rapidez, y muchas veces me pierdo en la contemplación. En mi caso no sé si dejaría de trabajar en un lugar como este, por esto que te digo, la gente, que es muy interesante, acá vienen artistas como León Ferrari, que tiene el taller cerca, y Jorge Nigro, el hecho de que vengan a este bar para mí es un aliciente. Es mi trabajo, pero tiene un agregado. No podría dejarlo porque necesito comer, con mis pinceles siempre viví galgueando, estoy obligado a tener algo seguro, y pienso que no está tan mal, peor ser bancario o trabajar en una oficina: acá nunca es lo mismo. Sigo haciendo lo que quiero hacer, dibujo, y siempre hay que pagar un precio, porque guarda, está todo bien, pero esto sigue siendo un trabajo y como en todos, también se putea.

El Gallego de regreso. El salto sobre la cubierta de mi tinta. Escucho la charla en aquella tarde. Busco lo publicado. Escribo esta tinta para otra vuelta bajo el sol. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.

Foto de Mario Bellocchio


jueves, 29 de septiembre de 2022

De "Apuntes de Buenos Aires" (dibujo Alejandro Lois)


 

veo aparecer a mi padre

camina como ayer

viene desde el abismo prometido de una hoja en blanco

 

nuestro padre vuelve gracias a la mano del artista

mi hermano

lo compone a trazos cortos y largos

leves y acentuados

que así se respira aquí y en el más allá

 

una línea de algo misterio es la muerte

más otra línea de corte espiritista convoca el lápiz

y nuestro padre carga dos cuadros

uno por mano

mira las veredas que pisa

sucede en Boedo donde se hizo hombre

 

el abismo ya no es blanco

en la memoria la carbonilla de lo humano

 

el padre como salido del viento

como si ahí estuviera esperando

cada vez que un hijo dibuja

mientras el otro escribe

jueves, 8 de septiembre de 2022

Eduardo Noriega: Click, el sonido que nos lleva

 


Pienso en Eduardo Noriega, amigo, fotógrafo. Nunca se lo dije. En estos años pensaba mucho en él. En su elección de lejanía con el mundo. La última vez que compartimos tiempo fue alrededor de una mesa de café sobre Avenida Boedo. Luego nuestra ciudad -porque hubo un tiempo en que tuvimos la nuestra- fue ciudad pandemia. Y en el después, en los días de presente cercano, las palabras se me fueron guardando para un mañana que, al final, no existió. Eduardo se fue alejando del puerto. Despacio, a conciencia. Lejos de la fotografía. Como los escritores que eligieron decir No, ya no escribo más. Preferiría no hacerlo. Sin click en los últimos tiempos. Disparo. Click. El sonido de la muerte que nos lleva. Dejó la herramienta, el oficio, porque sentía y pensaba. Necesitaba la lejanía. Elegía. Así aguardó en su bote, tranquilo y esperanzado, como en mientras tanto de pileta de revelado. Hasta más ver. Hasta que su mirada celeste se abismara en el más allá. Se fue de abismo en mano, ayer, a mitad de agosto. Murió el amigo. En una nota que publiqué, en Desde Boedo, sobre su quehacer artístico, allá por 2010, anoté esta foto: “Eduardo Noriega habla pausado, trata a cada momento de hacer foco en sus ideas. Sabe contar aquello que piensa y que siente, sabe acomodar los elementos en el escenario y también sabe disparar palabras claras, rápidas, para cerrar un pensamiento. Habla de la misma manera como hace fotografía. Está cómodo en la vereda del Cao, aunque su hábitat natural sea la vereda del Margot, a escasa media cuadra de su casa (…)”.

Nos presentó una amiga en común. Liliana Bustos. Una mujer cronopio de cámara y lapicera en mano. Constructora de puentes que comunicaban miradas humanas. Una mujer con sombrero. Estuvo de corta gira -en su Buenos Aires refugio- hasta que un día levantó los brazos y llegó al cielo de Boedo. Una viajera nos llamó al viaje. Hermanados partimos con la intención de asomarnos al mundo del arte.



Eduardo dijo sobre la fotografía: (…) Creo cada vez menos en la inteligencia, y sí en los sentimientos y en los sentidos, valores naturales que tiran muchas barreras abajo, principalmente intelectuales; intento hacer fotografía en ese sentido, no me gusta pensar cuando hago la foto, no me gusta trabajar sobre ensayos, me gusta que la imagen me sorprenda y me produzca algo, eso en principio, si es así vale la pena hacer la foto, después se verá si es buena o no, luego debe pasar por mi tamiz, decido si la muestro o no, porque le debo respeto al público. La Fotografía es una conexión entre el público y el fotógrafo, y es una relación que debe cuidarse.

Su manera de definirse cuando el click: La fotografía ha evolucionado mucho técnicamente, pero no sé hasta qué punto ha evolucionado desde lo estético; para tratar de acercarse al arte, nada mejor que ser lo más auténtico posible, si hay autenticidad uno se puede conectar con su tiempo, ahora que si se sigue alguna moda, la cosa es distinta; hoy se estila bastante, es el camino fácil, pero el desafío está en romper con el paisaje bonito, el desafío es fotografiar y no caer en la obviedad de los paisajes, romper con lo previsible y agregarle algo, tu mirada. La máquina es la herramienta, las modas desaparecen, y los fotógrafos que sí hacen historia son los que tienen personalidad, los que son únicos: los que son ellos mismos. A mí nunca me interesó la tendencia, no me gustan que me digan lo que tengo que hacer, hago fotos de lo que considero mío, la fotografía es una especie de proyección, salgo y me llevo la imagen que me atrae, después decido qué hago con ella, después veo si tengo la posibilidad de llegar con ella a los demás. La fotografía es tan objetiva que es una complicación, y lo que hay que sortear es esa objetividad para ponerle subjetividad, hay recursos: enfoques, encuadres, etc., o sea una parte técnica y nuestro interior. Fotografío para mí, prueba y error permanente buscando que la imagen me represente. La fotografía es una especie de certificado de la realidad, como dice Roland Barthes: Esto ha sido, no admito intervención en la esencia de la foto, la foto es certificación y memoria, el click es principio y final, Barthes dice que el click es el sonido de la muerte, es lo que fue y que ya no podrá ser.



Siempre el agradecimiento al maestro: Es una necesidad sacar fotografías, empecé a los catorce años, hice muchas fotografías tontas tratando de hacer lindos registros, hasta que después decidí perfeccionar la técnica, fue así como hice un curso con quien fue mi maestro: Eduardo Gil, que me llevó a entender que la fotografía podía ir muchísimo más lejos del registro bonito, correcto. A partir de ahí inicié mi trabajo de búsqueda, que es ante todo interno. Nadie puede fotografiar más allá de lo que tiene adentro; podés aprender a perfeccionarte, pero siempre para mostrar el contenido de quien fotografía.

Eduardo Noriega toma una foto de la duda: En el trabajo es indispensable. No cree en absolutos, el viajero adhiere a la sintonía de lo relativo: Siempre hay que ver desde dónde se mira, desde dónde se piensa, hay que tener en cuenta el entorno antes de poner el título.

Muchas veces viajero de la galaxia Buenos Aires, y su aroma de urbanía: Sí, me lo han dicho, pero en mí no hay una intención, sí, hay muchas fotos de ciudad, pero no sé si hay un interés en la gente, hay un interés en la imagen, no es que la gente no me interese, pero primero es la imagen, puede haber gente o no, busco imágenes que retraten mi universo, aquello que me moviliza, pero la estética es la primera invitada. Muchas veces sucede que primero busco un escenario, me puedo pasar una semana esperando a que suceda algo en el escenario elegido, saco muchas fotos y encuentro cosas, me gusta trabajar con el escenario, sí, es una especie de trampera, en realidad somos pescadores con caña y cordeles; también crucé Corrientes a la carrera porque en un segundo se me ocurrió una foto que podía suceder en el instante siguiente, corrí y disparé, es otra manera, y ahí el azar es fundamental, bueno, siempre lo es en fotografía, porque podés esperar y calcular todo lo que quieras, aprestar tus herramientas, tomar la decisión, pero el azar puede colocar lo suyo, el azar te puede ocultar o puede incorporar elementos. Por eso está la repetición, hay que tener mucha soberbia para hacer un solo disparo y guardar la cámara, se intenta la corrección en los disparos sucesivos, una manera de buscar la victoria.

Sucedió que no nos vimos durante algunos meses. Lo encontré una tarde en el Cao. Corría 2011. Me cuenta que había hecho una selección de aquellas que consideraba sus mejores fotos. Quedamos para un próximo café. Fijate, dijo. En una caja había ciento y pico de fotos. Algo me pasó en la recorrida. Algo físico. Pregunté si me podía prestar las fotos por unos días. Seleccioné 54. En rápido movimiento mágico ordené por tema dentro del viaje que apareció a la vista. Desde lugares de la provincia de Buenos Aires hasta la gran ciudad. Antonio, el nombre del viajero. Escribí un texto para las diez primeras fotos. Eduardo leyó en el Cao. Dijo: Nunca pensé que mis fotos pudieran servir para ésto. Así comenzó a componerse Guía de Buenos Aires (una ficción), libro publicado a finales de 2011.



Pienso en Eduardo Noriega. En su manera de alejarse del puerto: el barrio, la ciudad. De a poco dejó de trabajar el oficio de la esperanza con su herramienta. Hombre de máquina de fotos y de pensamiento a la mano. Insistí para que retomara el ejercicio de la fotografía. En el oficio veía la oportunidad de un tiempo futuro. Pero Eduardo había elegido. Lo ofendía, además, la sociedad tan floreciente de miserables en la ciudad del maligno rey de amarillo. Su arte de fotógrafo descubriendo la vida triste en Buenos Aires.

Nos invitó al encuentro una mujer con sombrero que nunca olvidamos. Sucedió en Boedo, en la Buenos Aires que fue nuestra. El refugio fotografiado en riguroso blanco y negro. Las memorias mientras Eduardo elegía velar su rollo en la distancia. Como si ya hubiera partido. Volvía, estaba, solo para sus afectos. Entonces jugaba otro tiempo sobre la vereda. Hoy queda la memoria. Su retorno como buen fantasma. Como sucede en esta tinta de color rojo. Reciente su trazo. Tinta que dice que nos vamos alejando. Regresa. Sueña el poema una primera línea: Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.

Dijo Eduardo al final de la charla en 2010: Trato de usar el tiempo, porque lo único que tenemos es tiempo. A nuestra manera, amigo. Click, el sonido que nos lleva.



miércoles, 10 de agosto de 2022

Regresa Martín Coronado, escritor

 

Composición fotográfica: Mario Bellocchio

La casa retorna durante el sueño de la palabra anotada. Aparece. Avisa. Retorna a su vez el puñado de páginas escritas para un libro que no fue. Regresa Martín Coronado, escritor. Sol que vuelve al fuego en el presente. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.

Jugué entonces, allá lejos, a la escritura de una biografía de Martín Coronado. La búsqueda indicó que nadie la había escrito. Fue un sentimiento, un impulso. Debía hacer los primeros movimientos. Me invitaba la casa rosa sucio vista en la infancia. Desde el altillo que se guarda en la galaxia que deriva, la memoria, rescato el primero de aquellos textos:

 

“El recuerdo pertenece a mis ocho, diez años.

Camino con mis padres por la calle larga. Había que caminar mucho para llegar a la casa de la abuela Eufemia.

Cerca del campo de los curas suelto la mano de mi mamá y corro hasta un alambrado que está prácticamente cubierto por una enredadera.

Entre las hojas y las flores de un color violeta pálido descubro con mis dedos el alambre. Hago espacio para que la mirada avance.

Veo la casa.

Vuelvo a ver la casa.

Está pintada de un rosa sucio y su techo es de tejas. No es una casa grande. Al frente tiene una especie de galería de techo de chapa; la sostienen tres o cuatro parantes de madera. La puerta y las ventanas son viejas. Todo es viejo, otra época.

Cada vez que iba en camino hacia la casa de mi abuela, quería acercarme y mirar la casa. Siempre estaba cerrada.

Después, supongo, miraría a mi papá. Una manera de decirle que me gustaba mirar la casa del escritor. Desde muy chico me acompaña ese conocimiento. Un escritor, como un pintor, es una persona especial. Abrí los ojos en una casa donde había dos bibliotecas. Mi papá, artista plástico. Tenía amigos y conocidos que también eran artistas. Mi abuelo paterno, Julio Martín, escribía poesía. Desde muy chico sé que la casa de un escritor no es una casa más, aunque en verdad lo sea.

Por esta razón sentía un mayor respeto por la casita rosa.

Llegó el momento en que dejé de verla, primero porque ya no hizo falta visitar a la abuela Eufemia, y porque después fue un imposible.

La casa guarda un lugar en mi memoria. Siempre la veo, siempre vuelvo al alambrado y la enredadera.

Una casa de escritor en la localidad de Martín Coronado, en la provincia de Buenos Aires”.

 

Así abre el libro. Crónica de caminante. Cronista de uno mismo, dijo Otilia Da Veiga, poeta. El segundo texto proviene de una tarde de encuentro:

 

“Camino hasta la bóveda de mármol negro.

Una construcción sobria. Está cerca de la pared del cementerio.

Un gato acostumbrado a la proximidad de las personas pasa frente a su puerta.

Espero a que el felino, de andar tranquilo, termine de pasar, y avanzo los dos pasos que me separan del objeto de mi curiosidad.

Quiero mirar en su interior. Veo poco o nada. Por lo general las puertas de las bóvedas se comportan de manera mezquina.

Hace unos días leí unas líneas escritas por el poeta César Vallejo: Una casa vive únicamente de hombres, como una tumba.

Pienso en la casita pintada de rosa que vi tantas veces cuando era pibito.

Retrocedo unos pasos, levanto los ojos; leo casi sobre el techo de la bóveda: Martín Coronado.

Camino hacia la salida del cementerio de la Recoleta”.

 

En todo camino aparecen señales. Atenti que mientras tanto se va la vida. Silba bajito, anota el cronista. Siguiente texto:

 

“Desde hace un par de años que cargo con las imágenes enfrentadas: la casita pintada de rosa en la provincia y la bóveda en el cementerio de la ciudad.

Una y otra son los extremos de un enigma: ¿quién fue Martín Coronado?

Entre los primeros intentos de acercamiento a su persona, llegué a un puñado de líneas escritas por José “Pepe” Podestá, el famoso payaso Pepino el 88. En su libro Medio siglo de farándula, Memorias de José J. Podestá (1930) aparece un testimonio sobre Coronado. Al parecer, un señor escritor: “La piedra de escándalo” fué la verdadera “piedra de toque” en la evolución de nuestro teatro; grangeó voluntades, conmovió a los incrédulos y congregó en el Apolo lo más destacado de la gente de letras.

Desde entonces, el inolvidable don Martín Coronado era infaltable en mi camarín, y yo sentía un verdadero placer conversando con el poeta.

– Hasta hace poco tiempo –me dijo en una ocasión– el público no me conocía; ahora, con el éxito de “La piedra del escándalo”, ese público ha empezado a interesarse por mis libros de versos que dormían en los estantes de las librerías. Además, ahora tengo más amigos que antes, cuando voy por la calle muchas personas desde la acera de enfrente me saludan: “¡Salud don Martín!”; “¡Lo felicito señor Coronado!”. Decididamente, un éxito teatral le dá a un autor más popularidad que varios libros.

En otra ocasión me decía:

– Ahora mis obras no valen gran cosa, pero, algún día valdrán.

– Si es por eso –le contesté– siga por mucho tiempo dándonos de esas obras que no valen gran cosa, don Martín, y tráiganos piedras, muchas piedras, para continuar el edificio de nuestro teatro, ¡que bastante falta le hacen!

Era poco comunicativo y de una modestia ejemplar. Jamás daba una opinión si no se la pedían, y cuando la daba lo hacía con altura, sin miras egoístas, sinceramente.

Nunca le oí hablar mal de nadie.

Era un verdadero amigo, un leal consejero; incapaz de animosidad ni aun contra los mismos irrespetuosos que hacían ironía con “los versitos de don Martín”.

Cuando una obra mediocre se conservaba en el cartel, se le oía decir: “Algo ha de tener la pieza cuando se sostiene de ese modo”.

Una vez me leyó un drama en tres actos, y como le aconsejara que no lo diera sin modificarlo, me inquirió el motivo, y al dárselo reconoció que yo estaba en lo cierto. Desde entonces no me habló más de aquel drama.

Cuando me entregaba una obra acostumbraba decirme: “Corte donde le parezca”. A pesar de esa autorización nunca tuve necesidad de valerme de ella; cuando surgía alguna duda lo consultaba y el buen amigo solía complacerme amablemente.

De esta manera supe que Martín Coronado me agradaba. Era un rastro prometedor.

Luego comencé con la investigación, con este intento de saber quién había sido este hombre.

En la localidad de Martín Coronado está la casa de mis padres. Desde 1925 el nombre del escritor designa lo que en apariencia fue uno de sus lugares en el mundo”.

 

Martín Coronado, uno de los padres de nuestro teatro, nació en la ciudad de Buenos Aires en 1850. Murió en Caseros en 1919. ¿Habrá muerto en la casita rosa que tanto atrajo la mirada de mi yo pibito? Imagino la casa con su buen fantasma espiándome por una de las ventanas.

Encontré su obra completa en la biblioteca del Teatro Cervantes. Encontré su nombre en la sala mayor del Teatro San Martín. Encontré los tres textos de inicio de Recuerdos. Tres textos autobiográficos. Escribió el primero en 1912. El siguiente en enero de 1913. El último data de julio de 1914. Faltaban cinco años para su muerte, pero Recuerdos no tuvo continuación. ¿Habrá escrito esta memoria de los tiempos primeros en la casita rosa?

Al parecer nada resultó fácil en la vida de Coronado. Fue imprentero, un trabajo que hacía en su propia casa. ¿En qué casa? No lo sé.

La rosa blanca fue su primer estreno (1877). Recién en 1902, cuando la compañía de los hermanos Podestá dio escenario a La piedra de escándalo, Martín Coronado conoció el reconocimiento del público y la crítica. Su último triunfo fue con La chacra de don Lorenzo, en 1918.

Hace días que giro sobre el buen fantasma de Martín Coronado. Pienso en su Recuerdos con apenas tres capítulos. Autobiografía inconclusa. Pienso en mi proyecto de libro, apenas unas páginas a partir de un recuerdo de infancia junto a los primeros pasos en la investigación. Como si hubiera llegado hasta la galería de la casita rosa sin la fuerza necesaria para abrir la puerta y entrar. Quizá Martín Coronado no tuvo el impulso que lleva. Tal vez estaba enfermo, quizá por eso fue a refugiarse en la casita de provincia.

Allá lejos, hubo el día en que la abuela Eufemia partió hacia donde confluyen todas las casas que habitadas fueron en esta vida. Allá lejos, años después de la muerte de mi abuela, hubo el día en que la topadora se llevó la casita rosa donde escribiera Martín Coronado.

La casa retornó durante el sueño de la palabra anotada. Así sucedió. Una vez más. Por eso la escritura de este rescate. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.



lunes, 4 de julio de 2022

Un trabajo de costurera pobre

Foto: Jorge Lupo


Un camino de tinta. El sueño de la palabra anotada. Artilugio mágico: la escritura. Un escritor. Cualquiera sea su forma de decir. El que intenta en el oficio. El tentado por las historias asume, boceta, a través de los años, su voz, sus maneras.

Se escribe, se trabaja en memorias más o menos explícitas. Se trabaja desde la pregunta. Desde la pregunta nacida por cada uno de los sentidos. Por cada una de las  suposiciones, imaginaciones; por cada uno de los sucedidos, y esas fotos de dudosa factura tomadas desde el destino que tocó en suerte. Un señor, el susodicho destino, que narra el duro revuelto Gramajo del mundo. El mismo señor que lo muestra feroz mientras se encarga de condimentarlo: de tentar con algunas gotas de felicidad. Aderezar desde una esquina de barrio. Desde la fantasmagoría más silenciosa. Se escribe. Se trabaja. Se espera la oportunidad de la hoja en blanco cuando en las manos, en el bolsillito de las almas fundadoras, se presiente un enjambre de palabras hilvanadas. Con casi nada, el hacedor se abisma. Lleva, tiene, posee señales -eso cree- en la punta de aquello que sugiere apariencia de ovillo. Un algo misterio. Con eso cuenta o cree que cuenta para iniciar el vuelo del barrilete que, con viento a favor, con destino amigo entre los tiros, lo llevará hasta el barrilete reflexivo de la escritura, y éste hasta el cielo siempre blanco que se guarda en cada hoja.

Para todo comienzo hace falta una chispa. La damisela aparece desde un mundo fantasmal. Buenos fantasmas caminan las veredas del barrio. Guarda chispas maravillosas la urbanía. Se abriga la vida en el barrio con mantas temporales que conservan caliente el centro, el secreto de la naturaleza. Por eso aún el abuelo. Por eso aún el padre. Por eso elijo Boedo. El barrio, desde el inicio de la eternidad limitada de esta escritura, es la página en blanco que me guarda. Página de cada vez en el libro de la memoria.

Veo a mi abuelo Julio Martín llegar a la casa, y sentarse frente a mi padre. El abuelo trae unas pocas hojas sueltas. Lee mi padre una a una. El abuelo trae poemas en el aire de la mañana. Luego mi padre anotará los poemas en cuadernos Sarandí. En ellos aún se guarda el abuelo. Julio Martín no había ido un solo día a la escuela. A los 14 años dormía en un carrito de panadería. Digo, pienso que, para escribir su poesía interna, aprendió a anotar de manera enrevesada. Como podía con sus manos de hacer. Hasta las manos del hijo. Alguna vez tuve 10 años. Por allá lejos, tiempos en Martín Coronado, decía que quería ser poeta como el abuelo. Era el tiempo de las primeras lecturas. De los primeros poemas. Tuve de amigo a Huckleberry Finn, tuve una tía Poly, hubo piratas, y un inolvidable perro lobo. De pibito también supe de la casa donde vivió Martín Coronado, escritor. De pibito, mientras iba camino a visitar -junto a mis padres- a mi abuela Eufemia, pasaba frente a la casa. Corría hasta el alambrado. Deslizaba la enredadera de la cerca alta, y espiaba la casa. Pintada de un rosa viejo. Silenciosa. Testigo. Galería al frente. Una casita. De pibito supe que era una casa distinta porque en ella había vivido un escritor. Un hombre que ejercita la mirada, que busca ver entre pensamientos, entre sucedidos. Un escritor bien podría ser un hombre que intenta contar el mundo a los otros, aquellas personas que no se ocupan de ver y contar el paisaje y la idea mientras sucede la vida. De pibito supe de la imagen del escritor, del trabajador del oficio, porque existió el día primero de ingreso a la órbita del libro, el planeta casa donde vive el puñado de almas del escritor. La lectura como puente iniciático que puede llevar hasta la escritura; y la imagen, su presencia: el buen fantasma del abuelo que me acerca una hoja para beberla hasta su fondo blanco. La lectura, la escritura de la novela o el poema, o un puñado de líneas para refundar el recuerdo; así el universo del tren suburbano que me llevó, me lleva hasta la última estación; así desde el principio del ovillo bien marcado sobre el mapa del tesoro.

Hace meses que guardo en la memoria un cambio de figuritas entre dos poetas de Buenos Aires. Rubén Derlis compartiendo un poema. Otilia Da Veiga haciendo un comentario. Reescribo la escena. Recorto el ciberespacio. Pego palabreros en otro paisaje. El encuentro sucede en Margot. Derlis llegado desde su Coghlan. Otilia desde su San Cristóbal. Perfecta una mesa en Margot. Derlis abre uno de sus libros: Homo porteñensis. En el momento en que la tarde afina su punta para anotar la primera parte de la noche, el poeta lee: De abril y sin olvido. Regresan otras Buenos Aires: Resta decir que fue distinto: / otras calles donde salvé mi juventud de posibles naufragios, / esquinas donde me encontraba / silbando “Ojos negros” y Shelley bajo el brazo. / (Así entreverado se dio todo en el sur / donde crecí entre amigos / con el corazón acelerado en urgencia de vida.) / Entiendo que no volveré a ese ayer, / cuando Agrelo arriba me iba Guayaquil por las tardes / hasta el ángulo oscuro de Coronda / donde una débil luz de aceite y moho / chorreaba sobre el portón del mercado / y era abril y mi tristeza. / Cuando anduve veredas / buscando los pasos / de los poetas que fueron de esta ciudad, / decirme: —“Por aquí pasaron…”— / y estallar la poesía que no cabía en mi pecho. / Ahora mi tiempo es éste, / los días de la verdad inapelable, / y entiendo el sol, / su desparramo luminoso hacia adelante; / pero no quiebro mi espejo de distancias / —los amados ojos enterrados / me miran desde un olvido que no es cierto— / donde suelo verme a veces en pasado. Otilia guarda silencio. Vuelve la palabra. Ella dice: Querido Rubén; somos los cronistas de nosotros mismos. ¡Hermoso poder ponerlo en un poema!

Cronista del barrio que toca por destino. Allí el plano general donde será la vida de los nuestros. Cronista de uno mismo. Cronista de la memoria. Cronista de los días del mientras tanto. Un hombre escribe. Cuenta sucedidos y emociones. Un hombre es cronista que escribe la novela propia. El libro de historias que comenzó a escribir hace tiempo, allá lejos, cuando las primeras lecturas.



Escribió el poeta Rafael Vásquez, un juntador de palabras, el poema Advertencia. Lo convida frente a la mesa en Margot. Porque así se anda por los días, entre las manos de la vida y de la muerte. De su libro Explicaciones y retratos, avisa Rafael: Antes que nada, una advertencia: / Fuera de lo aprendido y olvidado / no hay nada en mi bagaje de estudios incompletos / que afiance mis saberes. / Fui detrás de una búsqueda / por lecturas sin orden y sin tino, / por el placer de descubrir un verso, / por conmoverme sin intermediarios. / Libro a libro y estrofa por estrofa / armé mi itinerario y mi ganancia / con nombres resguardados muy adentro. / Cada vez que encontraba maravillas / me encontraba también. / Cuántas celebraciones hubo, desde la adolescencia, / para armar mi camino de poesía. / No es mi orgullo, es apenas mi penuria / de no saber vivir sin el poema.

Pasa la vida del hombre que escribe. Aroma la seducción de la escritura vampira. En origen se guarda en rojo, así la tinta, luego, como decía el escritor Gabriel Montergous, siempre se escribe en el aire, en el viento. Dulce vampira. Una trabajadora de la memoria. Del intento de vencer al olvido. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.

Cierra este remolino de tiempo un fragmento de Retazos, un texto inolvidable de Mónica López Ocón, poeta periodista de Tiempo Argentino: (…) Quizá sea porque el mundo no tiene sentido y me urgía inventarle alguno que elegí el oficio de coser palabras. Las palabras, como los retazos de mi madre, son inexorablemente viejas, usadas. La filología da cuenta de los remiendos que han sufrido a través de la historia hasta llegar a nosotros que las lucimos como recién estrenadas.

Yo las trato como aprendí de mi madre: las miro de trasluz, las pongo sobre la mesa, las corto con una tijera, las combino por colores y texturas, las dobladillo, las pespunteo, las pongo al bies… Escribir es, por excelencia, un trabajo de costurera pobre: lograr sentidos nuevos con palabras gastadas.

Hilvano palabras. Trabajo el oficio. En el camino -sucede a veces-, fugaz y eterno, me encuentro en el poema.