Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

jueves, 15 de octubre de 2020

De "Acrílicos y escrituras (memorias en pintura y tinta)". Pincel: Rolando Lois.

Patio de conventillo

15

Existió un 15 de octubre del año 30

y una vida de pibe en conventillo de San Telmo

tantas piezas en la ciudad puerto

y una casa chorizo en Boedo.

 

El fuego masticó el colchón de Virginia

patio de conventillo: Independencia al 700

memoria y llanto por la hermanita muerta

la pena creció como yuyo fuerte: difteria.

 

De tan pibe que fue se hizo hombre, mi padre.

 

Habla, sigue hablando

pintando pequeñas historias

antes y después de su muerte.

 

De tanto escuchar sucedidos

quise contarlos y entonces la tinta

y porque además mi abuelo, su padre

también fue hombre de ejercer la vida

anotando la palabra.

 

Desde el 30 llega este 15 de octubre

tocaba 90 y hace casi un año que sos

presencia en la ausencia, puñado de memorias.

 

Escribo sucedidos.

Buenos Aires aún espera.

sábado, 10 de octubre de 2020

Anotación vírica VI

Francisco Lazo Toledo
Sexta selección de Mientras tanto:

Ese poder de la criatura para asestar el garrotazo, la patada, la bala. Para arrodillarse sobre el cuello de un hombre indefenso, para apuntar con posta de goma al ojo de quien resiste el atropello. También la criatura que atropella a un pibe con su camioneta de propietario. Siempre el mismo pensamiento. Vuelvo a él: ese poder hacer de la criatura humana que, alquilada por los dueños de todo –oficio que, con puerta abierta, siempre necesita trabajadores-, le rompe la cabeza al vecino del barrio, que nada más se manifiesta a favor de la vida. Que en barrios vivimos todos. Menos los dueños. Los Ellos, los que mandan a patear a los osados, los revoltosos, los violentos que alteran el orden del día. Falta aún anotar en todas las historias el nombre de los responsables, los que derraman la primera sangre.

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Caminé rápido hasta el mercadito chino. Por el circuito más corto. Sábado 6 de junio, en la hora de la siesta. Habían caído algunas gotas. Ida y vuelta fugaz.

Entré al refugio con la idea de dejar la bolsa con la compra. Volví a la vereda. En la última cuadra del regreso se soltó una primera caricia de garúa. No quería perder la ceremonia de caminar por Boedo en ese momento. El toque ínfimo de cada gotita en la frente, en las mejillas; el barbijo aceptaría su parte. Pasar la mano sobre el pelo bajo la llovizna. Todo mi cuento duró una vuelta manzana: Garay, Treinta y tres orientales, Pavón, Mármol: una constelación donde lo fantástico se hace posible. Regresé bendecido al refugio. La garúa se seca -vuelve a su naturaleza primera- mientras escribo. El murmullo húmedo sigue de ronda en la memoria.

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Se puede caminar por la ciudad neoliberal. También se puede morir en una esquina: Luis Sáenz Peña y Chile. Puede ocurrir que el miércoles te desalojen de la pieza del hotelucho. Causa: falta de pago. Se puede armar ranchada en la esquina. Puede ocurrir que un hombre muera en una esquina. Causa: frío o el real fantasma sintomático del virus. Se puede morir en una esquina de Buenos Aires a principios del domingo. Se puede morir junto a tu pareja, en domingo, en Buenos Aires, de cara a las nubes y la noche. Bien lo sabe María Soledad. Bien lo saben los vecinos que asistieron y ayudaron al enfermo los días previos. El sábado llegó manta de tapar la ausencia de luna y estrellas. Nos ocuparemos, así dijo el sin nombre del Gobierno de la Ciudad. Se puede morir en una esquina de Buenos Aires, de frío, de mucha humedad, de puro bicho a fondo en los pulmones. Bien que lo entendió Leonardo Javier Macrino. Se puede morir a metros del hotel donde te desalojaron. De poder, avisaría a los que no tienen culpa. Las víctimas de la ciudad salvaje. En esta puta ciudad, cantó el poeta. Sobre el fondo de chapas que rodea la esquina se puede ver el cartel publicitario: por 219 te llevás el combo del día. Al pie del cartel los utensilios de sobrevivir de Leonardo y María Soledad.

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Caminé unas pocas cuadras esta tarde. Iba distraído por Treinta y tres orientales. Apenas tomo por Inclán, por mi izquierda, pasa un perro de la calle. Perro marca perro, mantito negro, marroncito claro en pecho y patas, petiso. Pensé en Batuque, el perro que fue de nosotros -más de mi viejo-, y que hoy duerme bajo el limonero, también en la muerte. Allá, en Martín Coronado. Miró el pichicho cuando pasaba a mi lado, murmullo de uñas largas sobre la vereda. Nos miramos con ojos oscuros. Dos perros marca perro por Boedo. Él, tan simple, como leve mi figura caminante. Se detuvo el perro en la esquina de Mármol. Había tres obreros sentados a unos bancos de cemento. De recreo. No mantenían la distancia sugerida para un feliz aislamiento. No usaban barbijo. Sí tomaban gaseosa con vaso propio. Esa necesidad de aire. El perro se detuvo frente a ellos, tal vez esperando una sobra de comida o gesto de amor.

No hubo nada para el perro, y perros hubo en esta escritura, este mientras tanto de la vereda por donde hoy se anota la vida.

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Llega la palabra de mi hija en la mañana, buen día, y además llega el saludo de buenas noches, papá. Saberla, quererla desde este aislamiento. Nombrarla, como a veces sucede, en el día, en la noche, en algún suspiro en las horas. La nombro: Julia -un guiño entre mis almas-, como al pasar, en el vientito de la vida. Nombrar en voz alta para escuchar su nombre, y buscarla en nuestra foto –enmarcada sobre la mesita de luz-, cuando ella era tan bebé. Volverá el abrazo en el boceto de un nuevo cotidiano. Volverá el día. Las palabras. Las miradas. Sus sintonías otras, cuando termine el aislamiento.

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Jueves 11 de junio. Un centenar de tumbas. Un puñado de fotos. Una intervención en la playa de Copacabana. Hombres y mujeres, vestidos con la protección de los trabajadores de la salud, caminan entre las tumbas bocetadas en la arena. Palas en mano. Palabra artística que pinta un paisaje desolador. Banderas de Brasil enganchadas en algunas cruces negras. La cantidad de muertos casi llega a cuarenta mil. Infectados quién sabe. Bolsonaro, el presidente del país, insiste en su decisión de no parar el mercado por una gripecita.

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Intrigado por la desaparición del Gauchito Gil de su altar en el árbol de Las Casas, decidí caminar hasta el lugar. La curiosidad como parte de la caminata diaria. Saber de la calle ayuda a transitar el día.

La figura sigue ausente. En su lugar hay un alambre oxidado, sujeto a la base, que sostiene una estampa mínima del gaucho. A su lado sigue el vasito con vino tinto. Hoy servido hasta la mitad.

Hubo cambios en la disposición de las ofrendas a los pies del árbol. Un pozo chico en la tierra, entre el árbol y el límite de la vereda, cercano al cordón. Las tapitas plásticas formaban una montañita sobre la vereda, a un lado del árbol. Desaparecieron los dos bidones, vacíos de agua y llenos de tapitas, y apareció uno, pero lleno de corchos de botella de vino. Sin novedad para la olla de barro cocido con agua al pie del árbol, en medio de unas piedritas blancas dispersas sobre la tierra. Del otro lado del árbol, San Expedito tampoco registraba cambios.

Un viento frío apareció en el paisaje por donde caminaba. Fue tránsito corto. Un puñado de minutos después regresé al aislamiento en el refugio.

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Un par de tragos hasta el final. Una delgada línea en la botella de gaseosa barata. Una bolsita transparente guarda algunas facturas. Una tortita negra en primer plano. Un hombre de unos cuarenta años duerme sobre la vereda de la escuela: Avenida Garay casi Avenida La Plata. En cercanías de las cuatro de la tarde. Duerme sobre una cama hecha de trapos y cartones. Los colores de una sábana, único refuerzo de abrigo para la noche.

Vuelvo a mi refugio. Luego de caminar unas cuadras.

Clima pesado. El nuberío creciente confirma el acento en la condena.

Quién parará la lluvia.

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Cruza frente a mis ojos una lady de clase media. Espléndida. Exhibe figura al tono con su velocidad. El andar prepotente de una juventud que sabe tiene el marroco asegurado. Flamea tras su paso un último modelo de changuito de mercado estampado con marca reconocible.

Mientras la damisela marca el paso en su camino para hacer la compra, sobre Avenida Pavón, un hombre de unos cuarenta años -barba entrecana, remera roja- tira de los extremos de dos cintas gruesas: el manubrio desde donde se gobierna el paso errante del carrito cartonero. Un carrito flaco como el hombre, sin caños; más bien chico si pienso en esas naves que muchas veces se ven rodando en la ciudad, y controladas increíblemente por un solo hombre. Asombra el carrito. Cartones perfectamente plegados. Un aprovechamiento total del espacio. Tiempo para grandes bolsas. La bodega guarda sus secretos de supervivencia. Las paredes del carrito, hechas de bolsas tejidas en plástico, casi llegan hasta el cemento. Apenas se ven dos de las cuatro ruedas enanas que lo hacen rodar por la avenida. Cruza Avenida La Plata el hombre y su herramienta. Se estaciona contra el cordón de la estación de servicio. El hombre toma la mochila vieja apoyada sobre dos bolsas negras. Levanta una y la esconde debajo. Recién entonces se dirige hasta el contenedor cercano.

Postales de mi Buenos Aires, ciudad en aislamiento.