Mamá Evangelina estaba cansadísima, más
dormida que despierta. Eran las dos de la mañana y vos no aflojabas con tu
discurso juguetón. Desde que descubriste el gusto por escucharte, la emprendés
con cuentos llenos de misterio y emoción, una ofrenda para todo aquel que
quiera escuchar tu música, la de significados ocultos. Tu juego derivó en
principio de queja y entonces te rescaté del fondo de la cuna. En el dormitorio
solo había encendido el foquito que vive escondido debajo de tu cama. Te hice
alta en el cielo en esa parte de la noche, y salimos. Las luces que venían de
afuera acompañaban el silencio. Desde que alguien agregó una luz entre los
techos bajos que se ven desde nuestras ventanas, una magia de rebote de luz
amiga nos regala un dibujo indefinido en el techo del comedor. Éramos: en el
silencio y la mirada. Decidí quedarme quieto, nada de caminar hasta la cocina. Mirabas
el techo, y volvías tus ojos a la puerta que da al balcón. Sobre las cortinas,
el rastro de las plantas de mamá: movimiento suave, motor de brisa en
primavera. El impulso fue hablarte a la oreja, contarte del día y de la noche. Te
dije que en la noche las personas duermen, descansan, y que todo parece apagarse,
pero que no es tan así, ocurre que se respira más lento para que ese aire que
recibimos llegue hasta el alma, y te dije que ese aire, no importa si en el
barrio hace frío o calor, llega siempre con un fresquito de acariciar. Por eso
es importante descansar bien. Te dije que el día llega cuando otra vez se enciende
toda la luz, el cielo, los árboles, las plantas, las voces, los colores. El día
llega, Julia, cuando vuelve a encenderse nuestra sonrisa y la pista de la
felicidad. Te estaba por contar más del día, justo cuando un momento después de
apoyar tu cabeza sobre mi pecho, cerraste los ojos y un aire, chiquito y
remolón, fue a hacer nuevo nido en tu alma.
viernes, 9 de noviembre de 2012
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