Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

martes, 16 de abril de 2024

Fotos en Buenos Aires

 


Abrir y cerrar de ojos. Principio y fin de una mirada. Como en un click. Como cuando el sonido de la muerte. Una foto. Otra. Y otra más. Fotos en Buenos Aires. Fotos sin la celeridad de un disparo de celular. Fotografías para ver. Para ver diversos quehaceres de ciertos viajeros en la ciudad. Buenos Aires hoy. Fotos escritas en la memoria reciente. Dirá el tango que aún no se escribe que la ciudad es paisaje cruel. Que lo es el país todo. Que los destructivistas están de regreso. Volvieron aprovechando olvidos. Volvieron subidos a desesperaciones. Esas individuales y salvajes maneras de ser. Cuando el mérito es única religión. Cuando el otro, la patria, no importa. Fotos en Buenos Aires. Hoy. Ahora que ellos han vuelto. Abrir y cerrar los ojos en el mientras tanto del paisaje urbano.

 

Transcurre el viento sobre la vereda de la estación Federico Lacroze. Donde nace y termina el ferrocarril Urquiza. A principios de la mañana. Van y vienen. En tránsito los viajeros. Afán e intención. Apuro. Poco a la vista en medio de la velocidad que funda el olvido. Febo, alto en el cielo de la ciudad, casi siempre evapora, y con rapidez, la memoria. Un muchacho, que sale del hall de la estación, lleva un cigarrillo a su boca. Guarda el atado en la mochila. Busca el encendedor. Detiene su avance mientras dispone el fuego. Un instante. La oportunidad del momento mínimo. Llega hasta el muchacho que enciende el cigarrillo, un hombre. A juzgar por la huesería y las canas. Por la curvatura de los escombros. Un hombre no menor de 70 años. Se mueve su brazo derecho, su mano levanta vuelo en el viento. Roza sus labios. Fuma un cigarrillo fantasma exactamente como fuman los fantasmas. Fumar con la mano vacía. La boca vacía. La mirada también silenciosa y vacía. El gesto sale a jugar en la mañana. Imposible negar su lugar en el paisaje. Ya es parte de la urbanía que contiene ciertas señales de la vida.

El muchacho termina de encender su cigarrillo. No piensa en el hombre viejo que pide un cigarrillo. No piensa en el gesto a mano alzada. Tampoco piensa en que él mismo mañana pueda ser un hombre viejo que pide un cigarrillo. En esta foto que escribo digo que el muchacho, en el momento del cara a cara, quizá sí hace cuentas. Que cuánto es lo que podría compartir. Que cuánto es lo que quiero compartir. Finalmente, ¿quiero compartir? Fue cuando encontró la respuesta. Movió su cabeza. De un lado a otro. Dijo que no al pedido del otro.

El hombre viejo. El fantasma. Dejó de fumar en el viento. Como fuman los fantasmas en el viento. Sin cigarrillo. Libre la mano. Cambió pucho por ademán de saludo con desgano. Al mismo tiempo llegaba –raspaba- su mirada sobre la vereda.

Apenas. Hizo falta apenas una puntita de aviso. Humo sobre la vereda. Humito como mapa del tesoro. No es humo sobre el agua, pero la música del momento tiene su solo. Un punteo de hombre solo que se agacha con lentitud. Otra vez es su mano derecha la que avanza. Una foto dentro de la foto. Humea el pucho, el sobrante de lo que fuera cigarrillo. Filtro con acaso de efímera sustancia. Humea en la mano derecha del hombre viejo. El hombre viste remera negra y pantalón negro. En ambos el trajín de los días. Se apoya contra una baranda de metal del frente de la estación, y fuma. Aspira profundo. Descansa. Se afloja la expresión en su cara. Chupa. Bebe de manera placentera. El hombre viejo en el viento. El humo en el viento.

 

La mujer lleva puesto un gorrito negro. Este recorte de vida. La foto. Sucede sobre la vereda de una avenida. La mujer levanta sus utensilios del dormitorio. Pliega y guarda dentro de un changuito. Trapos y cartones. Dormitorio a mitad de cuadra. Ocho y media de la mañana. La ciudad sucede a velocidad. Así hasta en la noche. Una mujer que lleva gorrito. A dos cuadras de Avenida La Plata y México. A dos cuadras de la esquina tapera que guarda el casco descolorido del México. Café de ayer. Alejandra, la moza, repite dentro de la memoria del bar el estribillo que usaba como amuleto para la vida: Qué se le va a hacer… Vieja foto de Alejandra dentro de la película del tiempo. A dos cuadras del refugio para fantasmas del México, una mujer que ya no es una piba y que lleva gorrito negro -insiste el click de esta escritura- levanta su dormitorio en la avenida. Hoy. En Buenos Aires.

 

Cansados. Sobreviviendo. Refugiados en el sueño. En el borde -el filo- de los tiempos que corren. De la ciudad cruel. Un hombre y una mujer. Ellos, los que descansan a principios de la mañana. El dormitorio bajo techo. El colchón para dos en la ochava. La encrucijada de barrio se presenta desierta. El paisaje a unas cuadras de La Plata y Cobo. Pasa un auto negro. Dentro del auto uno de los viajeros intenta dar testimonio del sueño de la pareja. Guarda en la memoria. Escribe la foto en el viento. En Buenos Aires. Hoy.

 

Desde la noche surgen como aparecidos tres muchachos jóvenes. Duermen en la mañana. Viven en la calle. Uno duerme bajo el techo de una parada de colectivos. Sobre el banco. Cuelga desde el banco de madera. Quizá la remera le sirva de falsa almohada. Otro muchacho duerme acurrucado contra la persiana de un comercio cerrado. Un tercer muchacho duerme a unos metros de los otros dos. Duerme dentro de lo que semeja una mordida en la línea de edificación de la avenida. Duerme como contorsionista, apenas tiene el lugar necesario para el simulacro. Los tres refugiados que llegan desde la noche quedan a la vista sobre Avenida La Plata. En cercanías del recuerdo del Viejo Gasómetro de la cuervería. En cercanías del predio recuperado por San Lorenzo, y que fuera usado como vacunatorio contra el covid. Sucede cada foto. Hoy. En Buenos Aires.

 

Ella en viaje. Blanca en canas. Bondi a velocidad por la avenida. Viaja sentada en uno de los asientos ubicados a la espalda del bondinero. La viajera lleva su mano izquierda a la altura de su cabeza. Intriga. Qué es lo que intenta hacer esta mujer. Qué es lo que hace. Parece sostener su oreja. La cubre como si doliera. La cubre como si pudiera caer al piso. Ojos bien abiertos. La mujer no mira por la ventanilla. No importa la mirada del pasajero. Viaja ensimismada. Reacomoda su mano izquierda. No deja ver su oreja. Su pelo tan blanco llega hasta el hombro. Se suman las cuadras. Aumenta el misterio. Qué es lo que hace la anciana. Hasta que al fin un movimiento la delata. Lleva en su mano. Con disimulo. Se sabe viajera de otro tiempo. Casi hasta de otro planeta. La mujer acerca una radio pequeña a su oreja. Nada de celular con cables. Una radio de ayer. Una radio para debajo de la almohada. Esa maravillosa magia. La radio durante todo el día. La mujer se va de viaje. En la mañana. En la ciudad de hoy.

La radio es mi única compañera. Día y noche. Programas elegidos a conciencia. Cuando supe al fin que la mujer que iba en el colectivo llevaba una radio chiquita apoyada en su oreja, la imaginé dentro de la imposibilidad de abandonar la escucha. Algo llegaba –sucedía- a través de la radio. Entonces jugué a imaginar que la mujer escuchaba lo mismo que yo había escuchado el día anterior a principios de la tarde. Ocurrió esta foto en Rosario. Un muchacho de unos 20 años, de nombre Ezequiel, había muerto. Cirujeaba con su carro cuando se le ocurrió cortar unos cables de la red eléctrica subterránea. Esa necesidad de llegar a unos mangos más. Esa tentación de Ezequiel. Y las consecuencias en un video parido viral. Ezequiel quemado. Nublado. Perdido luego de la explosión. Las palabras del convite (hashtag) en X: “uno menos”. Sí, dale que sí. Un chorro menos. Dale un “me gusta”. En la radio escucho la voz de Melina, que fuera maestra de Ezequiel. Escribió en las redes sociales luego de leer comentarios de muchos festejantes de la muerte. Melina escribió y sacudió el tablero: No quiero que lo recuerden así. (…) Era tan dulce y siempre sonreía. Yo no quiero que lo recuerden así. Estamos en deuda. Qué crueldad. Él tiraba de su carro, andaba cirujeando. El hambre no espera. Era tan dulce, tiraba de su carro. Y el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Cuánto dolor. Entonces el eco llegó hasta algunas radios de Buenos Aires. Escucho las palabras de Melina, su mirada, su foto de Ezequiel, su escritura de los recuerdos. Guardé emoción y verdad en la memoria.

Ella, la mujer, blanca en canas, escucha radio en el colectivo. En una radio de ayer. Mientras ella viaja imagino que llega, se repite, la mirada clara de Melina. Cuenta el paisaje triste por donde Ezequiel empujaba el carro. Así el mientras tanto de miles de viajeros. Apenas un puñado de fotos en la urbana crueldad mientras el llanto, la palabra, la idea, la resistencia.

martes, 12 de marzo de 2024

Proyecto Boedo



En el buen viento de la vida solidaria. En estos tiempos tristes. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En el barrio y alrededores. Que no hay fronteras reales entre barrios. Sólo el amor a la pertenencia. Memorias. Viajeros. Casas, lugares, calles, esquinas. El amor a la identidad que se extiende y bosqueja los emotivos límites de los barrios en la pequeña gran historia de cada día. De mi barrio recordado hasta el barrio del otro. Porque la patria sigue siendo el otro. Y las circunstancias, de todos.

En el viento bueno de lo humano. De mano en mano. Entre desconocidos viajeros de la historia de todos. De la mano del vecino que atiende el localcito de la granja. Casi en una de las esquinas de San Juan y Treinta y tres orientales. De la mano del amigo Darío. Siempre dispuesto a ayudar al que necesita. Vecino, comerciante, sobreviviente y compañero. De su mano recibo una hoja de papel plegado. En la hoja un texto que ahora copio en una página del periódico Desde Boedo. Una publicación que hace 22 años se ocupa de contar la ciudad. Desde el barrio hacia los barrios. De contar los barrios donde los viajeros hicieron y hacen la vida durante “nuestro” mientras tanto.

En el buen viento de la vida solidaria viaja una hoja, una manera de decir las ideas, de entender el paso de las causas y consecuencias. Vuela la hoja, el texto, la ayuda, la mano, de Proyecto Boedo.

Un desplegable de papel simple. En la sintonía del blanco y negro. Compacto. Pequeño. Para guardarlo en el porta documentos. En cualquier bolsillo. La cartita de un amigo invisible cuando transcurrían los primeros tiempos de infancia. Una boca. Una bocota que es grito ilustra la portada. Interior negro. En letras blancas se lee: Recursero.

Acabo de abrir el Recursero de Proyecto Boedo: ¡Hola a todos! Somos una agrupación de vecinos trabajando con el objetivo de ayudar a personas en situación de vulnerabilidad social y en la resolución de distintas problemáticas barriales. Realizamos entrega de viandas, ropa, kits de higiene, tramitación de documentación y subsidios, y contención. IG: @proyecto.boedo / WA: +54 9 11 2597-4776

En la tercera página de la publicación: Teléfonos útiles:

#108 Atención de personas en situación de calle – información y orientación sobre adicciones – contención y asesoramiento a personas embarazadas – denuncias sobre desalojos – información sobre CIS (centros de inclusión social).

#144 Dispositivos de alojamiento, recuperación y atención a las víctimas de violencia doméstica y/o sexual.

#141 Para personas con signos de intoxicación producto de un consumo problemático.

Cuarta página para Ellas: Centro de Integración Frida: 15 de Noviembre 2317, CABA Tel. 11 4304-2524 o 11 4305-6014 Todos los días: Consultas médicas y salud sexual y reproductiva / Espacios terapéuticos (individuales y grupales) y apoyo ante consumo problemático de sustancias / Articulación con otras instituciones / Facilita la inscripción a los Centros de Primera Infancia (CPI) y promueve los controles de salud regulares / Espacio para dormir.

Quinta página para Ellos: Centro de Integración Monteagudo: Monteagudo 435, CABA Tel. 11 4912-3568 Todos los días: Consultas médicas / Espacios terapéuticos y apoyo ante consumo problemático de sustancias / Articulación con otras instituciones / Enfermería, medicación y curaciones / Almuerzo y cena / Duchas / Espacio para dormir / Asesoramiento y gestión de trámites.

Sexta página: Cómo colaborar con Proyecto Boedo

cafecito.app/proyectoboedo o comunícate con nosotros a través de: IG: @proyecto.boedo / WA: +54 9 11 2597-4776 y te contamos sobre todas las formas de ayudar.

Séptima y octava página: Violencia Institucional:

Ministerio Público de la Defensa: Lunes a viernes de 9 a 16 hs. / Teléfono: 11 7091-3388 / 0800 –DEFENDER (33 – 336 – 337) / violenciainstitucional@mpdefensa.gob.ar

Secretaría de Derechos Humanos: 0800-122-5878 / WhatsApp +54 911 4091-7352

Defensoría del Pueblo de CABA: Avenida Belgrano 673 / Lunes a viernes de 10 a 17 hs. / Teléfonos: 4338-4900 y 0800-999-3722 / consultas@defensoria.org.ar

Secretaría letrada contra la violencia institucional: México 890/92 / Teléfono: 7091-3388 / violenciainstitucional.defensoría@jusbaires.gov.ar

Ministerio Público Tutelar: Teléfonos: 0800 12 27376 / WhatsApp: +54 911 7037-7037

Asociaciones Civiles:

www.culturadetrabajo.org.ar

www.accionpsc.com

www.abrigarderechos.org.ar

www.fnv.org.ar

Las pequeñas páginas con su información se suceden sobre una cara del papel. En el reverso aparece una fotografía, un primerísimo plano, de Leónidas Barletta (1902-1975), un personaje notable del barrio de Boedo. De una Buenos Aires para los trabajadores. Escritor, dramaturgo, periodista. Hacedor del Teatro del Pueblo. El hombre de la campana, ese fue Leónidas. Fundador y director del periódico Propósitos. El grupo de Proyecto Boedo rescata su figura en su impreso con la siguiente cita de Cuentos del zapatero Artidoro: Es curioso el mundo, bella mía. Lo ponen a uno dentro de una jaulita sucia o dentro de una jaula dorada, es lo mismo, y le dicen: usted es libre.

Baldosas. Veredas. Esquinas. Bajo techos de ochava. De baldosas debajo del colchón o el cartón. El cemento de bajo autopista como refugio. Buscando la sombra. Para evitar la lluvia. No hay poema. Sin luz de luna. Sin estrellas. Así en el día. Así en la noche. Comunidad de viajeros jóvenes. Muchos cartoneros. Tantos puertos. Dormir sobre baldosas. Dormir en la calle. Vivir en la calle. La ciudad afila su maquinaria violenta. El carro, el bote, se detiene fuera del río del tiempo que todo se lleva. Por donde todo deriva. Al lado del viajero que descansa, los utensilios mínimos para la sobrevida. Los trapos necesarios. Las botellas con agua. Las bolsas. También los gestos. También el silencio. Lo necesario mientras sucede la jugarreta final de un sistema desbocado. Inmoral. En el barrio. En los barrios. En el todo. En la extensión de este mundo enfermo. Muchos son los viajeros que viven en las calles y avenidas de la ciudad.

Sucede entonces que en medio del desastre aparece un grupo de vecinos del barrio. Aparecen viajeros otros. No como los que vienen a llevarse el perro que acompaña a quien duerme en la calle. Sí, claro que sucede. En el sistema político de la ciudad respiran salvajadas varias. Entonces aparecen los buenos vecinos en el buen viento de la vida solidaria. Dan la mano. Necesidades varias. Gestos varios. Es ésta una de las posibles resistencias dentro del pogo del payaso asesino. Dentro del ideario neoliberal. Del horror del capital concentrado.

Es la mañana. Una más. Nuevo día. Así en el cielo como en la ciudad. En el país. En el barrio de Boedo. Camino y pensamiento. Porque la falsa libertad ya no avanza. Nació. Está. Venía naciendo desde la derecha. Avanzó. Giró. Venía girando bien a la derecha. La mayoría de la sociedad apoyó al payaso mesiánico. Ganador. ¿Lobo está? Claro que sí. El payaso dijo: la justicia social, esa aberración. Dijo el dios de mal trazo. Violento. Vengativo. Creído. Iluminado por el peor de los cielos. Maldad y oscuridad en su verba plena de amenazas y filos. Licuadora y motosierra.

Entonces, ¿el tablero donde los viajeros jugaban sus fichas? Una revoleada por aire y tierra. Una violenta patada sobre todo el tablero. Que todo viajero recuerde. Que todo viajero trate de guardar memoria. Por favor, que nadie olvide. Prohibido olvidar una vez más. Unidos los viajeros. Los vecinos. Proyecto Boedo con el otro. Con la patria. Estar. Dar la mano. Una manera de la resistencia. Un plegable de papel. Una simple fotocopia. Una página en el periódico. Un texto en el buen viento de la sociedad solidaria. La palabra. La idea. Pasa de mano en mano.


lunes, 5 de febrero de 2024

La maldad de "El tío Silas"



 Era pibito de barrio. Sucedió en tiempos en que fui pibito de barrio en Martín Coronado. Sentado en la escalera -que llevaba a la terraza de la casa- abrí la revista de historietas. Dentro de ella. Desde su buche –oscuro, silencioso, muerto- brotó, se subió a la tarde que avisaba lluvia cercana, la maldad del tío Silas. La escalera al techo era mi lugar -mi refugio- de lectura cuando el terror se hizo dibujo y palabra.

Elegía la escalera. Pegada a la medianera. Ahí permanece después de casi toda nuestra historia familiar. Su universo desagua en el patio del fondo. Rodeada de memorias. Pequeñas. Memorias de morondanga. Apenas murmullo de garúa. Alguna subida ansiosa en busca de un misterioso regalo que encontré en una nochebuena. Subir la escalera para ver cómo se elevaba un globo de luz hacia la noche. Durante mi infancia la entrada a la escalera presentaba una puertita baja de madera pintada de celeste. Desde hace ya una eternidad lleva puerta alta de chapa con llave.

En sus escalones la hojarasca de los días. Y un silencio de escalera. Y el terror causado por el tío Silas.

Subía en las tardes. Buscaba mi escalón. Cuatro antes de llegar a la terraza. Leía. Desde el principio de la historia llevo un libro en mi mano. Desde que aprendí a leer. Desde que desperté en una casa con libros. Sin embargo, y aun sabiendo que la escalera de cemento era el lugar elegido para ser en la lectura, no recuerdo libro alguno en la escalera. Es más, no recuerdo libros ni otras revistas. Cada vez que subo la escalera miro el escalón donde tantas veces agoté mis tardes de lectura. Pero de todo ese tiempo, hay en mi memoria una sola tarde. Con amenaza de lluvia. Cuando apareció el tío Silas.

Su aparición parece debida a una conspiración de magos. De repente estoy. Soy en la escalera. Y tengo en mis manos la revista de historietas. Era flaca en páginas. A color. No hay pista alguna de su origen. No recuerdo que mi padre me regalara historietas. Simplemente la revista estaba ahí. En mis manos. A punto de encender su maquinaria de miedo y maldad.

Negro. Azul. Celeste. Rojo. Blanco. Colores que regresan. La voz del narrador. En finas líneas negras, sobre rectángulos claros, el hacedor de las palabras acompaña el relato que pronuncia, ante todo, el dibujo. Porque el horror está en el dibujo. Luego de la presencia de los diálogos entre la maldad y los condenados, está en el dibujo el secreto primero del encendido de un mundo por demás oscuro. Un mundo donde todo es puesto en duda. Un mundo donde el contexto sólo dice la locura. Un mundo que está siendo desmembrado, aserrado con placer y fanatismo.

El horror entró paso a paso entre mis pensamientos. Anidó. Como al descuido.

Tiene sabor el horror, hoy lo sé. Sabor de tajo amargo en la boca cuando está llena de agua salada. Sé que el tío Silas, su maldad, el miedo, el portador del terror, nació con un primer temblor en las manos, las mías, las manos que sostenían la revista, las manos que, sin poder evitarlo, desean, buscan, de primera intención, la caricia de la vida. Aquel temblor fue incertidumbre fundacional. Una obertura que avisaba de la sima del horror. Y esa misma incertidumbre, veloz, mostró otro de los sabores del horror, la certidumbre de una amenaza que lamentablemente llega a destino. Un terror concreto que llega hasta el día. Sabor a trago de fuego y sangre después del tajo amargo.

Aquel miedo encontrado en la lectura fue, sin dudas, uno de los primeros en mi vida. Saqué la vista del dibujo. Puro susto. Terror el trazo. Terror en las palabras. Sí sabía el pibito que fui que un día sigue al otro. Entonces apareció la mirada volviendo a la página. A ver cómo sigue. Un primer gesto de resistencia. Pero el susto se hizo miedo, y el miedo: terror a partir del horror entrevisto.

Cerré la revista. Quedó sobre mis piernas. Pero enseguida, para asegurar la distancia, la apoyé sobre el cemento del escalón inferior. Una manera de protegerme. Una primera reacción. Me digo hoy que en ese ayer pensé o me pregunté sobre cómo es que el horror había sucedido. El pibito que fui volvió a abrir la revista. No una, varias veces. Recorría las páginas hasta una en especial. En ella la esplendorosa maldad del tío Silas.

Aquí está. Regresa en esta memoria. El tío Silas en la escalera. En una tarde de lectura. Antes de la lluvia. Aparece tan flaco. Tan alto. Aparece con cara de esqueleto. La cara tiene un tinte verdoso, el color de la enfermedad. Tiene ojos, el esqueleto tiene ojos. Tiene boca. Habla de violencias y horrores. También amenaza. En sus manos ronronea la muerte. En sus manos la muerte. Unos cuantos cabellos revueltos caen sobre la frente. Lleva sombrero de aparecido. Rojo, el sombrero es rojo. Sus brazos se extienden en el aire. Las manos como garras. Descarnadas. Asesinas. Amenazan salir del cuadro de la historieta. De la página. Manos ocupadas con un desafiante delirio, un grito que desgarra. Viste un saco largo de color azul. Solapa negra. Muy ajustado al esqueleto. Creo ver que en su pecho lleva la camisa desprendida. En su pecho transparente alcanzo a ver su corazón de hombre muerto. Sus pantalones son azules. Flacas y largas las piernas. Está vivo el tío Silas. Vivo él. Vivo su cadáver. Habla de odio y violencia desde el más allá. Amenaza el horror. El regreso del horror. El tío Silas avanza por la habitación. Detrás de él se ve, contra una pared, un viejo reloj. Grande su esfera. Un reloj con capacidad para medir el tiempo de todo un universo. Y tan grande su esfera como el mueble de madera que lo abraza. Lo contiene. Madera desde el piso hasta casi un cielo raso de puro abismo. Es un hombre alto el tío Silas. Porque el tío ha salido desde dentro del reloj. ¿Por cuánto tiempo el mueble había conservado el horror en su interior? Quién puede saberlo. Dos puertas abiertas de par en par en el cuerpo del mueble del reloj. ¿Era acaso el ataúd donde aguardaba el tío Silas la siguiente oportunidad para desencadenar el horror entre los hombres? El fin del sueño de vivir buenos tiempos avanza desde el buche de caoba. Trancos triunfantes. Y su risa enferma. Mientras tanto tiemblan mis manos. Otra vez. Ayer y hoy. La revista de historietas está abierta sobre mis piernas. En la escalera a la terraza de la casa de Martín Coronado. Mientras el horror sucede. Mientras la amenaza se hace realidad. Mientras tanto. Llega desde aquel día de infancia la sensación de un tiempo obsceno, de inconfundible color amarillo, goteante, susurrante, voraz, corrupto, asesino. Blanda. Roja en sangre la esfera del reloj que marca un tiempo de odio. Un tiempo sin poética que anuncia la amenaza de la destrucción.

Tuve miedo cuando me temblaron las manos. A ese miedo regreso por distintas sendas, distintas señales que convocan desde el sueño. Pero también desde el día y la noche sobre el barrio, la ciudad, el país. El miedo como disparador para el viaje al miedo de ayer.

Vuelvo a la escalera. Me siento en mi escalón. No leo. Me digo que un tío Silas siempre está enredado en el tiempo. Es parte del paisaje. Los satélites Fobos (miedo) y Deimos (terror) siempre giran alrededor de Marte. Como si fuera calesita. En todas las plazas del universo. Ellos esperan una oportunidad.

Porque tuve miedo vuelvo a la escalera. A terminar con la pesadilla. Desde que cerré la revista por primera vez. Para conjurar el miedo. Para contemplar el paisaje. Para resistir. Resistirme. Y volver a mirar, a buscar en la historia. Otra vez la amenaza. Vuelta a empezar. Anduve triste todo el resto del día. Sabiendo del estante donde había quedado la revista. Pensando en el miedo. Sabido es que el susodicho no es zonzo. Y puede crecer como enredadera y llevar a sus enamorados hasta el muro donde el terror copula con el horror.

A terminar una vez más con la pesadilla. Mientras me pregunto si aquella historieta que leí en la infancia era una adaptación de la novela El tío Silas (1864) de Sheridan Le Fanu (1814-1873). Aún no lo sé. Novela que nunca leí, pero que ahora leo mientras vuelvo al miedo aquel cuando el horror se hizo en la escalera. Un regreso para saber, una vez más, que existe la posibilidad de una aparición amarga. Y que siempre la esperanza abre la puerta que lleva al tiempo de lo sencillamente humano: la tan necesaria felicidad. Una resistencia.