Generalmente,
los escritores solemos tener reparos en mostrar nuestros primeros trabajos. En
esa cautela, hay algo de la necesaria autocrítica que debemos ejercer sobre lo
que escribimos; estamos aprendiendo a caminar por el bello sendero de las
letras y nos sentimos vulnerables, inseguros. De todas maneras, esta actitud de
responsabilidad ante el lector es, creo, mucho más deseable que la posición
opuesta: creernos genios o escritores iluminados que sólo debemos lanzarnos al
ruedo y esperar que los demás aplaudan, deslumbrados por nuestra pericia en
manejar el lenguaje. La primera actitud, la de caminar con pie de plomo por la
explanada de las letras es, creo, más inteligente; sobre todo si somos
sensibles; porque nos permite estar conscientes del riesgo que corremos:
lastimarnos seriamente e infligirnos una herida que tardará en cicatrizar; si
cicatriza. La segunda, la de la confianza ciega, tal vez sea más brillante y
tentadora; pero, al dar la impresión de saberlo todo acerca de la escritura,
desanimamos los aportes constructivos que los demás podrían hacernos para
mejorar nuestro trabajo. Y nos perdemos la lección. Este sería, de cualquier
forma, un mal comienzo. Cuando, con el correr del tiempo, presentemos otro
trabajo, más burilado, más mesurado, más digno de un escritor, ya se habrá
instalado en los lectores o los críticos ese sentimiento de rechazo que
generamos, a medias con nuestro texto y a medias con nuestra actitud.
Cuando
mi nuevo amigo Edgardo Lois me obsequió “Bitácora de Lluvia”, su primera novela, me aconsejó “que
lo tomara con calma”; así está escrito en la dedicatoria. Me preparé entonces,
anímica e intelectualmente, para leer un típico trabajo de principiante. Falsa
alarma. El libro, por fuera, da toda la sensación de ser una edición cuidada, y
prolija. Buen tipo de letra, buen papel, hermosa portada (“El Diluvio” de Vito
Campanella) y ese “algo” misterioso pero innegable, que nos hace elegir un
libro de entre otros muchos.
Por
dentro, esta novela se “ganó la lectura” desde el inicio. Desde “Palabras
Previas” que, muy bien elegidas, saben presentar un portal sumamente atractivo
para comenzar a transitar el texto.
La
idea central me pareció muy interesante y original. Los diálogos son ágiles y
muy creíbles; los capítulos breves permiten seguir el desarrollo de la
historia, bastante compleja, sin perdernos en el laberinto que proponen. Me
gustó, especialmente, esa interacción con un personaje que se fuga de las páginas
de una novela y hace su incursión en lo que llamamos “realidad”: el viejo “contador de historias”; éste es y se
comporta como un indigente; pero no habla como uno; para hacer patente la
distinción, basta leer su sabia disquisición sobre la esencia del Ser: dónde
termina el Ser, si el Ser puede
expandirse mediante la gracia del amor y si es posible su fusión con lo que
amamos. Maravilloso.
El
paisaje donde se desarrolla la novela tiene mucho de esa inconsistencia que
tienen las situaciones oníricas: cierta
levedad vaporosa, escenarios que se transforman súbitamente, la presencia
infaltable de la lluvia, con su doble propuesta: intimidad e intemperie.
Además, hay afirmaciones que no puedo sino compartir; por ejemplo, la de que,
al escribirse, un texto se transforma en real (ya lo dijo Archibald Mac Leish:
“un texto no significa algo; Es algo”.);
otro tópico interesante y compartido es la tesis de la multiplicidad del Yo, ya
propuesto por grandes poetas y escritores, como Rilke o Proust. Tema apasionante
para debatir en una larga charla entre
amigos.
Para
destacar: con el correr de las páginas, Julio, el hombre muerto entre cuyas
ropas se encuentra el manuscrito, se gana un lugar en nuestro espectro afectivo
por su condición de librero apasionado, enamorado de los libros, por su culto a
la amistad y por la delicada ternura que manifiesta en su trato diario y en sus
diálogos con Edesma, la mujer que ama. Una ternura que sólo se permiten los
hombres bien hombres, los que no tienen duda alguna acerca de su condición de
tales.
Otro
recurso que utiliza Edgardo y que me pareció excelente, es hacer entrar en el
texto de su novela a amigos entrañables, esta vez de carne y hueso, como Hugo
Ditaranto y Gabriel Montergous; es como si hubiera un intercambio tácito de
responsabilidades, los amigos queridos, para custodiar la novela; y para ellos,
un pase de magia para que accedan a esa suerte de eternidad que, según
“Bitácora de lluvia” tienen los personajes, mediante la ópera prima de otro
escritor.
Como
corolario de esta novela apasionante, me queda una duda; pero esa duda me
confirma la cualidad onírica del relato: Edesma, ¿existió, realmente? ¿Abandonó
a Julio? O, ¿se diluyó en la lluvia? Misterio muy, pero muy bien logrado.