Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

jueves, 9 de diciembre de 2021

Un café en el Tuñín


 

Castro Barros y Rivadavia. Luego de permanecer unos años cerrado, el Tuñín regresó a su esquina. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. De regresos y rescates, de memorias aparecidas presenta esencia esta tinta de encrucijada. Hace tiempo que Gabriel invita al regreso a la charla. Su buen fantasma sigue compañero de mi escritura. De mis días. Siempre imagino la escena. Cómo y dónde contar el nacimiento de mi hija. Cómo y dónde contar la vida toda que acompaña la amistad. En nuestro café: el Tuñín.

Gabriel, el escritor Gabriel Montergous (1936-2003), es el autor de Habitación 26 (1970), Esa selva sin flores (1989), Polo y los dispersos (1995), Nudos de hierro (1999), Contar la vida (2003). Pero antes que al escritor vuelvo a su persona como amigo. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Vivíamos la amistad, la construíamos desde emociones y paisajes variados. Uno de los caminos: el Tuñín. Siempre voy de regreso a esas imágenes. Encuentros de charla sincera entre dos personas que se cuentan y escuchan con interés. Contarse y escucharse con respeto. Mano a mano. Así, en la escritura de la novela propia, el capítulo infaltable de los amigos que dejan su esencia humana en la palabra dicha “en el aire, en el viento”, en la palabra escrita, uno de nuestros puentes.



Hay una ceremonia que me gusta transitar, una magia de la escritura, en la que siempre me detengo. Pasan los años, y persiste el juego creado por Gabriel. En Nudos de hierro, uno de sus personajes, Bárbara, practica una ceremonia muy especial: (…) Primero voy al baño: me hago encima. Y corre, no hacia allí, sino al dormitorio; de la biblioteca, y entre cientos de libros, extrae uno; con él se mete al baño; abre la ducha; se sienta en el inodoro. El placer consiste en pensar que nadie en el mundo, en este momento, tendrá en sus manos el libro que ella tiene. Porque no es razonable suponer que alguien, ahora, esté leyendo La guerra de los Balkanes (así, con k) del coronel del ejército ruso Basilio Ivanoff. Se trata de un libro editado en Barcelona, en fecha desconocida; el coronel zarista relata hechos contemporáneos, razón por la cual abundan los telegramas de agencias informativas y los resúmenes periodísticos. Son los prolegómenos de la guerra del 14. Quién, díganme quién en el mundo, puede en este momento acariciar las tapas de La guerra de los Balkanes del coronel del ejército ruso Basilio Ivanoff. Nadie. Soy la única que ha de embeberse en su lectura. Selecciona la página 245 (…).



De la misma manera que Bárbara -como si tomara un libro de mi biblioteca lejana-, así me detuve en este día, frente a mi almario y extraje una de mis almas. Entonces Gabriel, que hacía tiempo invitaba, abrió su refugio y tomé una foto, una secuencia o varias, al azar, y retornamos a la mesa de café en el Tuñín. Volver a una tarde. A tantas otras en el mientras tanto de encrucijada de Castro Barros y Rivadavia. En cada día la vida respira en la encrucijada. Sentirse vivos en la oportunidad del regreso. Así la fantasmagoría. La humana distinción que nace como una sonrisa.

Dijo mi amigo el poeta Rubén Derlis que el almario es una especie de álbum del espíritu de hojas no removibles. Digo que en el almario esperan el puñado de almas que nos guía, nuestra búsqueda de la identidad, junto al puñado de almas amigas que son compañía, y que lo son durante la vida y la muerte. Entonces, frente al alma de Gabriel, apareció la vivencia del Tuñín. También podrían haber aparecido nuestros encuentros en La Caramba, junto a Mónica, su compañera, mi amiga. Toda la amistad en La Caramba, la casa en la Villa de Merlo, San Luis. En la casa de las sierras, su buen fantasma sigue de ronda entre los árboles del parque. Sigue en el sueño la próxima página. Gabriel escribía, de mañana, junto a una piedra, en el límite del jardín. Fui testigo. Lo soy porque puedo verlo. Ahí también mi amigo. Parado frente al alma de Gabriel tomo historias, y como Bárbara, me siento especial mientras regreso palabras.

El Tuñín nos queda a mitad de camino. En esta escritura llego primero. Una vez más. Me gusta esperar el encuentro. Desde la mesa, junto al ventanal sobre Rivadavia, puedo ver pasar los colectivos. En el último viajó Gabriel. Me gusta descubrirlo en la esquina. Ver su avance sobre la avenida, mientras Medrano se funda Castro Barros. Ahí viene. Siempre nos sentamos a la misma mesa. El saludo. Memoria feliz. Una y otra vez el recuerdo me lleva al momento en que toma asiento junto a la ventana. Veo su cara, la sonrisa. Regresa con la alegría de siempre. Era un hombre alegre y generoso. A cada nueva memoria en el Tuñín llega con su campera negra de cuero. Nuestros cafés, durante aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo, guardan palabras y silencios, interés por saber de nuestros afectos, interés por contarnos nuestras Buenos Aires. Digo que en el Tuñín tuve la oportunidad de escuchar a un hombre que había elegido su oficio, que había llegado hasta la emoción madre del oficio, y que, desde esa profundidad, había trabajado, levantado su identidad de hombre que escribe, cuenta, piensa, siente, dentro del río que funda el universo de lo humano. Gabriel Montergous fue mi amigo, también mi maestro en el intento de la escritura. De él aprendí a preferir los escritores que trabajan desde un compromiso ético con el oficio. Admiré su escritura, su manera de transitar la identidad de su voz, el respeto y defensa de su palabra.

Una mesa de café que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo, así la amistad en el Tuñín, una casa en la memoria. A propósito de casas, Gabriel Montergous escribió en Nudos de hierro: (1936. Invierno): Me he cansado de tanto mirar mapas; salgo al patio de honor que apenas se ha calentado con el sol de la siesta. El parral está sin hojas; con la osamenta al aire, se vuelve patético. Los sillones de mimbre están guardados, como todos los inviernos, igual que la mesita; y es por eso, o por la falta de hojas y racimos, o porque en la casa somos menos y entonces, como sabe decir la abuela Bárbara que desde hace tres años no se levanta de la cama, “hay menos vida”, será por una u otra causa pero lo cierto es que en tardes como ésta el patio de lujo de la casa es un ámbito desolado donde el aljibe tiene, al primer vistazo, cierta facha de patíbulo. Y me siento nomás en el redondel de madera, con la bufanda cerrando el cuello abierto de la camisa y los brazos cruzados flojamente: tengo puesto un pulóver grueso además de una camiseta de mangas largas. Poca, poquita es la gente que viene ahora de la capital a visitar la provincia y, de paso, a vernos a nosotros; este año, por ejemplo, ningún conocido ha pisado la casa. Son tiempos duros; la gente pobre es más pobre que nunca, y no hay que ir lejos para ver hombres tirados en las veredas o sentados en los zaguanes; miran sin ver, hipnotizados, mientras los mocositos que andan por ahí juegan a tumbar botellas a cascotazos o piden limosna: una monedita, don. La gente rica de la provincia, que no es mucha, parece no entender lo que pasa; el miedo y la codicia los devoran por dentro y los vuelven secos y ruines. Son años grises, feos: y ahora lo de España. Además, esta casona venida a menos tenía hace diez años una animación y una frescura que en buena medida recuerdo ajenas a las personas que faltan; las casas, como la gente, tienen una juventud bastante breve; la madurez es larga y la muerte interminable; se nota no sólo aquí, es esta casona típica que no hace mucho perdió su patio del fondo, sino en el caserón en ruinas de la pobre tía Adela o, más cerca, en el de nuestros vecinos los Contreras. Tampoco debo esperar que del fondo del pozo surjan voces en sordina, pasos de gato o de puma, volar de murciélagos, quejidos y llantos; esa “música” concluyó hace rato. (…).

Toda memoria de encrucijada se nutre entre líneas de cercanía y lejanía, de felicidades y tristezas. Se vive entre emociones y palabras. Se vive escribiendo la novela propia, la película propia, caminos que utiliza una memoria que busca la última corrección que todo lo mejore, el montaje que mejor nos cuente. Desde la mesa de café en el Tuñín vuelvo a dos líneas escritas por mi amigo Gabriel. Una es bandera que acompaña: Los afectos antes que los efectos. Y la otra es un poema: En última instancia, pienso, siempre se escribe así: en el aire, en el viento...



miércoles, 8 de diciembre de 2021

Viajero


 

Viajero

 

fui viajero del tiempo desde joven

fiel escucha de las historias que contaba mi padre

tuve oficio, aún lo tengo

amarro sucedidos y miradas con tinta roja

escucho voces de vivos y muertos

en la altura de esta vida mi oficio

cuento historias en el viento

que el viento disponga distancias y milagros

 

se dice que en la noche

en aroma de humedad y final

alcanza mayor esencia

las maneras con que recuerda el viajero

 

el viejo Ritchie regresa historias

un solo de guitarra flota

suspenso el destino del humo sobre el agua

el otoño libera las hojas del árbol

toca navegar a las hormigas

 

convoca historias el ausente de Ritchie

las regresa mientras él mismo es regreso y fuga

un punteo de guitarra me escribe desde los catorce

sucede la vida

viaja el tiempo

viernes, 3 de diciembre de 2021

Rolando por Alejandro

Rolando Lois (1930-2019) por Alejandro Lois

1er. Premio Dibujo

Salón Pequeño Formato 2021

Tres de Febrero

Provincia de Buenos Aires


Dibujo

 

el padre mira el espejo

y se asoma al hijo

lleva en el sueño

pinceladas de sombra y luz

 

mira la ventana

bocetada

abismada

desde la mano el alma que dibuja

 

su mirada vuelve a enhebrar

en los trazos de la vida

 

habitado el espejo

el padre ve

habitada la ventana

el padre ve

regresa y vive

desde el arte del hijo

 

así las señales en la encrucijada

somos personajes de historieta

en el misterio que nos lleva

 

regresan memorias

pintan y dibujan

ellos ven de cotidiano

 

recuerdan en el taller del fondo

unos pasos más allá

de Martín Coronado


martes, 23 de noviembre de 2021

Mono

Sin título (acrílico de Rolando Lois)

 

hace días

despierto cada mañana

con el mono listo

sobre la cama

cuatro cosas locas de refugiado

 

el mono dice

quiero ir

estoy listo

que venga el bondi

necesito una lejanía de mí

 

enredadera arriba

entre almas y sucedidos

ato el mono de mi memoria

sus puntos cardinales

sus puntos suspensivos

y lo sostengo

del bolsillito del corazón

viernes, 12 de noviembre de 2021

La mesa de publicaciones

 


Al principio de su historia, el artilugio cultural fue anotado con cercanía de madera. Luego de unos años ajustó apariencia, y se hizo más práctico el armado de su abrazo. Porque ahí la sustancia centro que perdura. Memorias. Abrazo y palabra. Una manera de nombrarla: la mesa de publicaciones. Para todo aquel que se acerque. En la altura de su meseta se apoyó, se apoya, una parte de la historia del barrio de Boedo. Nacida su geografía a la sombra del periódico. Nacido éste en encuentros en el boliche Pan y Arte. Durante unos pocos números se llamó Vida y arte en Boedo, dirigido por Germinal Marín y Mario Bellocchio. Continuados los encuentros en Margot, la publicación pasó a titularse Desde Boedo (una idea del poeta Rubén Derlis) en manos de Bellocchio. Desde 2001 el periódico como parte de la historia cultural del barrio.

La mano para el juego destinal se abría, se abre, sobre la susodicha mesa. A un lado del periódico aparecían libros de autores de Boedo, y de otros lugares de la ciudad. Libros y autores fuera del mercado y la figuración. Libros y autores que llegaban desde el pasado. Mario Bellocchio además ofrecía, ofrece, otro de sus artes: la restauración de fotografías antiguas del barrio.

La nao se establecía, se establece, los sábados desde la media mañana hasta pasado el mediodía, sobre la vereda de la inmobiliaria del eterno Gordo González, y frente a –testigo en la altura- Boedo XXI, la sala de teatro de González y su compañera Titina. La mesa de publicaciones a flote en la vereda de la avenida, a metros de la esquina de Boedo y San Ignacio, desde donde alumbra Margot con sus historias.

La poética intención que contiene la escritura de aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo dentro de la galaxia Buenos Aires, rescata la sintonía de la mesa como completa esfera planetaria. Un mundo a la espera de la conjunción de una vida que comparte bondades. En el transcurso de los días, todas las velas, todas las naos, tornan a poniente. Entonces inevitable será entrar al juego vital en el mientras tanto. Abrir el viento de aquello sucedido cada sábado desde que la mesa viera su origen en la vereda.

En el período de pandemia el tiempo pareció detenerse. Vivir una sola y repetida foto. A la vez nacía un tiempo veloz, una sensación de vida transcurrida. Pero una vida otra, distinta a nuestra real consciencia del transcurrir. Sucede algunas veces: aquello que pasa dejando una huella buena. En pandemia el tiempo pasaba sin dejar señales felices. Un tiempo solitario durante los aislamientos. Vuela el sonido de ese tiempo por demás pulcro y frío. En él resplandece la sombra de una punta salvaje. Un año y medio en ciudad pandemia. La punta llegó y atravesó cada uno de los días.

Desde aquella realidad apuntala, y continúa el sostén en esta pos pandemia, una necesaria y esperanzada resistencia poética, para así enfrentar el desafío de extraer la punta afilada, y retomar un presente donde el tiempo derive con afilado, porque en todo tiempo hay filo, y en reconocido quehacer en nuestro cotidiano. El regreso del tiempo que mancha y deja huellas que feliz será recordar. Puede regresar el tiempo a su plenitud como punta para cada destino, y puede regresar la escritura de otras tantas fantasmagorías. Y entre éstas aparecen distintas miradas sobre una misma mesa.


Hay dos personajes fundamentales en esta historia: Mario Bellocchio y Diego Ruiz. En este ahora mismo de escritura acomodan periódico, libros, fotos. Sábados felices en Boedo. Una vez más. Una mañana cualquiera en el encuentro con distintas memorias. Sucedía ayer, sucede. Dos hombres de Buenos Aires, dos hacedores, dos trabajadores de la cultura, a mitad del tránsito de una mañana que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Mario y Diego, amigos. Historia, poesía, literatura. La simplicidad de la anécdota que dice tan bien las calles del barrio en el tiempo, los caminantes, los memoriosos. Todo un planeta la mesa, a flote en el río de la avenida. Sucede bajo el sol, y la sombra del arbolito.

Había una vez una mesa de publicaciones que, un día, tras estoque del destino de lo humano, alumbró otra realidad. Aquella mesa de publicaciones se fundó elemento en el universo de aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Diego Ruiz, su labor de docencia memoriosa, hace ya unos años, partió hacia el cielo de Boedo a contarse, a escribirse en la fila de la memoria ciudadana.

Diego empieza así su presencia desde otro plano. Aquello que él hacía con tantas memorias, sucedió, sucede, en la mesa de publicaciones mordida, de manera imperfecta, por una Parca que no sale de su asombro. Diego presente. Cada sábado asomado desde un balcón de ausencia. Diego en Boedo, en galaxia Buenos Aires. De rescate, y rescatándose. Buen fantasma de lo humano que anda la ciudad y lleva olfato de perro callejero.

Mario sabe de Diego, de su renovado estar de barrio. Mario invita. Vení, volvé, acomodate una vez más la pilcha para los regresos. Y Diego vuelve en el periódico que lleva una de sus notas. Vuelve desde el último de sus libros en la mesa. Vuelve fileteando el mascarón de proa de la nao, la meseta, la mesa de publicaciones en la vereda de González, un abrazo que no suelta.

Y Mario sabe de su propia memoria. De manera permanente se va de regreso hasta momentos de la vida de ayer. Infancia. Familia. Trabajo. Todos estos quehaceres con música de retorno se fue hilvanando con su laboro de escritura, en especial durante el mientras tanto de Desde Boedo. Sabe Mario de la importancia de habitar la mesa de publicaciones, la importancia de su señal sobre la vereda de los recuerdos. De allí la permanencia del mojón en estos tiempos veloces donde se acentúa la confusión, la bulla de sabores.

Es sábado y dentro de su luz, la mesa. Los caminantes habitan la avenida. Saben del barrio de hoy, pero siempre buscan regresar al de ayer. El desvío lleva hasta la mesa puerto, también meseta, refugio, recreo, fantástica y simple nao de la palabra trabajando recuerdos. Encontrar memorias. Volver a los que ya no están, los que partieron al barrio otro. Volver a través del viaje que propone cada foto vieja. Volver en la música universal que puede aparecer en unos minutos de charla, cuando se trata de decir trucos y quiero retrucos en el encuentro con el otro, nuestro igual, una criatura que busca entre las distintas sintonías del amor para respirarse mejor. Volver recibiendo, llevando, un periódico que no se paga más que con las ganas de leer. En pequeños movimientos, miradas, expresiones, el lector viajero se rescata, como a su vez se rescatan, se abrazan, los hacedores de la mesa de publicaciones.

Una mesa refugio para la memoria. Se levantan sucesivas ciudades, todas Buenos Aires, aquellas que ya no son, y que, sin embargo, siguen siendo cuando en los sábados llega la mesa que guarda las palabras escritas y pronunciadas por los hombres. Porque ciudadanos del tiempo, que saben de resguardar señales, suben a bordo. Entonces la mesa de publicaciones se hace mesa de café, y se suceden las fantasmagorías, los aparecidos. Las miradas se pierden en paisajes coloreados desde la luz del gris. Desde un más allá en perspectiva retorna un nacimiento, un momento de infancia, el tranvía, una tarde en el Viejo Gasómetro. Sucede también la consulta por libros inhallables. Alguien pregunta por el Grupo de Boedo. Y los Artistas del Pueblo. Alguien percibe la felicidad del autor que está en pleno quehacer creativo, y su alegría por la anécdota de tener el libro propio sobre la mesa. Un pequeño grande ecosistema de vidas y regresos orbita la mesa de publicaciones.

Cuando ciudad pandemia acentuó su retirada. Se produjo uno de tantos regresos. Volver. Hacerse tango. La mesa en la vereda. Sorprendidos los caminantes: Hacía tiempo que no estaban. Volvió el saludo feliz de José Ciliberto, más conocido como Pepito de Boedo, compañero de viaje y memoria, compañero hacedor de la mesa desde hace una eternidad. Volver. Hacerse tango.

Aquello que ya no es, la mesa de Diego y Mario, y que, sin embargo, sigue siendo. Y aquello que no fue debido a la pandemia y sus coordenadas, y que, se espera, no vuelva a ser.

Diego, Mario y Pepito, y un testigo que se rescata anotando aquello que ya no es, y que sin embargo, sigue siendo alrededor de una mesa, cada mañana de sábado.



viernes, 15 de octubre de 2021

15 de Octubre


Hoy 15 de octubre es día de cumpleaños. Rolando Augusto (1930-2019), mi viejo, en el cielo que guarda a los boedenses, vive su muerte como buen fantasma. En este barrio de Boedo, a principios de los ’40, el pibe que luego sería mi padre soñaba con un potrillo.

 

Potrillo

 

al frente camina el hombre

lo sigue su caballo

desde que fueron potrillos, hace una eternidad

tránsito sobre una tierra hecha de colores

aromas empastados nacieron el campo

 

pintó mi padre una memoria

composición libre sobre cartón

un puñado de centímetros

que separaba saquitos de té

 

desde una astilla de su vida de artista pintor

mi padre registró lo imposible de ayer, de hoy

y siguió pintando acrílicos de pequeño formato

 

dijo el artista pintor

de mi infancia aprendí también

que uno puede aspirar a un imposible en sus proyectos

y utilizarlo como motor de alternativas realizables

no sé por qué les pedía a mis padres

con una insistencia torturante

que me compraran un potrillo

por qué un potrillo y no una bicicleta, un monopatín?

pienso porque tampoco me los hubieran podido comprar

entonces para no tener

era mejor no tener un potrillo

estaba instalado en mi imaginación



lunes, 11 de octubre de 2021

Barcos en Avenida Independencia


Composición fotográfica de Mario Bellocchio

Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Regresos. Rescates. Regresa la ciudad como plano general de historias, momentos, sucedidos.

Siempre atento al regreso a otro tiempo. Al aroma del pasado. Elegida ya la herramienta que hace posible mi máquina del tiempo: la escritura.

Regresar a ciudades queridas dentro de una misma Buenos Aires. Todas salvajes, complicadas, siempre dolorosas. Y siempre en ellas el sueño, la poética remembranza de la felicidad. Las historias levitan en el tiempo. Algunas me conocen, saben, y entonces vuelven, casi en continuado, desde la sala de los días alegres.

Escribo fantasmagorías, representaciones de aquello que, sucedido ayer, retorna recuerdos a través de una presencia, sea ésta persona, departamento alquilado, noche de presentación de un poeta, esquina de café, una casa vieja de techos altos con barrilete de San Lorenzo en cielo festivo de navidad.

Todo sucedido ha tenido entidad dentro de la ciudad. Toda fantasmagoría hace posible el regreso sobre el plano general -una toma de abrazo generoso- que establece con claridad que el sucedido fue posible, ante todo, por el marco de viento encrucijado que sabe traer el tango, el blues: una memoria de universo todo en el grande escenario de Buenos Aires. Memorias ciudadanas. Historias, películas nacidas desde una urbanía primordial, fundante, especie de enredadera mágica que aroma como día de infancia las sintonías del cemento que nos contiene, y nos dota de identidad y título.

Habitantes de la ciudad/puerto. Nuestros fantasmas de origen en el cruce de caminos, así desde el inicio de la película. En Buenos Aires los que esperaban hacer la vida, y en la misma ciudad los que llegaban con igual objetivo. Llegar y partir. Pasó ayer. Ocurre hoy. Y en medio los días que dura cada función de cine. Se trata de rodar la película propia, escribir nuestra novela. Se trata a su vez del quehacer aplicado a una pequeña obra. Los afluentes de la totalidad del río como ensueño que diga: aquí estuve, esto o aquello es lo que fui. Una pequeña obra que, desde lo esencial, nos guarde, aunque más no sea, en uno solo de los momentos del mientras tanto. Guardado en un poema, en un cuento, en un boceto a mano alzada, en una foto, en este corto de cine que recreo como prueba de que, alguna vez, además de querer escribir una novela, un cuento, un poema, soñé con hacer un corto dentro del mundo íntimo de mi cine anotado.

Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Siempre estoy volviendo a una película corta, pequeña, de compañía, una rama en el árbol, una historia de lenta fugacidad. Una seguidilla de fotos. Llevo lo visto memoria adentro. Un sucedido en medio del viento, una noche, sobre avenida Independencia. Quince minutos después de una medianoche de Boedo. Navega este corto en el río de mi vida. Sucedió, sucede, hace quince años. Fluye su regreso de escritura. Una película que pide, para contarse, el tiempo que tarda un hombre en caminar dos cuadras a paso tranquilo y atento. Ocupo ahora mismo mi silla en la vereda, en el cine que bosqueja, visita, filma y vuelve a escribir la secuencia.

Abre la pantalla. Recuerdo el desplazamiento. Un corrimiento dentro de la realidad de la avenida. Y una pincelada de posible fantasía. Una secuencia rápida con diferentes encuadres sobre las veredas. Nadie. Vacías. No hay extras. Soy el equipo de rodaje. El testigo. El único.

Avanza una camioneta blanca por el centro de la avenida. Lleva luces intermitentes. Es guía. Su avance enaltece la lentitud. Giro a giro suma centímetros. Presencia destacada que avisa la aparición de la historia. Engalanada de luz. Podría ser fantasma de caballo de circo. Pero no. Anoto en el guión su esencia de práctico de puerto. Habilidad de remolcador llegado desde las sombras. De hombre sabio que dice por dónde el encuentro con la felicidad. Es guía en la noche del cemento.

Detrás de la camioneta. Detrás de la niebla madre de todas las nieblas, un filo metal comienza una seguidilla de cortes. Tajos sobre sábana blanca. Ahora dice el misterio. Vive la creación. El blanco no condiciona. Y libera el contorno de un viejo barco. Chimenea herida, pintura rajada, óxido, carcoma. Violentada su tumba provisoria en cercanía del Riachuelo, el barco viaja hacia su total desaparición. Hay cementerios de barcos. En ríos, océanos. También en tierra. Hay crematorios en que se dispone de las piezas del rompecabezas que hasta en la muerte sostiene una forma barco. Hay misteriosos hacedores de criaturas de metal. Trabajadores que, entre luces y herramientas, convocan una vida otra. Convocarán los fantásticos escultores desde los recortes de la chatarra del después.

El barco navega, regresa, se mueve. Va montado sobre la amplia plataforma de un camión gigante. En la parte más alta del barco hay un hombre. Solo. Entre sus manos una “T” de madera. El hombre atento a los cables que puedan cruzarse sobre el cortejo. El barco que recuerdo es representación y sintonía del paso del tiempo. Transcurrir que trae silencios y presencias. Hay fantasmas junto a las barandas. Vuelven. Navegan Buenos Aires. En la altura del barco, el hombre, el único que aún respira, hace señales con la cruz de madera, la exhibe y reza, “por las dudas” dice su línea de guión mientras abisma la mirada. Los trabajadores de mar y río van ocupados, contemplan felices la orilla cercana.

Detrás un segundo barco. Sale de la niebla la trompa del camión de transporte. Una comunidad de fantasmas guarda silencio. Continúa el regreso. Un hombre en la altura. Solo. Una “T” de madera. A la espera de señales en el cielo. Cruzaron los barcos 24 de noviembre. El primero supera Sánchez de Loria. Restan Virrey Liniers y Maza. En Boedo, imagino, aguarda una nueva puerta, un nuevo puerto de niebla madre. Acompaña, acuna, a los viajeros del más allá. Alienta a los habitantes de la ciudad donde termina el acentuado aroma a día de infancia, donde todo sueño es posible. Un auto pasa veloz pegado al cordón. Imprime su velocidad frente al testigo. Deja una estela de golpes rítmicos que rápido traga el silencio. Otros autos en la avenida. Todos ruedan por los laterales de la avenida mágica. “Ojalá muchos supieran de los regresos necesarios, de los viajes misteriosos cuando es medianoche en la ciudad”, línea de la voz en of del narrador, el testigo, el que filmó, y que hoy ha vuelto a filmar aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.

Barcos sin nombre. Trabajadores sin nombre. Y aun así el regreso.

Barcos fuera de lugar. En tránsito hacia el más allá profundo por senderos de nuestra orilla. Es que siempre sabe el trabajador de mar y río. Una noche, mi tío Juan, entre filosofales y maravillosos tragos de Jack Daniel’s, me dijo: Toda mi vida fui un barco fuera de lugar. Así dijo en un cuarto piso sobre la encrucijada de San Juan y Muñiz. En Boedo. Los días lo habían llevado hacia otras geografías. Lejos, salvo algunos recreos, de su aldea natal: Buenos Aires. Ahora, mientras escribo, pienso en que todos podemos ser un barco fuera de lugar. Y tantas las razones. La vida es cambio, oleaje para el avance y el retroceso. A veces parece que los días fluyen y entonces la felicidad en el río es posible. En otras el barco aguarda condenado sobre una duna en el desierto. Es tanta la incógnita que hasta cuando todo fluye, la película parece irreal. Barco fuera de lugar frente a una isla paradisíaca. La vida como incertidumbre y fragilidad constante. Barco fuera de lugar después de un óleo apocalíptico de Turner. La vida como movimiento entre debilidad y fuerza. Sueño efímero y aventura maravillosa. La película mientras dura la función de cine. Así nuestro barco, a consciencia, sabe que deberá partir hacia la otra orilla. Una cuestión de tiempo. En un solo lugar no cuenta la incertidumbre. La certeza salvaje de los días está, me digo, en el corto que guardo en la memoria. Dos barcos escorados por el tiempo. Dos barcos que dicen de la vida de ayer, en sueños con historias de feliz laboro, en sueños de pago justo. Dos barcos que siempre dicen la vida mientras avanzan hacia los confines de la naturaleza. En una noche más donde la memoria anota aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Sucedió y sucede en Boedo, sobre Avenida Independencia, en Buenos Aires.



Pan y Arte de Liliana Moreno

Foto de M. Bellocchio
Conocí a Liliana Moreno en noviembre 2018. Entrevistaba a la hacedora del universo Pan y Arte. Una romántica, una soñadora aguerrida, que daba la pelea en medio de la primera pandemia, la neoliberal. En la charla: el teatro, la sala, su propio quehacer como actriz, sus comienzos en Mendoza, Buenos Aires como meta, y Boedo como refugio querido. Pero hoy la noticia es el cierre de Pan y Arte. La pandemia del virus, la segunda, completó la representación triste de estos tiempos complicados.

¿Cuáles las palabras de Liliana Moreno?: Hubo circunstancias que nos cambiaron a todos. Venía embalada con el proyecto artístico, en mejorar lo que estábamos haciendo. Fue conflictiva la llegada de la pandemia, 19 de marzo. Teatro y restaurante dejaron de funcionar. Quedamos sin un peso y con deudas. Había que pagar los sueldos, el gas, impuestos, la luz que todavía debo. Veníamos mal. Sostener una pyme es casi imposible. Funcionan las multinacionales. Desde Mendoza vino mi hija Paloma a ayudarme porque me veía mal, y aún sin pronóstico de pandemia. Y luego todo lo vivido en el aislamiento. Estaba el personal. El tema era que no teníamos dinero en efectivo ni cómo generarlo. Estuvimos un mes comiendo las cosas que habían quedado en las heladeras. Y Germinal, mi hijo, me dice que así no podíamos seguir. Algo había que hacer. Pensó en habilitar la venta de verduras orgánicas. Consiguió una persona que nos dio la verdura sin tener que pagarla. Si vendíamos se pagaba. Empezamos tipo almacén, y eso nos ayudó a sobrevivir y a poder pagar algo a la gente. Nada que ver con lo que era. Era una empresa en quiebra. El teatro imposible; aún lo es. Quizá se podría sostener la sala con clases, con los subsidios. La ayuda está bien, pero no alcanza. Nosotros hicimos una función, la última, de un grupo que vino de Mendoza. Quedaron tres mil pesos, hay que pagar técnicos, boletero. Imposible. Hoy pienso que no puedo seguir con el teatro a costa de mi propio cuerpo, tengo que ser realista. Mis hijos me han ayudado a que baje, y a no exigirme más de lo que puedo. Quizá vender, se verá.

Llegar a la decisión: Primero fue recuperarme de un accidente que tuve en marzo de este año. Fue una bisagra. Con terapia, analizando cómo tenía que seguir. Eso ayudó a decidir que tenía que ponerle fin a un proyecto que llevaba más de 20 años. Y me ha costado muchísimo decir que “ya está”. Mis hijos me han ayudado. Lo que viene, no sé.

Los primeros movimientos: Se alquiló el local, el resto, la vivienda y las salas, todavía no se decidió qué hacer. Mi hija tiene algunas ideas.

Agrega Paloma: Nos gustaría que alguien continúe con el teatro, o tal vez como escuela, productora, ya que el lugar así está dispuesto. La sala chica la pintamos de blanco, y con un set de luces, la pensamos más para formato audiovisual. En el primer piso hay varias habitaciones; un lugar que siempre recibió amigos, artistas. Podría funcionar como residencia. O sea estamos viendo qué sucede con los lugares. A veces están predestinados. Del local ya nos fuimos, pero en la parte de atrás estamos haciendo una nueva sala, está quedando un lugar muy lindo, y tenemos idea de un café con música, teatro, performance. Es contrafrente, no tiene el sonido de la calle. Una propuesta retirada de la avenida.

Otro Boedo: La peatonal, que ha favorecido al área gastronómica, también ha cambiado la identidad del barrio. Hacer teatro a la calle es complicado. Mucho ruido. Ya no es posible coordinar con la Red de Cultura, es decir, hasta tal hora tal movida porque están los teatros. El barrio está muy comercial. Boedo pos pandemia es otro Boedo. Entiendo la situación, pero me siento extraña. No me siento parte de este hoy de Boedo. Extraño el Boedo que conocí. Sería hacer fuerza en algo que la inercia lleva para otro lado. Y bueno, se está yendo hacia un centro comercial, alquilaron el local para kiosco. Nosotros siempre hemos mantenido un contacto más íntimo con el cliente, con el espectador. Por eso mis hijos piensan en el reducto del fondo, donde poder encontrar intimidad o sutilezas de otro tiempo.

Memoria y pensamiento: Recuperar la identidad con los artistas del barrio, porque Boedo hoy es centro de atracción porque trabajamos nosotros. Pan y Arte fue el primero en sacar mesas a la calle, a tomar la vereda; se armó la mesa de publicaciones, nació el periódico, los libros, empezaron a aparecer muchos teatros. Pero hoy están los que tienen el poder. Creo que hace falta una buena retirada para pensar los tiempos que vienen. Confrontar hoy es muy difícil. La rebeldía tiene que ser por el lado de la poesía.

Inevitable pensar -y traerla a escena- en la Resistencia Poética propuesta durante la pandemia por el amigo poeta José Muchnik. Liliana se suma a la bandera de José: Es bueno y necesario saber de qué va este mundo. Algo que ignoran demasiados ciudadanos. Hoy queda la resistencia poética, me parece que es eso, es por el camino del arte. Y quiero quedarme ahí. Otro tipo de emprendimiento, que no sea artístico, no me entusiasma para nada. Ya no es tiempo para mí, no me interesa, quiero tener tiempo para seguir soñando, quiero otro tipo de conflictos, los del alma. Es una decisión y estoy contenta. Quizás el terreno es más onírico, espiritual, intangible, pero muy valioso.

Miradas en pandemia: La pandemia nos hizo ver que hay muchas cosas que no son necesarias, renunciar al consumo es también una batalla. Aquel que quiere seguir viviendo como antes, no entendió nada. Es un proceso, hay que ver que decante, y si no nos cambia, no nos transforma para darnos cuenta de qué es lo importante, no sé… importa esto: el encuentro, las personas. Es difícil tener el pan de todos los días, lo sé. Y qué va a pasar con toda la gente que ha quedado marginada del sistema. Veremos cómo nos reconstruimos. Siempre encontramos las maneras, así trabaja la imaginación del pueblo.

Esas ganas de seguir sobre el escenario: Tenía que ser objetiva, no puedo sostener un sueño de antaño con la realidad de hoy. Hoy quiero hacer teatro y no sostener espacios. Quiero actuar, estar con gente de teatro, no gestionar proyectos, sino siendo convocada, como me está pasando ahora. Estar en lo creativo, lo artístico. El hoy te hace sentir solo. Es muy difícil lo colectivo. Todo atentó. Desde el barbijo al no encuentro. Habrá que esperar que bajen las aguas, y recuperarme. No tengo claro lo que viene.

Quizá en Mendoza natal buscando aquello que perdió en Boedo: Soy mendocina de pura cepa, y hay algo que la pandemia me trajo, el estar centrado en uno, y ese silencio interior, ese poder repensarse quién es uno, dónde está el deseo, o sea, empecé a tener deseos de volver a mi tierra, volver a la paz del pueblo. Fue muy solitaria la pandemia, pero en un punto muy interesante: el espacio de silencio para cocinarme, no andar a las corridas, me gusta esa sensación de estar conmigo. Allá hay amigos y teatro. Estoy invitada a actuar con ellos. Mendoza puede ser un lugar al que retorne.

Desprenderse de Pan y Arte: Fue un duelo, me costó, no lo decidí y ya, un proceso interno hasta que pude soltar, mucha melancolía, tristeza, y aceptar que se terminó. Me permito vivir el epílogo de mi vida como se me cante.

Así el pan y el arte con que Liliana Moreno habla de aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.

Foto de Mario Bellocchio


jueves, 9 de septiembre de 2021

Esquina Margot

 

Margot de Rolando Lois

Boedo y San Ignacio. Encrucijada. Avenida rápida y pasaje adoquinado. Pasaje que, con cierta pereza de estío, resguarda el puñado de almas. En ellas la necesaria esencia de proa para alcanzar el destino en el río de lo humano.

Espíritu. Tierra, aire, agua, fuego. Fantasía. Emotivos frutos en el árbol de la clara consciencia que, despierta y ensoñante, da nombre a las cosas que hacen a esta vida.

Boedo y San Ignacio. Esquina madre. Ahí mismo, encrucijado, uno de los centros sobre el que gira mi galaxia: la ciudad de Buenos Aires. Ahí mismo, entonces, encrucijado de recuerdos, el café Margot en el barrio de Boedo. En su identidad de abrazo aguarda una multitud de historias que ya no son, y que, sin embargo, siguen siendo. Margot como encrucijada plena de palabras. Nacida es esta palabrera urbanía en un cruce de poética imperfecta. Feliz, desesperadamente humana su sustancia. Nacido viento el tango. Nacido viento el blues. Encrucijada que tienta al tiempo. Una historia cada vez, los sucedidos dentro de la órbita en la que gira el habitué en tanta ceremonia de encuentro. La esquina se hace, por momentos, rincón de plaza de barrio. Entonces gira la calesita de la memoria. Regreso. Rescate. De vuelta. La sortija se balancea en el viento. En cada giro el impulso de escribir la encrucijada, la esquina, Margot de Buenos Aires. Siempre el giro. Sucedió, sucede. Un canto rodado plano que bien va de rebote en rebote sobre la superficie del río de los días. Cuando al fin se hunda, en renglones circulares, de cara al cielo, podrán leerse las historias. Sucede esta tinta, dice de aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Sucede en Boedo y San Ignacio, Margot, uno de los centros de giro de mi galaxia.

Barrio de Boedo. En Margot los óleos pintados por mi padre. Colgados de la pared sobre la ría de mesas. Los cuadros ya no están. La exposición tuvo su tiempo, su tarde de inauguración, los amigos, y los testigos casuales sorprendidos por el acto de alumbramiento. ¿Cuáles las palabras de presentación, quién el presentador? Cada pregunta abre senderos. ¿Importa, acaso, la ubicación temporal? No en esta memoria que solo pretende bocetar sucedidos felices de ayer. Sucedió una tardecita de otoño. Momentos aquellos que ya no son, y que, sin embargo, siguen siendo. Alma adentro de Margot respira la memoria, lo invisible permanente abraza nuestro espíritu.

En la trastienda de Margot fue absoluta realidad, en el maravilloso mientras tanto de un día pasado, la alegría en la mirada de mi hija siendo apenas bebé. Sus ojos sobre las pocas mesas del ambiente. Anoto sus ojos. Anoto el lugar mágico donde trabajé por años en la escritura. Un lugar de quehacer casi cotidiano. Una magia la escritura a mano. Murmullo de punta fina sobre papel, sobre hoja de cuaderno apoyado en mesa de madera ajada por el tiempo. Escribir con tinta roja en el Margot. Otra magia de encrucijada fue, es, a través de una ventana, encontrar memorias mirando los adoquines de San Ignacio. Cada vez que veo una calle adoquinada busco el pastito que crece entre las uniones de la multitud. La búsqueda del pastito mínimo que late por entre los intersticios de la vida. El amigo poeta Rubén Derlis escribió un poema que guarda esta imagen. Generoso aquel que obsequia bondades para mejor andar cada día.

Y entonces mi hija regaló su mirada. Y mi padre regaló la suya.

Puede soñar el poeta que habita memorias en Margot. De hacerlo puede, él mismo, anotarse poema al tiempo que se descubre puente. Agradecer además al destino que bien sabe de tender puentes. Escribir orillas, acercarlas durante el paso propio, en la huella su andar en el eterno aire de mientras tanto. Ser en el puente, en el poema en que el padre escribe una tinta que acerca al abuelo y la nieta. Que el abuelo hace un tiempo que es un buen fantasma, y la nieta ya es piba que escribe y dibuja en los primeros años de la escuela primaria. Fantasmagoría como poema sobre aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Ocurrió en Margot. Y ocurre, vuelve, regresa, se rescatan los sucedidos, en este ensayo de casi poema que intenta bocetos interiores en el café, en la encrucijada de Boedo y San Ignacio.

Fundar un puente, un poema que convoque a los buenos andantes de las aventuras de ayer. Andantes que oficien de guías memoriosos en esta esquina de ciudad. Que convoque además a los buenos fantasmas. Bienvenidos así todos aquellos que transitaron los pasillos entre las mesas de Margot. Convocadas las señales, los rastros que lleva el viento parido desde la luz de una luciérnaga maga. Alumbrar los momentos idos desde el más allá de la memoria en la cuna primera: el barrio de Boedo.

Y en la vereda de esta línea se hace presente la sonrisa de Bombón. Muchacho simple de lavoro silente. Usa pocas palabras. Repite: Bombón, quizá porque es como le dicen en su casa, o tal vez la repite porque aprendió que significa saludo cariñoso. En la vereda de sábado, mesas y sillas al sol. Reunión de escritores en Margot. Bombón adelanta su mano de pedir monedas. Las recibe. Pero ahora mismo mueve el brazo. Indica final. Terminado. No acepta más. No hay manera de que acepte una sola más. Ocurre hoy en la vereda, y sabido es que su “basta” también ocurre en el Margot profundo. Bombón saluda con su mano. Sonríe. Camina hasta su carrito de plástico verde donde junta diarios viejos y latas vacías de gaseosa. El carrito estacionado sobre Boedo. Camina la avenida. Se aleja. Bombón trabaja todo el día. Bombón en aquella mañana de sábado, presencia que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.

Veo los primeros números del periódico Desde Boedo sobre “La mesa de soñar” en Margot. Rubén Derlis me presenta en este preciso momento de la escritura al hacedor del periódico: Mario Bellocchio. Regreso. Rescate. De vuelta a contemplar aquel inicio de amistad. Corrían tiempos de encrucijada cuando el encuentro. Corren tiempos de encrucijada cuando este ensayo de poema circule entre lectores. Rubén y Mario invitaban a la escritura. Ser colaborador de Desde Boedo. Aquella oportunidad y distinción de ayer, sigue siendo.

Estamos sentados a una mesa. Nadie puede siquiera sospechar lo que está a punto de ocurrir en Margot. El Tata Cedrón brilla de alegría. Me dice: Escuchá, escuchá. Es un pibe con juguete nuevo. Pura emoción. Una hoja en su mano. Lee, tararea, sueña su canto. Una letra: Palabras sin importancia de Homero Manzi. Letra que nunca tuvo música. En manos del Tata la dejó Acho, hijo de Homero. Ofrenda para la música del Tata. Ofrenda ocurrida durante una caminata por Colombres, México, Boedo. Transcurre la media mañana sobre la mesa. Soy testigo. Tiempos de compartir el barrio con el Tata. Amigos de café, comida en casa, tinto y sobremesa. Aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo.

El poeta lunfa, el Profe Ricardo De Biase, acaba de sentarse a “La mesa de soñar”. Transcurre la charla y las miradas por el ventanal que da a Boedo. Una mujer -que hoy nubla su nombre- es la tercera presencia en la mesa. El Profe acaba de quejarse de su alimentación precaria. Vive solo. Un bohemio. Viene desde otra Buenos Aires. Ella pregunta si come pollo. Para decir más claro, el Profe retira la pipa de su boca, y pronuncia doctoral: No, pollo comen los suicidas. Luego hace silencio, como si estuviera procesando la próxima línea de un poema, y concluye: Los pollos, cuando tienen hambre,  se comen entre ellos, no hacen nada, no caminan, no cogen, un asco. Sigo escribiendo sobre aquella escena que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. Pasan los años, y la escritura continúa. Además de las bondades de un poema de fantasmagoría, me digo, es también cierto que en el velorio del Profe supe que no era él a quien veía en el ataúd. Se cerró la tapa a unos metros de San Juan y Boedo. Pero en eterno mientras tanto el Profe sigue de pipa y sabihonda filosofía en Margot.

Distintos Margot transitan el río del poema que habla de aquello que ya no es, y que, sin embargo, sigue siendo. La vida pasa veloz como avenida. Sobre la susodicha velocidad se descubren hombres jugando el rol de los susodichos pollos. En esta encrucijada, siempre presente la oportunidad, el llamado de los adoquines del pasaje. El pasaje como pausa y toma de consciencia. Como elogio de la lentitud. Un regreso a la memoria. Volver. Regreso a Margot. Rescate mutuo desde tantos aislamientos.