Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

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Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Anotación vírica VIII

Francisco Lazo Toledo

 

Octava selección de Mientras tanto:

 

3 de julio. El frío hace aún más lento el mientras tanto del aislamiento. Hace días que no registraba el impulso de la escritura.

Vivo en el dormitorio. En la torre del refugio. Bajo a la cocina comedor solo cuando es hora de terminar con la visita del hambre. Ando de campera bajo el cielo del refugio, se vienen momentos de fresquete cuando el almuerzo y la cena. La radio me acompaña. También la memoria. No sé cuántos, pero hace días que no se ve el sol. Y muchos más días cuento sabiendo que no salí a dar mi caminata.

Ayer, cerca del mediodía, fui a comprar comida. Paisaje húmedo y frío. Frío bajo la autopista. Caminé unas cuadras. Fui y volví por Mármol. En la esquina con San Juan no había colchón sobre la vereda, contra la pared. Tampoco utensilios para la sobrevivencia en la calle. No estaba el hombre que vi habitar esa cercanía de cielo abierto. Cuánto dice una ausencia. Cara o cruz.

Caminé frío, lento. De ida y vuelta, triste y en silencio.

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Apareció el sol sobre Avenida La Plata. Me rozó varias veces. Entonces decidí caminar, recuperar mi paso sobre el barrio. Sucedió casi sin darme cuenta. Caminé, pasaron las calles o se volaron, evaporadas en compañía del sol. Tuve consciencia del paisaje cuando por Inclán casi llegaba a Boedo.

Sucedió en el último tramo de vereda. Se dio un corrimiento espacio temporal. El paisaje de hoy me llevó hasta uno de ayer. En el paisaje -no podía ser de otra manera- pedía contarse una historia.

Sobre la vereda de Inclán había por lo menos cuatro botellas grandes de gaseosa, llenas con agua, y atadas a un par de canteros.

Recordé al Turco, un personaje que conocí cuando ambos éramos un tanto más jóvenes. Fue en Boedo, en el 99. Sucedió en el barrio, en días en que casi toda Buenos Aires había sido invadida por las susodichas botellas atadas a canteros, marcos de puertas y portones, y rejas. El Turco lucía un tanto alterado. Le parecía una barbaridad fomentar la imposibilidad –a través de estas presencias demoníacas- de que el perro dispusiera en libertad de lugares donde hacer su necesidad. Porque indicó el Turco que los conjurados negaban el derecho canino al “libregarco”, nombrada la acción así de manera explícita. Este superhéroe o justiciero de barrio se había comprado una pistola Robin Hood de aire comprimido y balines copita. Salió una primera vez. Eligió noche de lluvia para poder mandarse con un piloto grande que ocultaría la pistola. El Turco contó los tres primeros disparos. Confesó su fracaso. Los balines rebotaban contra el plástico. Hizo pruebas en su departamento. La pistola no servía para destruir botellas. Fue cuando le sugerí que por qué no encaraba el desafío con un simple cuchillo de cocina, y procedía a degüello, que de esta práctica bien sabía la historia de esta tierra. Y que si tenía dudas revisara el gobierno de Bartolomé Mitre. Nunca más volví a ver al Turco. Todavía no me explico sus ganas de hablar, de contarle a un desconocido. Con el tiempo las botellas desaparecieron del barrio y de la ciudad toda.

Vuelto al presente y sobre la disposición defensiva vista sobre Inclán, al menos cuatro en el fondo, aparecen preguntas: ¿renacimiento de una práctica del ayer?, ¿o vestigio, ruina u homenaje a un mundo perdido?

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Todo se transforma en aislamiento. Todo se hace foto, cuadro de historieta. Cierta locura y desesperación en los días primeros. La lejanía con el pensamiento y la escritura. No poder concentrarme. El paso de los días en total silencio. Tres cuadras hasta el mercadito chino. La radio encendida todo el tiempo. Y otra vez, y siempre, el silencio, adentro y afuera, y ella, la soledad. Más de cien días en el refugio. La distancia que me separa de mi hija. La vida de alguna manera registrada en estas páginas. Una memoria. Recuperada la escritura, la lectura. Escuchar la voz de las personas amadas. La salida a caminar por el barrio. El puñado de amigos. Las ganas de contar mi lugar bajo la pandemia. Descubrir de manera mágica la presencia cercana del sol. Saber del sol que me invitó a retomar veredas olvidadas, a querer caminar. Permitido el alto sueño en un pliegue de la siesta. Vuelve la ronda de mis fantasmas amados. Vuelve la memoria que creí perdida, desangrada, colgada en un cerco de alambre de púas. La vida sigue, las historias nacen. No estoy solo. A mi lado, el otro.

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Un paño rojo sobre una rama a media altura del árbol. Enganchado de forma descuidada, como cuando se cuelga, con apuro, ropa en una soga.

Ausencia en el altar del Gauchito Gil. Ni la estampita. Ni el vaso con vino.

Ausencia de San Expedito en el otro altar.

En el piso de tierra que rodea la base del árbol, a los pies de la primera ausencia: una vasija de barro con un poco de agua, y la base de un bidón plástico degollado a unos diez centímetros de altura: guarda una buena cantidad de corchos de botellas de vino.

Nada más en el ceremonial descubierto en mis caminatas.

Aislamiento en el barrio.

Razones ocultas sobre la calle Las Casas.

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Avenida La Plata 1961. Desde la vereda de enfrente miro las ruinas del cine Antártida. Una imagen de ayer, remembranza: el cine Víctor de Villa Bosch, el más cercano a mi Martín Coronado de infancia.

Un alto en la caminata por el barrio. Tarde nublada. Silencio en las calles. Pude escuchar nuevamente el rastro sonoro de mis pasos. Parecía película con secuencia en el cementerio. El hombre camina sobre un sendero de grava.

Desde la esquina detengo la vista en la fachada destruida. El frente pintado en paños blancos y celestes fue bien lavado por la lluvia. Una crónica del paso de los días. Los típicos ventanales de cine que nacen a partir del techo o alero sobre la vereda. Los vidrios rotos. Por los huecos vuela la vida de las palomas hacia sus nidos. El esqueleto de chapa del cartel que alguna vez llevó el nombre Antártida, sigue suspenso sobre el techo.

Reparo en dos grandes maceteros. Cuadrados, hechos con ladrillos, todavía pintados de blanco. Uno a cada lado del esqueleto que sostuvo su palabra, muy cerca o sobre la base de la marquesina. Dentro de cada macetero: la presencia de una palmera de buen tamaño. Presencias naturales escapadas quizá de la película que a diario se proyecta en la encrucijada de Castro y Rondeau. Las palmeras son un detalle lógico en la altura de la proyección de este presente. Películas de sobrevivientes que atraviesan el desierto de la calle, del aislamiento, de la pandemia, de la incertidumbre. En el barrio hay palmeras queriendo hacer cielo sobre la avenida.

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Escribí imágenes, historias, en los días de ayer, y fue posible porque nació el encuentro justo. Esa necesidad de jugar a la magia. Aquello ocurrió: felices los momentos del abrazo con la escritura del día.

Solo es posible la contemplación sobre las maneras de ayer. Y puede no estar lejos ese ayer. Casi de cotidiano la calesita que nace eternidades lleva vueltas completas de memorias.

Es hombre distinto el que anota las fotos del aislamiento que aquel que anotó, por ejemplo, la aparición del carancho. Es más, es un hombre distinto el que anotó las primeras miradas en el paisaje de la pandemia, tan distinto al que hoy anota las últimas.

Hombre que espera habitar el afuera por venir, y nacer otro. En esas veredas la escritura del nuevo tiempo, en el que soy el mismo y otro cada vez que sucede historia y recreo, el aire en blanco que entiendo como la vida en el mientras tanto.

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No había una hoja de árbol sobre la vereda de Inclán, entre Colombres y Boedo. Y allí estaba la vieja, la anciana encorvada que anoté hace unos días. No había pala azul sin mango. Escobillón ralo, sí. Logró destrabar una hoja en un cantero, y la guardó en el bolsillo de su abrigo marrón. Iba vestida como la vez anterior. El mismo afán en su quehacer. Caminé a su lado. Luego de unos metros, detuve los pasos y giré para mirarla. De repente me pregunté: será de verdad. Ahí estaba, cerca de la esquina con Colombres. Nueva pregunta: en qué casa de la cuadra vivirá. En ninguna adiviné la respuesta. ¿Será de verdad la que aparece en las tardes? Volví a mirar, pero ya no estaba en la vereda libre de hojas.

Cielo nublado. Pocas personas en la calle. El arte del silencio invita a agregar fotos en esta memoria.