Estos jinetes abandonan la monta. Juran compromiso, cercanías
éticas, pero después dejan el caballo o la yegua al costado del cemento. Alunizados
y alucinados en su esencia, cuatro jinetes apocalípticos buscan el centro del
universo para afirmar su filosofía de pestes y palos. Tan lejos en la memoria,
en aquella odisea que soñaba el 2001, el mono exhibe el hueso, su sexo. Los
jinetes detectan un invasor. Lo sospechan. No hace falta comprobar si lleva su
dedo meñique duro. La sangre completa su músculo y se cierran los cascos.
Ninguna gorra es buena, amiga el pensamiento con su ausencia. No hay plato
volador a la vista, tampoco nave cigarro, pero sí están los invasores por todos
lados. Y está ese invasor con cara de susto y remera a listones horizontales
azules y blancos. Viene de otro cielo, adivinan urgentes los jinetes. Entonces
lo rodean, como si cada uno de ellos fuera uno de los apoyos de la nave que
cuentan en la Biblia
vio Ezequiel, porque invasores hubo en todas las épocas. El invasor pareció
reconocer el dibujo espacial y bajó la guardia, puso cara de: No, muchachos, si
yo también soy de acá. Pero el hueso devenido en falo lustroso con mango invitó
certero. Llegaron después los otros al banquete y le dieron al et como en
bolsa. Acostaron el alien sobre uno de los escudos protectores. Quedó sobre una
mesa de autopsias provisoria. Alguien acarició su cabeza. En esa despedida supo
de una poesía de Marcos Silber, que también es de acá e imagina el frío de la
injusticia: “Hurga acerito / del altillo al subsuelo; / su filo desciende /
penetra en la gladiadora cuerpería”.
domingo, 21 de diciembre de 2014
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