A veces pienso que en el origen, allá por los días
del Big Bang, en medio de la nube de polvo, porque ahí se sentenció todo
principio en una noche apasionada y luego también aquello de polvo al polvo que
siempre serás, en esos amaneceres, además del verbo que dicen que fue, veo,
imagino, estoy seguro, había una gorra, la madre gorra empolvada por el
espíritu del viento que todo lo descalabra cuando de polvo se trata. Y la gorra
fue tanto en el cielo como en la tierra. Papá me prohibió la gorra: Ni la de
cartero, che, así me dijo. Él pintó toda la vida, entonces, papá también, en
medio de su impulso creador, me acercó, me reveló la grandiosidad del pincel.
Al principio no vi la luz, pero luego me hice hermano del pincel, de la
herramienta y su sociedad de colores. Decidí pintar en la calle. Creo que desde
hace años, luego de un gran esfuerzo, mucho laborar tratando de desmierdar la
herramienta y la mano: el alma, pude avanzar en la eliminación de lugares comunes
y fallas de origen para acercarme a los esquivos territorios del arte. No quise
pintar cuadros para ser colgados en casas o museos, quise que mi pintura fuera una
pared, en el afuera, una pared para todos. Pinté las gorras y los escudos, el
bastón en el aire, el odio, el vacío en la mirada. Yo no existo sin mi pincel,
por eso aparezco junto a él, de espaldas. Los de la gorra van de frente, porque
la pared de una calle enseña, contribuye a la memoria. Mi cara no importa,
alcanza con la línea y el color. Importa la mirada, la memoria de los muchachos
que se detengan a ver. La vida pinta de aprendizaje. Luego de recuerdo.
domingo, 1 de marzo de 2015
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