Descubrí en
el silencio el origen de la esquina verdín. Una foto de Buenos Aires. Fue durante
una caminata por el barrio de Boedo. A primera hora de la tarde de uno de esos
días en que caminar unas cuadras, buscando sol y vida, quebraba la monotonía
del invierno en solitario aislamiento. Caminaba por San Juan. Entre Mármol y
Treinta y Tres Orientales bocetó su huella una verdulería. Vi una pila de
cajones de madera vacíos. La torre se apoyada sobre una tapa metálica cercana a
un árbol. Por entre sus límites desbordaba agua. A borbotones la bruja de la
ansiedad desperdiciaba cada tranco de fortuna vital. El hombre, cuenta la
leyenda, vive esculpido en el susodicho líquido elemento. La suelta de agua
originaba una cascada en el cordón de la vereda, y se mandaba la bullente hacia
la esquina con Treinta y Tres. Seguía la mano de circulación aprovechando la
inclinación de la avenida. Corría en libertad. Humana libertad en la ciudad
bajo pandemia. Corre y vuela el virus en un presente continuo.
La ciudad, mejor,
su tiempo de eterna damisela, y el nuestro, variopinta muestra de sabihondos hacedores
del grande hormiguero, se quebró. En marzo del 2020 se abrió el paréntesis que la
histórica escritura aún no cierra. El mundo de lo humano rodaba como pedacitos
de tierra roja hacia el abismo; tan solo piedritas, tan chiquititos somos. Entonces
el mundo estaba siendo cacheteado por un malevo de porte, y yo pensaba, dentro
del adn de la estupidez, en la molestia que sería tener que usar el tapaboca de
manera obligatoria. Desde el inicio -una de las pocas veces en que me tuve fe
en esta vida trabada- sentí que por el momento no figuraba en la lista del
virus. Tomaba mis recaudos, andaba a cierta consciencia, pero nunca sentí esa
mezcla de terror y asco que descubría en la alta mirada de la carátula de
muchos ciudadanos. Todos podíamos ser sospechados de infectos, o de malvados
que al grito de “redistribución ya” sueñan con expropiar a los ciudadanos
sanos; todos podemos, acentuados los marcadores del odio en sociedad, ser portadores
del virus. Toco, toco el aire, ni eso cuando estalló la pandemia y su
aislamiento, y cayó sobre las pandemias anteriores (no olvidar el
neoliberalismo). Estalló la incertidumbre como si fuera virus de mil caras y
sintonías, y entonces el interrogante cotidiano sobre el mañana en un mundo,
cada vez, tan de cristal, nunca tan finito, se hizo urgencia y miedos,
tembladeral de pensamientos, preguntas abismales.
En estos
meses de aislamiento -y cuando algunos bien intencionados soñaban con que, en
el mientras tanto de la peste,
seríamos más solidarios y justos, y que clarita se mostraría la verdad vital del
mundo todo: una sociedad nueva a partir de la consideración del otro como
hermano-, se repetían en la ciudad las imágenes que probaban que la posibilidad
de resbalar al abismo sigue bien afirmada, siempre a la mano de la historia.
El diario
laborar de los cartoneros. El quehacer casi invisibilizado por la bulla y
velocidad de los últimos tiempos, quedó explícitamente a la vista en el paisaje
de pandemia. El silencio y la quietud en el espinel hicieron visibles a las esforzadas
obreras. Cartoneros de trabajo hormiga andaban el barrio trabajando los
sobrantes de la civilización; siempre asomados al abismo contenedor de cada día.
En las calles del grande hormiguero de injusticia cotidiana, el que no tuvo
oportunidad esta vez se reflejaba en el espejo. En la ciudad los carros
cartoneros de diversos calados hacían la calle en el silencio de la pandemia,
así hasta que las puertas comenzaron a reabrirse, el Mercado no largaba la
ecuación ni las pantallas, y entonces retornó la bulla de parir invisibles.
Hoy todo
sucede dentro de las fauces de las pandemias. En el silencio se resbala a la
vista de quien quiera y pueda ver. Ciudadanos de segunda o tercera categoría
sobreviviendo en la calle. Dentro de los desgarrones provocados por la ciudad
rica, aún más aislados dentro de los aislamientos de siempre, resisten en las
veredas: una esquina, un negocio que ya no levanta la persiana, los tramos de
techo alto. Hombres desamparados en cada día. A la vista. Nada piensa o dice el
pensador de Rodin. ¿A quién? Gana el silencio. Olvido de bajo autopista.
Colchón enrollado. Noche de antes de ayer, de ayer y de mañana. Una mierda de
paloma pica la baldosa desde el techo de cemento grueso. Día que certero sigue
hasta la nueva mañana. Ajustada la simple repetición del tiempo. Murmullo
eterno en la altura veloz, entre hombre y cielo. No dice, no piensa el pensador
de Rodin sentado sobre una lata. En voz baja pide reza la aparición de un
recuerdo. Olvido de bajo autopista. Desde el techo del mundo cae, además, la
mierda de las palomas. Y en el aire un verde de verdín rodea al hombre solo.
En una
esquina se puede morir de simple muerte urbana. Una mujer mayor, barbijo bajo
en el cuello, abandonados su bolso, el bastón; la boca abierta, toda quieta
dentro del taxi varado en una esquina de Boedo. Resbalón y muerte en una
esquina, como si un verdín que no se ve tuviera su fantasma verde sobre el
cemento. Hasta el vuelo de la ambulancia acompañé a la mujer que sufrió muerte
tan urbana, anónima.
Y en esa
misma esquina fui testigo, en otra travesía de mercadito chino, del mientras tanto maravilloso de la vida:
el tiempo de juego entre un hombre y el perro de una vecina. El hombre
utilizaba un árbol para esconderse de la mirada del perro. En cada reaparición,
cada piedra libre, el perro era toda la felicidad. Un recuerdo simple, una
belleza. Un juego de esperanza. Una manera de esquivar el verdín de Buenos
Aires. De adelantar el tranco. Jugar a la escondida detrás del árbol de la
vida. Un juego con intermitencias.
Conocí el
verdín en Martín Coronado. Zanjas de la infancia. Sobre el verdín de fondo –nacido
en el barro o el cemento- el agua sucia, y sobre el agua barquitos de papel en
la lluvia. Y el desafío de hacer patinar la rueda trasera de la bicicleta en el
verdín de verde memoria. Y no volví a ver verdín alguno en mi vida hasta que un
día sobreviví al desliz del paso (uno más) en San Juan y Treinta y Tres, a
metros del negocio del amigo Darío. Descubrí así la aureola del verdín, su
mancha voraz de elemento fundante de un posible relato simbólico del destino. Supe
el origen del verdín, recordé el agua de escribir que bulle desde la vereda de
la verdulería.
El verdín es
la prueba de vida de los escribas que aseguran el carácter azaroso de los días.
Existiendo desde la primera esquina de los tiempos, avisa que siempre se está a
tiro de la patinada con destino de olvido, fracaso, o de aviso para la
corrección, el retroceso, o la puntería fina y necesaria para adelantar el tranco.
Sentir, entender, necesitar, la presencia del verdín para no olvidar que el desliz
puede asomar como febo en este mundo tan pleno de malabarismos pifiados en la
niebla, y seguridades de cartón pintado. Extensivo el verdín avisaba a la
humanidad que la cruza salvaje de intereses podía parir un virus y levantar las
paredes de terror de una pandemia. Pero en este mundo de cada vez sin memoria
poco se escucha y se ve, y menos aun cuando es un algo misterio que avisa desde la modesta y verde humedad de una
esquina en el tiempo.
Para
escribir una nota, un circuito de relato, será necesario montar palabras que
digan imagen y pensamiento alrededor de un tema. Pensar el verdín, y coser las hilachas.
Un rudimento de idea y vivencia. Fotos de la memoria mientras aún sucede la
ciudad en pandemia. Y hubo la aparición certera de una magia. Casi terminaba la
nota cuando comenté al amigo Darío, vero habitante del lugar, mi escritura
sobre el verdín en la esquina. Hizo memoria: la presencia del agua y el verdín tiene
casi 20 años. La lista de deslizados, con suerte o sin ella, es larga. ¿El
gobierno de la Ciudad militando la toma de consciencia sobre la fragilidad de
esta vida? Sobre el cemento, en pintura roja, se lee en cada calle que da forma
a la encrucijada: ¡Cuidado con el verdín!
Y hubo más,
cuando se secaba esta nota en la pantalla, el agua, hace unos días, detuvo su
marcha. Hoy el verdín se evapora, y se hace fantasma eterno en el cuerpo del
aire.