Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Silvia en el cielo boedense


Ayer 29 de agosto fue el cumpleaños de la poeta de Boedo: Silvia Palferro. Quedó la fecha flotando en las redes que nos condenan, pero que a veces también nos avisan, y sirven como herramienta para la idea o para la memoria. Y a la memoria hace un puñado de días se le había sumado el dato que avisaba: la poeta (la “pueta”, como a ella le gustaba bromear) ya no está en este lado de su barrio, se pasó al Boedo otro: el encielado de amiguería y palabrería que flota, cuando el silencio, cerca de los techos de boliches como el Margot, o en las todavía resistentes casas de ayer con esos mismos techos altos de café; porque ahí una de las exigencias en el momento de levantar la memoria de un vero café: los techos altos para que ahí se guarde el alma o las almas del lugar, y para que en ella se guarde el recuerdo de poetas como Silvia Palferro.
Nos conocimos en el Margot, si no me equivoco, en una lectura que hacía el poeta Marcos Silber. Hablamos de poetas, de escritura. Ambos le dábamos a la tinta. Después se sucedieron los encuentros con amigos del café. Entre palabra que va y una historia que viene, supe de su historia de pareja trunca, y supe de la muerte de un hermano. Este hecho la había marcado a fuego, y era tema muy presente en su escritura. Creo, escribía tratando de recobrarlo, para eso recorría su muerte, y detalles de su vida. Silvia siempre me hablaba de él.
Sucedió una vez que nombré a uno de mis directores de cine preferido, el viejo Sam Peckinpah, autor de un puñado de películas que quedaron en mi memoria, y especialmente una: La pandilla salvaje (1971), con William Holden (Pike Bishop), Ernest Borgnine, y reparto al tono, para uno de los llamados westerns terminales del director; la otra película suya donde el Viejo Oeste terminaba fue: Pat Garrett y Billy The Kid (1973) con James Coburn y Kris Kristoferson. Silvia no lo podía creer, yo había visto muchas, pero muchas veces, La pandilla, sí, como su hermano, otro incondicional del viejo Sam. A partir de ese encuentro, la Palferro, sabía llamarme en persona o en los mails, primero, con el nombre de Pike Bishop. Sucedió luego que un día Silvia vio La cruz de hierro (1977) también del viejo Sam, con James Coburn personificando al sargento Steiner del ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial, y entonces, dada la misma catadura ética de Pike y Steiner, se dedicó a intercalar mis nombres. Dejé de ser Edgardo, y alegre con semejante distinción dada por una poeta, fui Pike, fui Steiner.
Guardo en mi computadora algunos poemas de Silvia, como este fechado en enero de 2006: Con la punta afilada / De azul la luna pareciera / Detener hasta el silencio / Del cuarto. Pero afuera / Ya es Agosto / Y a puerta abierta / Los ojos más claros / Sueltan como perlitas / Que reflejan / Su otra mitad en charcos / De lunas muertas. Largamente / A tientas un nuevo / Mirar se enciende / De este lado; o la sombra / Sobre el papel todavía está / Haciendo rodar aún tibia / Cada palabra, entre los rumorosos / De cenizas. Camino de regreso / A la casa familiar.
En Un puñado familiar anotó: Por aquel antiguo / blanco de la casa / la abuela "Ata" / sus hebras del té. / Hacia ese blanco telaraña / de carpeta y porcelanas / murmurantes los reunidos, / a la mesa se tejían, / los nietos, / mujer entre varones alrededor. / Del abuelo ojos más claros / que oscurecieron en el padre, / lunas muertas, / bajo otros claros parecidos / los míos. / Cerrar y abrirse / solo postigos / que repiten despedidas / desde esta sala / de estar sin tiempo. / Y así tanto jardín / adentro nos creció también / la casa donde la tía / se refugia / en aromada costumbre / de calentar / con nosotros anudados / a sus hebras de ausencia.
En Luz por lo alto: Mosaico de multicolores / casi rotos desperezan los gestos / sobre un horizontal de claraboya. / Como pequeñas voces asomándose / a un paisaje de ronda / revolotean sus formas traviesas / en luz por lo alto. / Paraíso de niños, era espacio / robado al cielo / con los ojos puestos en el azul / patio de ternuras.
En diciembre de 2005 escribió: Hacia fuera es Agosto / y la punta escribiente / de aquellas lunas se alza / otra vez hasta el cuarto. // Templado de miradas ahora / mi cuarto se abre / y los ojos más claros otean / su destino. De dragones / es el fuego hundiéndose / sobre el papel mientras la tinta / en rojo horizontal enrula / cada palabra a cuestas / como perlitas ellas / de un collar / que el tiempo oscureció / bajo lunas muertas. // Acaso estos escritos sean / desprendidos de quien / desanduvo largamente en sombras. / Ya ves, por algún repliegue / del atardecer regreso / a la casa / de la escritura / aún tibia de familia; / crepitando entre cenizas.
Desde que supe de su muerte, el Pike o Steiner que llevo en mí se rehízo desde sus cenizas, de a poco me acordé de cuando fui Pike/Steiner. Y de esa condición no se regresa. Con Silvia manteníamos un contacto relativo a través de las redes, no volví a verla desde que vivo en Gualeguay. Quizá, me digo, ella haya adivinado después de las charlas mi condición de Pike/Steiner, y entonces, quizá, no todo era un juego de nombres a partir de una querida coincidencia cinéfila.
Los personajes de Peckinpah van detrás de la aventura, por un lado son hombres fuera de la ley, y a la vez con códigos éticos de los que carecen los supuestamente buenos. Aun sabiendo que la causa que los convocó al lance está perdida, van y entregan el pellejo, porque en definitiva, no son más que perdedores, ellos: personas que saben que van a perder, en realidad nunca quisieron ganar, nunca esperaron nada, y aun así se la jugaron. Saben que serán víctimas del poder y de las pequeñas traiciones de los que siempre especulan alrededor de la moneda y las miserias humanas.
Pike Bishop hace su última jugada en el final de La pandilla, y su muerte violenta es retratada en una secuencia de antología del cine. En cambio, el sargento Steiner empuja al capitán Stransky al campo de batalla, le quiere enseñar el lugar donde crecen las cruces de hierro; Steiner sonríe, hace tiempo que ya no le importa su vida, sabe que es un perdedor más dentro del ejército clasista alemán.
Silvia Palferro tal vez veía algo más, que esa es una de las virtudes de esta gente rara de la palabrería. Mi Pike/Steiner siempre se jugó, supe de causas perdidas, y aun así puse el pecho.
¿Y mi última escena, Silvia? Pero mirá la pregunta que te hago. Ya estarías de carcajada, ensayando alguna explicación que tranquilice a este preguntón de hoy, mientras rápidamente entrarías en los pliegues de esa felicidad que te daba saber que el amigo escritor y compañero de charla en el café, veía, valoraba aquello que tanto disfrutó tu hermano.
Recuerdo las hojas de cuaderno con largos poemas dirigidos a él. Cuánto dolor, me digo, cuando la persona amada ya no está; cuánta desesperación, me digo, en quienes como nosotros somos personas que tienen en la tinta al único dios creador. Soy Pike, soy Steiner; lo sé desde hace un tiempo, pero no me importó.
Silvia Palferro en el cielo boedense de los diamantes callejeros, de barrio, de la gente común. Nunca pensé que se terminaba la película. Abrazo para vos y tu hermano, de Pike, Steiner, y de este escriba que lamenta tu partida, al tiempo que ya trabaja en la memoria.

Los desgarros de José Muchnik


El último encuentro con el poeta José Muchnik (Josecito de la ferretería) se dio en la esquina de San Ignacio y Boedo; estuvimos de charla en el Margot, donde intercambiamos libros, y en la vereda junto a la mesa de publicaciones de los sábados. Fue de esta manera que volví a ver a Josecito, que es -lo pienso desde los primeros encuentros, sucedidos hace ya una punta de años- tan de acá y tan de allá, tan de memoria andante este semejante caballero que, en su infancia, poetizara, tan cercano al kerosene, desde detrás del mostrador de la ferretería de su padre, obvio, ubicada en el barrio de Boedo.
Del intercambio libresco resultó que en mis manos quedó un ejemplar de Desgarros exilios duelos muros (2018), el último trabajo de su prolífico quehacer. Tan de acá y tan de allá nuestro Josecito, tan de Buenos Aires y tan de París, y luego de otras ciudades de Francia. Por eso Josecito siempre está de regreso a ambos lados del Atlántico. Hay poesía y amigos en cada costa, porque inevitable querer a este poeta por sus maneras humanas y su escritura: sus obras construidas en paralelo, en consonancia. Sé que debe importar la obra antes que la persona, porque se habla de un poeta, pero más me gusta la persona/poeta que trata de hacer “bien” en la tinta y en los días.
Cuando llegaron los dictadores del 76, Josecito debió salir del país a probar otra historia. Fue aprender a pensar en Francia, un lugar que no era su barrio, pero donde podría intentar la vida. Había evitado así un riesgo cierto de tortura, cárcel o desaparición. Como buen poeta que anda por el paisaje, anotó en Exilio: Hachazo separando / la yema del verbo / la palabra del labio / el ventanal del aire / (…) Hachazo separando / el patio del cielo / duendes del bosque / palabras del verbo / (…) Exilio de sí, del que fuimos, del hueco dejado al partir, de la tibieza que quedó habitando ese hueco. / (…).
Cuando leí me quedé en el aroma de la “tibieza” dejada atrás, digo, tibieza, nuestra tibieza en cada uno de los lugares donde fuimos alguna vez. La memoria salva. El olvido, ese salvaje roedor de la esperanza, pudo haberse quedado con ciertas tibiezas que se apagaron sin más, pero otras siguen ahí, habitando, siendo refugio en la remembranza.
Un poeta obtiene fuerza desde su mirada. En el encuentro nace la nueva oportunidad. Estar atento al paisaje -en este caso urbano-, allí es donde José Muchnik se encuentra anotando, diciendo, afirmando a través y con su presencia, que la vida es multiplicidad de miradas y descubrimientos. Por eso señala dos lugares muy especiales en Somos todos exiliados: (…) París Jardín de Luxemburgo, sentado al borde de la fuente, pasan niños en sus poneys, barquitos en el agua, hojas sobre los besos. Mis primeras tardes parisinas en este jardín, contemplar el mundo, secar heridas húmedas, estar, simplemente estar. Escuchar el otoño, descifrar el mensaje. No hay exilio en los jardines. Somos todos hijos del mismo sol, habitamos todos los mismos vientos, entre árboles que nos cuentan historias de sus raíces.
Paris bistrot, barrio latino callejuelas efervescentes, los pasos saben, remontan el boulevard Saint Germain hacia Odeón, doblan por la rue de Seine hasta la calle Jacques Callot, La Palette, mi primer bar, con sus mesas antiguas, baldosas gastadas, espejos patinados reflejando historias de ayer… y cuadros abriendo otras realidades. Me siento bien, como en un boliche de Boedo, este bar tiene alma. Muchas charlas fundando amistades, muchos tragos embebiendo penas, muchos besos incendiando instantes… son necesarios para parir el alma de un bar. Abro la libretita, escribo: no hay exilio en los bares, más allá de patrias y banderas, bares sin frontera, mínimos universos que no respetan leyes de gravedad. Las almas de los bares se hacen ramillete en la solapa de los poetas, disolver odios y egoísmos con aromas y palabras prodigiosas. Poco importan bebidas y lenguajes, lo esencial para brindar, el eco del semejante.
Las libretita se entusiasma, adopta La Palette y abre otra hoja: Se inclina la mesa / se inclinan las torres / se inclina la vida / pero las tazas / las cucharitas / y la poesía / seguirán haciendo milagros / para mantener el alma en equilibrio / o al menos para endulzar este café / mientras inclino palabras / o ante palabras me inclino. Comprendo entonces que todos los bares confluyen en el mismo río para aliviar la sequía de este mundo.
Ese fue el París de mi exilio, mi París de igualdad libertad fraternidad. Hoy umbral del tercer milenio, las peste negra vuelve a recorrer calles y mentes. Hora de muros no de puentes, de navajas no de cuencos. Hoy miles de seres deambulando, buscando un mendrugo de tierra para sembrar nuevas esperanzas. Miles de seres sucumbiendo, un bello mar azul apagando sus últimos alientos. ¡No debemos olvidar! Remontar los pasos de las madres de nuestras madres, explorar territorios olvidados. ¡Todos surgimos de exilios en erupción! ¡Somos todos exiliados!
José Muchnik
Salir del horror de la última dictadura militar para recalar en los horrores en estos tiempos presentes, cuál el peor. El poeta no ahorra palabras para señalar las distintas sintonías de los horrores, porque distintas son las maneras de matar: mata la bomba del imperio sediento de riqueza, mata el plan de hambre que piensa el neoliberalismo para los que menos tienen de un país (para corroborar esta afirmación alcanza con llegar hasta el almacén de la esquina). Muchnik señala a los asesinos, a las máquinas de matar, y lo hace sin olvidarse de la poesía, porque hay en su libro un trabajo arduo de escritura, de búsquedas y de encuentros felices. Todo nace, pienso, desde el impulso primero, y desde él crece el caos a retratar, y las fotos escritas se dan en total libertad de forma.
Josecito también habla de otras cuestiones en su libro, hay para elegir, por ejemplo: (…) Llegarán culpas // de besos no dados / preguntas no hechas / frases no aprendidas / magias esfumadas // Tarde comprendemos // que vida prohíbe ensayos / que muerte es verdad abrupta / verdad clara como biblia blanca // (…).
Pero siempre el poeta enfoca sobre el estado de las cosas en este mundo. En Más allá de noticieros y pantallas escribe: (…) El juego continúa, sensación salobre que deja la kermesse sobre ilusiones arrasadas. Horizontes se alejan, futuros se hunden, cetáceos y humanos encallamos. ¿Cómo fijar el rumbo? ¿Dónde encontrar constelaciones para orientarnos? ¿Perdieron el brillo? Me siento, contemplo mi ventana, el cerezo no es mar, pero ayuda. Estoy en una isla, en derredor mío flotan los excluidos a la deriva, pobres más pobres, ricos más ricos, trabajo chatarra en expansión, gentes descartables, úselas y tírelas, capitales financieros más y más voraces, terminarán por devorarse a sí mismos. Habrá mundo para todos o no habrá mundo para nadie, dice el cartelito sobre la vereda, el mendigo espera, algunos pasantes tiran monedas. (…).
Algunos ven aquellas tormentas montadas por los asesinos, usando bala o hambre; algunos ven a las víctimas al lado del camino. Y quien ve tiene la obligación de tratar que otros vean. Este es uno de los trabajos del poeta. El que ve tiene doble carga, responsabilidad, y debe hacerse cargo. Es el planteo de José Saramago en Ensayo sobre la ceguera. Y entonces, digo, anoto, José Muchnik es poeta que, tanto acá como allá, habita la misma esquina de la vida y la esperanza.