Era pibito cuando me habló al oído el primer
fantasma. Me dijo: Tu abuelo, el papá de tu mamá, está muerto. No tuve miedo
mientras ese primer mensaje entreabría la puerta del más allá. Luego tampoco
sentí algún tipo de reserva. Otro fantasma me dio pista de la muerte de mi
compañerito de segundo grado. La muerte descalabra el mundo, y hubo razón para
el llanto y la pena frente al nacimiento del muerto, pero casi enseguida
emergía la presencia fantasma para relativizar la ausencia amanecida. Un
fantasma me avisó que había muerto mi otro abuelo. Siempre sucedía que me
avisaba un fantasma otro, anónimo, y sólo después yo registraba mi buen
fantasma amigo, el que me acompañaría como en vida lo hiciera su persona. No hay
soledad en mis días. Tengo fantasmas a mi alrededor o entre mis almas. Me
cuidan. Con ellos mantengo una amistad, compartida la vida y la muerte. Se está
un poco muerto desde el nacimiento. Recuerdo con claridad el día en que un
fantasma me avisó de la muerte de Gabriel: El escritor está muerto. Después su
fantasma inició la compañía, diría que iniciamos una escritura en conjunto,
está a mi lado desde hace varios libros. Frente a la pantalla, sobre una mesa
de café, cuando pienso en la nueva novela en la orilla del Gualeguay, ahí está,
iniciando el diálogo. El último fantasma que me visitó me dijo que mi tío Juan
había muerto en Estados Unidos. Aguardo su fantasma. Vendrá dentro de los nueve
meses que lleva morir, el mismo lapso que lleva nacer, sostiene José Saramago y
doy fe de esta verdad. Habrá brindis con Jack Daniel’s. A la salud de Juan y
mis fantasmas.
domingo, 1 de febrero de 2015
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