Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

viernes, 12 de noviembre de 2010

La Virutera (una noche de tango) se viste de libro y sale a escena en los primeros días de diciembre de 2010: Pluma y Papel Ediciones

Quizás una de las razones para el intento de la escritura, sea el deseo, las ganas, de conservar determinados recuerdos u ocurrencias. Creo que todos llevamos dentro esa tendencia a querer guardar imágenes, esa atracción por atrapar parte de lo efímero/cotidiano por donde transita nuestra vida. De acuerdo a la conjunción de las patrias internas que nos rigen, elegimos este o aquel momento para poner a resguardo, más allá del primer registro en nuestra memoria. Hay quien atesora fotografías y a través de ellas intenta contar, rememorar, un instante, un día; hay quien graba conversaciones como soporte extra para el recuerdo; hay quien filma, hay quien resguarda vida trabajando una obra escultórica; hay quien pinta, quien observa para luego trabajar un personaje sobre un escenario de teatro; hay quien se apoya en la música para hacer su memoria. La memoria necesita de manos amigas y, en definitiva, creo que cada uno de nosotros debe saber identificar los mundos que lo forman para en ellos encontrar su herramienta personal: saber del afuera teniendo muy en cuenta a los habitantes de adentro.
Entre las varias motivaciones que reconozco para mi escritura, anoto esta intención de fotografiar, esculpir, pintar, grabar, el paisaje que por distintas razones, algunas conocidas y otras no tanto, ha despertado el interés, el enigma. Una vez ocurrido el alumbramiento del territorio, se inicia la construcción del registro, la elección de los elementos que en teoría mejor pintarán el lugar y las personas que pretendo guardar en las páginas futuras.
Llegué a La Viruta, la milonga de Palermo que cumplió quince años de vida, como trabajador. Todavía no lograba aclimatarme a las noches de tango, cuando de a poco comencé a practicar mi deporte preferido: la observación. Es así como empezó a correr la historia y la escritura de la novela: La Virutera (una noche de tango).
El primer movimiento lo hizo un personaje de ficción, la Muñeca rusa:
La Muñeca rusa dijo: Vos no salís, prohibido el paso.
El Impostor se rió.
¿Te reís?, me dejaste tirada en la calle, dijo ella mientras apoyaba con fuerza su mano izquierda sobre la barra y la derecha en el mueble donde se exhiben las bebidas. La mirada fija en los ojos del Impostor.
El Chino, uno de los barras, quedó atrapado entre la Muñeca y el Impostor; la miró a ella, giró y lo miró a él, sonrió y siguió jugando su papel de frontera.
¿Tirada en la calle?, a ver, explicame... se lo dijiste a Juan, el mozo, para que yo te escuche y te escuché, ahora otra vez, ¿cómo es que te dejé tirada en la calle?
Sí, soltera, toda la noche.
En el momento exacto en que la Muñeca rusa respondía, se dio cuenta de que Solapa apuraba los restos de una botella de
chandon que había sido pagada con la moneda rusa de la Muñeca. Solapa, junto con dos amigos, había transitado la última parte de la noche haciendo hocicar dos chandones extra brut sobre sus respectivas humanidades en el extremo de la barra: los chandones habían pegado como si hubieran sido cuatro o seis.
Ella preguntó: ¿Por qué?, la botella es mía.
¿Qué pasa,
percantina?, respondió Solapa con la voz casi dormida borrachera adentro.
La Muñeca rusa dijo algo en ruso, una palabra corta, afilada.
Solapa respondió en ruso para sorpresa del Impostor, que seguía fijo en el lugar; el Chino miró confundido a Solapa.
Ella descerrajó una oración en ruso, con seguridad una maldición para la totalidad de la familia de Solapa.
Una estirpe condenada, pensó el Impostor.
La Muñeca se puso triste, le cambió la cara, olvidó su soltería de la noche anterior por causa de abandono, y se miró en el espejo que hay detrás de la barra. La Muñeca rusa entre botellas y reflejos; ella, la amiga de los abrazos, las risas y los besos; ella tomando copas de champán y tragos de tinto y buen whisky. Ella mirándose en profundidad, abismada, porque profundidad de abismos había en sus ojos.
En la otra punta de la barra se amontonaban los cajones plásticos en los que moría la queja de la cafetería: golpes, pequeños estruendos, desplazamientos, equilibrios y falsos equilibrios, quietud, esperanzas, así en los cajones como en este final de noche de viernes en La Viruta, así en La Viruta como en la contemplación expectante del Killer, que hasta hace un momento saboreaba en la distancia el último café en un intento desesperado por aplacar el alcohol en la sangre, la sangre en su cabeza y su mano en el bolsillo derecho del saco.

La Viruta, desde mis primeros días, me pareció una especie de gran escenario de teatro donde una multitud de actores guiados por distintas motivaciones compone la historia de la obra:

En La Viruta se sabe de la existencia de los puntos cardinales: están a la vista. En la milonga del subsuelo también son cuatro, y de ellos depende la noche. Se los reconoce, pero a la vez, en la tierra virutera no se concibe el uso de brújula alguna.
La música sale a escena desde cuatro parlantes y desde allí funda un territorio propio.
Desde la entrada, a poco de bajar las escaleras, el visitante se encuentra con los dos primeros. Los parlantes son negros y están ajustados sobre un caño de metal que los mantiene en la altura; dicho caño, en su tránsito hacia el suelo, se introduce en una especie de mueble negro, una caja rectangular que guarda más parlantes. El mueble tiene cuatro ruedas, pero no va hacia ningún lado, ya que el conjunto está conectado al cielo de la milonga por un cable grueso. Un parlante a la derecha, sobre la recova, y uno a la izquierda, acompañando el río de mesas.
Los otros dos parlantes están ubicados cerca de la barra grande del fondo. El de la izquierda está sostenido en la altura por gran trípode metálico, siempre disimulado por dos mesas. El caño cromado lleva la música hasta las cercanías del techo. El cuarto parlante está amurado sobre la parte alta de la columna más alejada de la recova.
Los cuatro puntos cardinales apuntan a la pista; para atronar, afirmaría un simplista; para dar la oportunidad de la vida a los que al baile se animan, podría ser otra manera de ver el paisaje.
En La Viruta las brújulas no sirven, en la milonga la noche se hace, se deja hacer o se encuentra por fin en las encrucijadas. Tampoco hay registro de las horas, es sabido, los minutos del tango, los tres minutos para la fantasía, habitan la pista llevándose a los bailarines en la dirección contraria a las agujas del reloj.
Noche de tango en reversa, sin mapas, la vuelta al principio en cada nuevo abrazo: una manera de jugar a la eternidad.
Debo muchísimo a lo hacedores de La Viruta: sus trabajadores, y estoy en deuda con las viruteras y los viruteros, todos ellos me presentaron un mundo, me dejaron mirar, y entonces quise fotografiar, esculpir, pintar, escribir para no olvidarme de que una vez estuvimos todos de milonga:
El Pebete Godoy atrona La Viruta con un primer tango a todo vapor. Llama, convoca a la pista.
El tango como instigador supremo en el instante preciso en que la noche llega al borde de su copa y se desborda sobre los viruteros.
Las mesas que esperaban su lugar en la penumbra, terminaron de encuadrar la pista. Nadie con vasos o botellas en el rectángulo, nadie en la hilera fronteriza que demarca la mantelería de colores: azul, bordó, amarillo, verde.
La pista es multitud; las parejas bailan, las que se agregan a la rotación salen de entre las mesas o entran al espacio fuera del tiempo a través de los corredores marcados en las cabeceras. Uno cerca del guardarropa, el otro cerca de la barra del fondo. Senderos para carretear, para ir a tomar pista.
Es la hora en la que comienza a llegar una importante cantidad de personas; llegan los que ya no toman clases, los que bailan, los que entran al tango sólo después de la medianoche; ellos, los que duermen amigos con los fantasmas.
La milonga está hambrienta, las escaleras proveen y conducen al ceremonial que al fin despierta bajo tierra.
La Viruta como parte de Buenos Aires: un refugio más en la ciudad/milonga a la que siempre se quiere volver.














martes, 13 de julio de 2010

José Saramago en San Cristóbal


El Gordo Troilo dijo que (…) uno se va muriendo con cada amigo que se muere. Uno no se muere de golpe, ¿sabés?, llega el momento que de Pichuco ya no queda nada. Se lo fueron llevando de a poco. Hace unos días murió José Saramago, que no era mi amigo, pero que sí fue buen compañero de café en algunas oportunidades de charla. También, y por sobre todas las cuestiones, fue uno de los escritores que más me impresionó en esta vida de lector. Y es así que, de la mano de Troilo, caigo en la cuenta de que uno también se va muriendo de a poco con sus escritores. Se muere un poco con los escritores que lee, con los autores de los libros que atesora la biblioteca de elegidos, y creo, se muere todavía un poco más con aquellos escritores que se leen, que se atesoran y con los que se ha tenido la oportunidad de la charla, del encuentro. Se muere un poco más, se pierden vidas ciertas, cuando aquella charla, el cruce inesperado, tuvo el sello inolvidable de lo humano. He muerto con la muerte de mi amigo y maestro, el escritor Gabriel Montergous; he muerto con Pedro Orgambide, con Nira Etchenique. Y a la distancia morí con Juan Carlos Onetti, Augusto Roa Bastos, Graciela Cabal. La muerte convida otro aroma, digamos un aroma en sepia que resulta hasta aceptable, cuando se ha llevado al escritor en el pasado, en ese silencio anónimo en el que viven los escritores hasta que los amanece la lectura conciente del lector. Mi biblioteca está rebosante de muertos, inevitable el feliz abrazo con el pasado, pero ahí el lamento por la ausencia varía el tono de la punzada, porque puedo lamentarme por no haber tenido a mano la personita de Leopoldo Marechal, Roberto Arlt o Margueritte Yourcenar, pero cuando ellos se fueron mi mirada estaba en otro lado, entre otras pertenencias. Los escritores nos pertenecen, y José Saramago es hoy, y mientras dure mi eternidad limitada de ciudadano de mis patrias internas, uno de mis queridos y admirados fantasmas. Su muerte me acerca a la mía: doy gracias por estar despierto.
La muerte es para todos los días, a no engañarse, la sortija está a la mano en cada vuelta de la calesita, y bien que lo sabía el portugués ilustre. Su muerte me llegó de mañana, y en medio de la escritura de una novela que podría definir como una novela sobre la muerte. Dentro de mi historia hay un personaje que lee fragmentos marcados en un libro. Quien hizo las marcas está muerto y el libro es El año de la muerte de Ricardo Reis. Con los libros de Saramago tomé una determinación hace años, luego de recibir los primeros golpes en profundidad dados en mi alma por la pluma de este señor, decidí guardar algunos de sus libros aparecidos en los primeros tiempos. Decidí jugarme a la suerte de la calesita y dosificarlos para que el Saramago de esos años no se terminara mientras durara mi cuerda sobre esta tierra. La decisión incluía la lectura de todo lo que apareciera como novedad. Fue así que hace unos meses tomé El año de la muerte… y en él vengo de maravillosa lectura. Todavía me faltan unas páginas, no muchas, y llegado a esta instancia, me descubrí en más de un momento pensando en que el personaje principal debía morir: el señor poeta Ricardo Reis, el heterónimo de Fernando Pessoa: el amigo que aprendí a querer con la lectura. Pero no fue de Reis la muerte que llegó, sino de Saramago, su segundo creador, podría afirmar.
Fernando Pessoa, el poeta de Portugal, escribió su obra y, dentro o fuera de la misma, escribió la obra de otras personas, de otros autores. Autores que tuvieron vida propia, es decir que vivieron días y paisajes diferentes a los que caminaba Pessoa, que se preocupó por idear cada una de las biografías: uno de esos autores fue Ricardo Reis, quien es repatriado por Saramago en su novela: Reis regresa de Brasil a Portugal a un mes de la muerte de Pessoa, el poeta. La muerte es amiga inseparable en la escritura de Saramago, y en esta novela tiene un protagónico especial, en ella se produce el encuentro entre Reis y Pessoa: (…) Por ahora aún salgo, me quedan unos ocho meses de poder andar por ahí a mi aire, explicó Fernando Pessoa, Por qué ocho meses, preguntó Ricardo Reis, y Fernando Pessoa aclaró su información, Realmente, tanto en general como por término medio, son nueve meses, los mismos que pasamos en la barriga de nuestras madres, creo que es por una cuestión de equilibrio, antes de nacer aún no nos pueden ver, pero todos los días piensan en nosotros, después de morirnos ya no nos pueden ver y cada día que pasa nos van olvidando un poco más salvo casos excepcionales, nueve meses bastan para el olvido total (…). Más allá de saber que Saramago gambeteó la cuestión del olvido que toda muerte lleva en el bolsillo, es este registro el que me lleva desde el dolor de entender que José ya no escribe en Lanzarote a la felicidad que siempre propone la memoria. No sé si la idea de los nueve meses la encontró en algún lado, o es simple toque poético descubierto al azar: porque así nacen estos toques, de la nada fundacional brotan para iluminar las historias, pero lo cierto es que no tengo dudas de que José Saramago sigue de camino en Lanzarote, en los alrededores de Pilar del Río, su distinguida dama. Con mayor comodidad entonces, ya que don José anda de ronda y es persona seria como Fernando Pessoa, es que lo convoco y él acepta, una vez más: (…) Un muerto es una persona seria, ponderada, tiene conciencia del estado a que llegó, y es discreto, detesta esa desnudez absoluta que es el esqueleto, y cuando se aparece a alguien, o se comporta como yo, así, usando el traje que le pusieron para el entierro, o se envuelve en una mortaja si le da por asustar a alguien, cosa a la que yo, por otra parte, como hombre de buen gusto y respeto que creo seguir siendo, nunca haría, reconózcalo, hágame esa justicia (…).
Llegué a José Saramago a través de mi amigo, el poeta Hugo Ditaranto; él había conocido a Saramago en España con motivo de un congreso sobre la obra del escritor: el poeta debía leer un texto. Todavía recuerdo los nervios del Tano Ditaranto antes de la partida, pero ahí estuvo, leyó su trabajo y trabó amistad con los Saramago: desayunaban juntos en el hotel. En la primera vez que hablé con Saramago, mezcla de azar y destino a gusto que le debo a Marcelo Caballero (ayer librero y hoy editor) y a Fernando Esteves (en ese momento editor de Alfaguara), me alcanzó con nombrar a Ditaranto: ¿Sos amigo de Hugo?; dije que sí y las puertas se abrieron. En esa mañana en La Recoleta terminé sentado a su lado. Y hablamos una vez más, a esa vuelta de página me llevó Ditaranto; atendí el teléfono: En una hora vemos a Saramago. Ahí estuvimos, casi dos horas de charla, en una mesa de café, en el hotel, los Saramago y nosotros. Era increíble estar hablando con este hombre y sentirse tan tranquilo, tan en paz, como en un café con un amigo. Saramago escuchaba, prestaba atención; un hombre alejado de la pose superficial que tan bien cotiza entre los miserables globalizados. Tuvo tiempo para recibir un ejemplar de mi Vampiros en la mitología de la tristeza… y leer unas líneas que había en el final que hacían referencia a su escritura, me dio las gracias y propuso el apretón de manos; tuvo tiempo para dedicar Memorial del convento: el ejemplar me lo había traído de España mi pareja en esos años (2003) y en la primera página tenía una larga dedicatoria de amor que Saramago leyó y completó en la página siguiente. La última vez que vi a los Saramago fue a finales de 2007; quería acercarles un ejemplar de mi Morir por Perón; Pilar me había pasado el dato del hotel desde Lanzarote, después me pasó el celular: hablamos, arreglamos el encuentro, y ella me dijo que no llevara el libro: ya lo había comprado. Y ahí estuve, en una mañana de finales de noviembre; hablé un rato largo con Pilar, una mujer maravillosa, construida en la misma humanidad que él: con los Saramago se hablaba de igual a igual. Después fue a buscar a José a la habitación y volvió con él y con mi libro en la mano. Otra vez ante el escritor. Saramago me agradeció la inclusión de una línea suya en el inicio del libro: (…) Probablemente, leer es también una forma de estar ahí. Pilar me acercó el libro y pidió una dedicatoria. Cada vez que pienso en esa imagen me parece casi surrealista: el autor dedicando el libro, los Saramago esperando a que terminara, se había agregado al paisaje la escritora española Rosa Montero, en fin, otra de mis memorias queridas. Vuelvo a estas imágenes con facilidad porque José anda de ronda, puede andar de ronda por cuanto lugar se le ocurra. Es seguro que anda de cuidados con Pilar, pero puedo anotar que en esta mañana de escritura don José también miró por la ventanita de mi cocina y vio que los techos bajos del pulmón de manzana buscan asemejarse a un decorado de paisaje lunar en una película barata: Luna de barrio San Cristóbal, Buenos Aires. En ese último encuentro Saramago me obsequió Las pequeñas memorias, en la dedicatoria anotó: Compañero.
Cada paisaje se guarda en la memoria de mis patrias internas, y siempre al lado de mi agradecimiento; es bueno que el hombre sepa dar las gracias, es bueno que el hombre nunca pierda su condición humana, los dioses no existen, no hay pedestales, solo está la vida, y eso me lo confirmó la generosa manera de ser de José Saramago.

lunes, 21 de junio de 2010

José Saramago: Literatura que gambetea al olvido


El miedo a la muerte como origen de la escritura, anotó Graciela Cabal en su libro La emoción más antigua, siempre tengo presente la línea mientras intento hacer mi historia de escritura. Y entre los pliegues de esa historia aparece la figura de José Saramago. Gracias al poeta Hugo Ditaranto que lo había conocido en España, tuve la oportunidad de estar cerca de él unas cuatro veces. De su obra hablaron y hablarán muchos; en mi caso, después de enterarme de su muerte, elijo quedarme en el recuerdo de su generosa manera de ser humano. Sí, además, el escritor me marcó, adherí a su forma de observar a las personas, y también a la crítica de este mundo globalizado en la miseria. Saramago no me enseñó a poner comas ni a armar frases; sí quizás a anotar los diálogos de manera curiosa, una estética que creo le va de maravillas a la prosa; pero por sobre todas las cosas me enseñó que no hay razón valedera que pueda torcer la esencia humana, cuando a ella se ha llegado. Saramago, junto a Pilar, su mujer, habitante ella de la misma esencia, luego de una charla de casi dos horas en un hotel, me pedía disculpas porque se le habían acabado los ejemplares de El hombre duplicado, quería obsequiarme uno y me pidió la dirección para enviármelo. En unos días recibí el libro y dedicado en relación a la charla que habíamos tenido. En esa misma mañana me dedicó Memorial del convento, un ejemplar que mi mujer había traído de España, en el país no se conseguía, y que en la primera página tenía una larga, larguísima dedicatoria por nuestro aniversario. Saramago leyó la dedicatoria y completó las palabras de amor. Saramago tuvo tiempo de cumplir con la palabra dada en aquella mañana, y esto es una diferencia, me digo, cuando todavía estoy aguardando que algún escritor argentino me envíe los libros prometidos, aclaro que vivimos en la misma ciudad (el tiempo sí debe ser relativo porque veinte minutos de bondi pueden muy bien ser una eternidad). El Saramago que conocí era una persona sumamente simple, era un hombre más que tenía el oficio de escribir historias; no había pedestal, hablaba tranquilo, buscaba las palabras, buscaba la mirada de la persona que tenía adelante: cada vez fue una charla de amigos en un café. Saramago escuchaba, me escuchó atentamente cuando le conté de mi último libro, tuvo el tiempo de hojear y leer partes del mismo, y en todo momento usó una expresión que poco se utiliza en estas tierras: dijo gracias cuando le dije que la feliz herida recibida al leer Historia del cerco de Lisboa no había cicatrizado (todavía no lo hace), y me dio las gracias la última vez que nos vimos al recibir un ejemplar de mi Morir por Perón, que Pilar había comprado para que se los dedicara. José María Arguedas quiso alguna vez estrechar la mano de Juan Carlos Onetti, y yo tuve la oportunidad, la suerte, de sentir la mano, humana, amiga, de José Saramago. Su escritura dejó marca de sangre en mi interior; cuando me di cuenta de sus alcances decidí racionarla, salí confiado a mi suerte de vida y dejé varios de sus primeros libros sin leer; leo los últimos y dosifico los primeros, esa es mi elección, porque no quiero que el Saramago de esos libros se me acabe mientras viva. Amanecí a este día y me ganó una sensación extraña, el lamento porque José ya no escribe, pero a la vez me sentí feliz porque pudo gambetear el olvido que la muerte lleva en el bolsillo. En El año de la muerte de Ricardo Reis Saramago plantea que así como hacen falta nueve meses para nacer, hacen falta nueve meses para morir: mientras la muerte sucede el muerto deambula por sus lugares, tengo el dato muy presente porque ese libro es mi lectura de estos días, y porque estoy escribiendo una novela sobre la muerte donde el este libro de Saramago es presencia importante. Así, en medio de esta escritura, supe que una persona que escribía historias a conciencia despierta se hizo memoria amiga. En Las pequeñas memorias José me anotó en la dedicatoria: Compañero. Gracias, escritor, siempre conmigo.

Nota aparecida en el diario Tiempo Argentino (sábado 19 de junio de 2010)

jueves, 27 de mayo de 2010

Bar de Cao fantasmal


Hace unos días una amiga me envió una foto del Cao, una toma interior donde se ve a algunas personas en movimiento, luego: movidas ellas; cuando la vi pensé que era una foto fantasmal, pensé que estaba viendo aproximaciones de personas; ¿qué es un fantasma?, me pregunté, y se me ocurrió pensar que un fantasma es una persona desbibujada, o una persona en formación, o sea que un fantasma puede ser un muerto que se aleja de la vida o un muerto que regresa a la misma; me dije que fantasma significa rastro, señal indicadora; y subido a los juegos del pensar me dije que también un adolescente es un fantasma regresando a la vida, porque está en construcción, y que un viejo es fantasma que se aleja, que se desdibuja porque ya está cansado de mantener el personaje.

Un fragmento que pertenece a la nota que sigue La Luna y la Plaza, una invitación a la lectura donde aparece el nombre de la amiga: María Teresa Paz, el nombre del fotógrafo: Eduardo Rembado y la foto es cuestión.

viernes, 30 de abril de 2010

La Luna y la Plaza






(…) La jornada se hizo historia sin necesidad de guardar algún detalle más. El volantero terminó su trabajo y buscó un lugar en donde sentarse unos minutos. Cargó la pipa, la encendió con cuidado, con amor y en un segundo, con la primera aspiración, como si de magia se tratara, Olmé pareció convertirse en otro, en alguien distinto, en un tipo diferente mientras seguía siendo él mismo. La pipa rompió la crisálida del volantero y de ella salió el verdadero Olmé: el volatinero: el funámbulo del funambulismo más arriesgado.
Arturo Olmé camina hacia su casa. Si alguien lo observara con detenimiento vería que el hombre no va por la vereda, sino que parece avanzar sobre una cuerda: busca el equilibrio, hace pie en el aire, a ambos lados de la cuerda, porque Olmé pega uno que otro saltito y cambia el pie de apoyo: camina por el filo, sobre la frontera que flota sobre el gran abismo, de un lado: los vivos, del otro: los muertos.

Otra vez en camino, otra vez pretendo ir al encuentro de mi Buenos Aires. Una nueva historia empieza a enseñar aristas y recovecos entre mis papeles; extrañamente estoy escribiendo sobre un cuaderno con espiral, esta vez parece ser un trabajo donde no habrá lugar para hojas sueltas sobre la mesa en el Cao o sobre la mesa de madera que espera en mi cocina. Desde mi mesa digo que veo la Luna, no en el cielo, sino al pie del balcón que da al pulmón de la manzana, un paisaje lunar de utilería hecho de chapas, tanques de agua, mucha membrana plateada y restos de satélites humanos estrellados por el paso del tiempo: baldosas partidas, una hoja de escalera pudriéndose bajo las estrellas. Es cierto que veo un árbol en mitad del paisaje, pero aún así siento que mi ventanita da sobre la Luna. Esta imagen ya está dentro de la novela, un puñado de techos de San Cristóbal se titularon techos del cielo, y me digo que esta apariencia debe ser muy cierta, porque en el lateral del edificio alto que se ve desde la misma ventanita, hay pintada una publicidad que autoriza estas consideraciones que bien sé podrían ser tomadas por antojadizas: en letras negras y rojas leo: Electro Universo.
La superficie de la Luna está habitada por gatos, especialmente por uno, el Colorado, que pasa gran parte del día durmiendo al sol; este gato tiene la particularidad de ser bastante mugriento, por lo general los gatos consumen gran parte de su vida acicalándose, pero no el Colorado que nada más atorrantea sobre las chapas y se olvida de ciertos mandatos de la especie; parece que el Colorado posee cierta comprensión sobre qué es lo importante de la vida, y entonces hace la suya, por más que, como siempre, los necios del barrio murmuren, y, creo que, de alguna manera, apostó a hacerse un lugar en mi historia nueva y en ella se piensa quedar. Debe saber que al verlo sobre Luna, al presentirlo habitante, recordé el relato de H. P. Lovecraft (1890-1937): En busca de la ciudad del sol poniente (1927): [...] Y sin duda se habría podido apreciar la misma dulzura en los maullidos de los gatos, de no haber estado casi todos ellos pesados y silenciosos a causa de su extraño festín. Algunos de ellos se escabulleron sigilosamente hacia esos reinos ocultos que sólo conocen los gatos y que, según los lugareños, se hallan en la cara oculta de la Luna, adonde trepan desde los tejados de las casas más altas. El Colorado no tiene el protagónico, pero bien conforme se queda con ser parte de una de las escenografías. Los personajes principales son Julio Martín, Arturo Olmé, Ángela, Virginia y Ernesto, un diariero de esquina del barrio. Pero una vez más puedo decir que Buenos Aires es el personaje madre de todas las historias y consideraciones. En esta ciudad la vida es una vuelta de tuerca constante, nada en Buenos Aires se mantiene quieto, arriba y abajo, la ciudad misma se expande, respira, para luego quedarse un minuto sin aliento. Ciudad punzante capaz de resguardar y también de sacrificar a sus criaturas. Ciudad siempre cambiante mientras sigue siendo la misma, esa entidad-universo con la que no se puede tener otra relación que no sea un cóctel de amor-odio. La amo cuando escribo, cuando la escribo, sobre una mesa del Cao, y la volaría en pedazos cuando supura indiferencia en las esquinas cercanas a Plaza Once. La Plaza, sus alrededores, también son parte de mi novela: la noche, la desesperación, las almas: todo su paisaje de vida empezó a acomodarse en mi cuaderno. Camino Once para ver y para escuchar, y escribo para no olvidar.
Digo que mi nueva historia habla de la ciudad de más allá, porque en ella intento contar sobre los vivos y los muertos, y sobre el entrecruzamiento de hombres y fantasmas sobre las calles de todos los días. Hablo de fantasmas sobre el cemento, y de buscadores de fantasmas, porque estoy convencido de que esta ciudad, que la sabemos una que puede ser tantas, tan humana ella, se repite a un lado y otro de la frontera, y es una frontera abierta para todo aquel que la quiera ver o habitar.
Camino Once encontrándome con la vida, y también camino las calles encontrándome con otra sintonía: mágica, misteriosa, si se quiere; empecé por enterarme que vivía a metros de un cruce de caminos, de una encrucijada, Estados Unidos y Jujuy, donde a veces se dejan ofrendas a algunos semidioses muy cercanos a la naturaleza. ¿Vivo cerca de un cruce mágico de caminos?, fue mi pregunta y entonces comencé a ver la otra ciudad, quise verla y la estoy viendo, y es a partir de ello que empecé a revisar historias de fantasmas, a escucharlas, a entender que los muertos tienen tanto que ver con los vivos.
Hace unos días una amiga me envió una foto del Cao, una toma interior donde se ve a algunas personas en movimiento, luego: movidas ellas; cuando la vi pensé que era una foto fantasmal, pensé que estaba viendo aproximaciones de personas; ¿qué es un fantasma?, me pregunté, y se me ocurrió pensar que un fantasma es una persona desbibujada, o una persona en formación, o sea que un fantasma puede ser un muerto que se aleja de la vida o un muerto que regresa a la misma; me dije que fantasma significa rastro, señal indicadora; y subido a los juegos del pensar me dije que también un adolescente es un fantasma regresando a la vida, porque está en construcción, y que un viejo es fantasma que se aleja, que se desdibuja porque ya está cansado de mantener el personaje.
Escribo en órbita alrededor de Plaza Once, revisando mi camino casi diario hasta la plaza, voy desde mi departamento cercano a la encrucijada, por Jujuy, hasta que, por ejemplo, una y otra vez me paro en la esquina que está en diagonal a la recova, a centímetros de pisar Avenida Rivadavia, ¿es que todos cambiamos de nombre cuando cruzamos la avenida?, me pregunto en alguna de las páginas de mi novela, y desde mi posición miro hacia la altura del edificio que resguarda la recova: un palomar, hay un palomar a cielo abierto allá arriba, una máquina infernal de enviar palomas, buitres civilizados, en picada sobre la plaza. Aclaro que Julio Martín, mi personaje, siente asco por estos diabólicos seres emplumados.
Y hablando de amenaza en la plaza, en uno de mis paseos vi a dos muchachos, una tarde de lunes, hacer una especie de puesta teatral, una mezcla de humor, costumbrismo y consulta constante con el público que se junta en torno a los trabajadores. Estaban vestidos de mujer, pero no presté atención al argumento de la puesta. Pero a lo que sí presté atención fue al texto con que uno de ellos pidió la colaboración. Acá también se hacía presente lo sobrenatural y algo más: avisó el orador que nadie le diera vuelta la cara, que cuando él llegara para pedir la colaboración, nadie se fuera, explicó que él, si alguien se retiraba sin poner una moneda, no iba a odiar a nadie, pero avisó, si te aviso no está tan mal, que tenía en la familia un brujo, y que aquel que se retirara sin haber colaborado tenía, en algún momento, que dejar la plaza; llegado a ese instante acentuó el mensaje: Sabé que para salir de la plaza hay que cruzar una calle, yo te digo eso, nada más. La amenaza del más allá estaba hecha: guarda que el bondi del brujo te parte. Anoté debidamente en mi libretita sabiendo que la calle sigue entregando la mejor literatura.
Pero por suerte, sobre la nao plaza (porque a Plaza Once se llega abordando desde distintos muelles), y a no más de cincuenta metros, la palabra de Dios, no sé de qué marca, ofrecía la salvación. Dios utilizaba para entregar su mensaje del día a unas diez personas: tres de ellas, un hombre y dos mujeres, portaban sendas panderetas, otra mujer tenía un bombo, había Biblias a discreción en el grupo. El líder, el que hablaba por el micrófono y cuya voz salía rasposa por un pequeño amplificador, era un hombre joven, de no más de cincuenta años; enérgico, un poseso de la palabra del señor y a la vez una persona con vocabulario pobre: ¡Aleluya en la viña del señor! ¡Cara a cara con Dios, quiero ser su discípulo! ¡Él quiere que nos humillemos, la misericordia, seamos sus discípulos!
Tomo nota para mi novela sobre los vivos y los muertos, para mi historia nueva que trata sobre los fantasmas que sufren la humillación en esta tierra, y sobre los otros fantasmas, que también viven entre nosotros, pero que declaran estar a salvo de miserias en el otro lado, en el lado B de la vida: el más allá.
Arthur Conan Doyle (1859-1930), el famoso creador del detective Sherlock Holmes, cita el testimonio de un espíritu en su libro La nueva revelación (1920): (…) Aseguró que los espíritus oraban y morían en aquella esfera antes de pasar a otra, que disfrutaban de ciertos placeres, entre ellos del de la música. Que aquel lugar estaba lleno de luz y de risas, añadió que no había entre ellos ricos y pobres y que las condiciones generales, eran mucho más felices que en la tierra (…).
Mejor así, me gustaría anotar en la novela de la vida.

viernes, 19 de marzo de 2010

Botella




El hombre bajó la vista. Su mirada llegó a destino.
Abajo se comprendió la señal, la complicidad, la autorización. Desde abajo, y sólo desde abajo, se percibió la sonrisa leve del hombre.
La puerta de la heladera empezó a descubrir su tesoro con suma lentitud.
Llegó el turno de la botella elegida, fue separada del grupo; primero pareció querer ir rápido hacia el piso, pero fue amague, las manos se repusieron a tiempo de la salvaje presencia de la felicidad y la sostuvieron en el aire del paisaje.

Carlos Salatino era testigo, en una mañana de marzo de 2010, de cómo, en un determinado momento de la vida, la felicidad se encuentra en una botella de gaseosa. Se la podía encontrar abriendo uno mismo la heladera, como el pibito que él observaba, o recibiendo la botella por sobre el mostrador. Su felicidad había sido esperar la botella de pomelo Neuss de manos del almacenero. El almacén estaba al lado de una casa grande con parque, ubicada en la zona de piletas conocida como La Salada. Ya no recuerda la razón por la que sus padres eran invitados a esa casa. Pero sigue caminando, de memoria: con las monedas en la mano, sólo hacía falta avanzar un puñado de metros, luego pasar entre las cintas plásticas de colores de la cortina de la puerta y, por último, encontrar la felicidad en un litro de tiempo amarillo. Carlos opina que la felicidad es un arte efímero y que la sed es eterna.

jueves, 18 de marzo de 2010

Invasores




El vengador anónimo raspó un par de cabezas rojas (maderitas flacas entre los dedos) sobre la tira marrón del costado de la caja.
Otra vez hubo visitante en la mañana.
Operativo comando: rociado rápido de líquido inflamable, fósforos Fragata a discreción.
La semana anterior quemó el colchón más grande; ahora la muerte era para su reemplazo.
Dos veces escupió fuego desde su cielo y dos veces desapareció aprovechando la ausencia de los habitantes de la vereda.

David Vincenzo, que vive a dos veredas de la zona agredida, cuenta que él fue testigo de los dos ataques. Cuenta que el incendiario era un tipo como ellos: Uno de la calle, afirma. A David le gusta mostrar a los curiosos las marcas que dejaron los colchones cuando ardieron sobre la vereda. Cuenta que así desaparecieron los invasores de la cuadra: Porque ellos dormían todo el día. El rastro del desalojo aún da su presente en el barrio de San Cristóbal, Avenida Jujuy entre Independencia y Estados Unidos. Los fuegos se dieron a finales de febrero de 2010.

martes, 2 de febrero de 2010

Juan Alberto Núñez en el "desporteñadero"

No fui amigo del Negro Núñez. Lo conocí en el café Margot, en los alrededores del alpedismo boedense fundado en el café por el poeta Rubén Derlis. Núñez escribía, pero no me gustaba su escritura. Le faltaba trabajar y sus textos quedaban como deshilachados, pero no creo que en él estuviera presente esa necesidad casi enferma de contar historias de la mejor manera posible. Era un hablador de café, un sabihondo de otra época. Fue tipo de gorra en la cabeza o de gorra en mano: fue un tipo de gorra llevar; también lo recuerdo con una campera negra de cuero. Era de hablar pausado, de voz tranquila: Núñez hablaba bajo. No era de hablar de él ni de lo que hacía, preguntaba por lo que hacían los demás. No sé cuántas veces nos habremos visto en Boedo, en la vida: no fueron muchas. Una vez me dijo que yo tenía cosas para decir con la escritura; Ojalá, le contesté. Siempre sentí que Núñez me tenía cariño, y siempre supe que Núñez había alcanzado la más alta distinción que la vida puede entregar: el Negro fue un buen tipo. Me enteré de que la parca enfiló su memoria para el desporteñadero (término acuñado por el poeta Derlis para referirse al cementerio): pensé que Núñez tuvo suerte porque se fue a la palabra del amigo. Núñez y Derlis llevaban una vida de amistad y poesía.

viernes, 15 de enero de 2010

3 de noviembre: día intervenido



a Gabriel Montergous, amigo, maestro, fantasma maravilloso

Transcurre el 3 de noviembre en la tinta de Rainer M. Rilke. Anota la fecha en su diario de Schmargendorf. Tiene veintitrés años.
Pienso: Es joven y brillante. Su escritura es forma y contenido. Corre el año 1899.
Registra la fecha cuatro veces a lo largo del día, cuatro entradas: 3. Noviembre 1899; 3, noviembre (de noche); (3 noviembre, de noche); (3 noviembre, cerca de medianoche). Rilke invita y acepto. Entro en su día y cuando casi estoy llegando al final, muy cerca de la hora establecida para la aparición de los fantasmas, reparo en un detalle: estoy leyendo su 3 de noviembre de 1899 dentro de mi 3 de noviembre de 2009: ciento diez años entre su escritura y mi lectura, ciento diez años y un puñado de días más entre su escritura y la mía.
Algo ocurrió, hubo un toque entre mis patrias internas: un disparo de misterio entre mis ideas. La lectura y la sensación aparecida debido a la presencia del tiempo; la coincidencia o la casualidad, no creo que todo en este mundo deba tener una causa, marcó un posible sendero para arribar al final de un nuevo día.
Como si de abrir una puerta se tratara, pienso que, quizá, de esta manera el mundo de los fantasmas pueda manifestarse del otro lado: llegar a través de la literatura, llegar con un libro como médium.
Una cuestión de tiempo, de nombres y fechas, de elementos que necesitan un lugar donde reunirse. Algo así pensé cuando hace unos días anoté en un papel suelto el número 7279. La cifra guarda un lugar dentro del Cementerio de La Chacarita. Desconozco el dato concerniente al pabellón. El nicho 7279 guarda los restos de los padres de mi abuela paterna: José Grappi, de Sondrio, en la Lombardía, y de María Fancolli, de Castión, supongo que también perteneciente a la misma región de Italia. En ese nicho también se guardan los restos de Ángela Grappi, mi abuela, y de Julio Martín Lois, mi abuelo, el poeta. Mi viejo me entregó los elementos a través de una charla telefónica. Anoté sin saber para qué lo hacía, quizá sólo haciendo caso, cumpliendo con parte del sentido mediúmnico que muchos llevamos dentro. Como escribió alguna vez el mismísimo Rilke, todos llevamos, todos contenemos a nuestra propia muerte. Ella vive con, en, nosotros. Pienso entonces que tal vez, así como llevamos la muerte en el viaje, muy bien podemos cobijar una pequeña ansiedad por querer otear, espiar, vislumbrar, el otro lado en el más allá, un más allá propio que gasta minutos en nuestra sangre única: nuestros días.
No sé con qué finalidad anoté la señal encriptada en el 7279; tampoco sé qué fue lo intuido, mi sospecha, en ese 3 de noviembre de Rilke. Muchas veces sucede de esta manera: de repente sé que debo escribir, y poco importa que las razones no aparezcan claras. Aparece el impulso y es suficiente. En una mesa de café cualquiera inicio el recorrido.
El libro como médium, disfruto la línea; lo sé cuando elijo leer la primera anotación de Rilke.

Me gustan los comienzos pese a su miedo y a la incertidumbre común a todos ellos. Si me he ganado una alegría o una recompensa, o si quiero que algo no haya sido, si quiero privar de su derecho de permanecer en mi pasado a una experiencia… comienzo en ese segundo. ¿Qué? Comienzo. Así he comenzado ya mil vidas. Me parece como si debiera venir una generación a culminar todas esas vidas, porque acaso no deban quedar en ciernes; pero, al mismo tiempo, temo que la generación que se atormente en esas mil vidas sea desdichada y descontenta, agotada y desavenida entre sus mil sentidos.

Con todo, acaso esté yo a punto de haber comenzado mi vida. Ésa que ya no se deja antes de haberla culminado, salvo que uno perezca en esa honorable labor; pero, entonces, esta vida que, pese a todo, se poseyó como propia, pasa a algún otro, o a un paisaje, o a Dios. Si has llegado a un determinado punto, entonces se culmina a cualquier precio –en tu presencia o más tarde… ¿quién se preocupa de eso?

Cada una de las vidas posibles transcurre en el mientras tanto de los días, y es en ese transcurrir que las pequeñas historias se hacen vida, durante el tránsito inexorable sobre la huella que llega hasta la tumba.
El paso de los días, nuestro tiempo, nace, por suerte y por desgracia, en una misma respiración. Un momento único que se tensa: ahora luz, ahora oscuridad. Una pena y una alegría, así las baldosas del camino: ahora, siempre ahora, en una encrucijada de sabores opuestos.
En una conversación casual reparé en que a lo largo de mi hasta ahora vida de escritor había escrito quince libros. Pensé, me dije, qué barbaridad, cuánto trabajo. Por un lado la aparición de cierto orgullo por la tarea realizada; para mal o para bien, la escritura es mi elección de vida. Pero a la vez, una suma de imágenes/recuerdos me llevó a contemplar el tiempo grande, tan grande como la mitad de mi vida: veinte años de trabajo no es poca tinta: muchos años que, se quiera o no, se fueron, se hicieron muecas de fantasma: caritas entre la alegría y el miedo.
Noté que mi reloj atrasaba casi media hora. Fui a la relojería del barrio. Es la pila, sentencié con seguridad; pero a la vez la duda daba su presente. No recordaba con exactitud la fecha del cambio anterior.
Cuando entré al local pronuncié mi “buen día” reglamentario a las personas que ahí se encontraban. De manera mecánica miré mi reloj y vi que marcaba las diez y quince de esa mañana. Levanté la vista y vi que no uno, sino unos diez o doce relojes, de los tantos que había colgados en la pared, daban una misma hora: diez y diez, apenas cinco minutos menos que en el mío. Dudé, estaba casi seguro de que antes de salir de mi departamento el reloj atrasaba. La duda fue tal que barajé la posibilidad de salir de la relojería. Una duda temporal que duró hasta que vi un reloj que marcaba las diez y cuarenta y cinco. Para recuperar el paraíso horario perdido, miré el celular: estaba en lo cierto, mi reloj, yo mismo, seguía atrasando casi media hora. Hice el comentario de lo que me había pasado al señor relojero como para abrir algún tipo de diálogo, con él y conmigo, pero mi miedo no interesó mucho. El hombre se limitó a comentar que los relojes estaban todos detenidos. Era la bruta realidad, no había visto que los segunderos no avanzaban, el miedo me hizo ver menos, un poco menos de todo el paisaje.
El señor relojero corrió la pequeña lápida y revisó el interior de mi máquina. No es la pila, fue el veredicto. Debe estar sucio, agregó. Tomé durante un minuto el reloj con mi mano derecha y luego lo apoyé sobre el mostrador. El martes, dijo él.
Salí de la relojería pensando en la suciedad, en basuritas, pero enseguida dije, anoté en mi cielo, la palabra: pedacitos. Tomé conciencia del tiempo. Mi reloj es mi reloj desde que una mujer me lo regaló hace unos veinte años. Salvo cambiarle la pila, el reloj jamás necesitó algún tipo de revisión. Otra vez me encontré con el rastro del tiempo, y con el rastro de una de mis vidas, mis vidas otras que nunca dejan de dar su presente mientras voy, mientras sigo, en el sueño de la construcción del mejor refugio. Es el tiempo, es su paso cuando a paso cierto me acerco a la condición de no estar. Mientras es una maravilla de palabra, la anoto una vez más: mientras sigo en la huella hacia la lejanía de la tumba. Saber que la tumba está al final de la cuesta me sirve para no dejar la vida para mañana.
Pedacitos de tiempo es lo que traba mi reloj. Me sentí feliz al comprobar que hace veinte años que cuido mi reloj, y a la vez percibí el sabor abismal de tantos años, así como así, amontonados: mi vida de historias amontonadas. Quizás el sabor a abismo, ese sabor tan lleno de vida y abismo, me llevó a tomar aire en profundidad. Aspiré en la mañana y suspendí funciones, me detuve, pensé. Me dije que tal vez al reloj le haya sucedido lo mismo: ahí el origen de la casi media hora faltante.
El tiempo se hace pedacitos y estos se adhieren sobre las almas, los cuerpos y las máquinas. En los pedacitos de tiempo es donde de alguna forma se apoya nuestra manera de ser, en ellos nacen nuestras historias: una selección muchas veces azarosa marcará el cimiento de los días. Y son esos mismos pedacitos de tiempo los que también nos avisarán del abismo. Cuando el gran reloj respira sólo debería haber lugar para los comienzos.
3, noviembre (de noche), escribe Rilke en su diario. Tal vez sea de noche cuando mejor se puede sacar la sortija: a calesitero no llega cualquiera.

Viene, en suma, la mayor parte de la caducidad, decadencia e inconsistencia del no-haber-sido de muchos hombres. No basta haber nacido. Hay que implicarse en alguna gran conducta; pero también hay que aislarse, para no defraudar, gastar y perder la corriente que nos lleva. Seguir es todo; pero sin ver a qué se va a parar, tendiéndose con cien sedales brillantes hasta el próximo pilar. ¿No es así?

Reflexiono sobre tantas cosas, aunque mis pensamientos son como niños en los fuegos artificiales. Se apiñan, miran en la noche y esperan los cohetes. Y los corazones se arrebatan y los sienten en la garganta, a veces también les palpita la sangre en los párpados: así aguardan. Pero cuando el cohete se eleva, madura y estalla, justo tienen algo que decirse y se pierden todo. Y siguen allá, en pie, con el corazón en acecho, y esperan, y miran sólo la noche y las estrellas plácidas y amigables.
Pero esas estrellas son, para ellos, más que las otras, las contempladas y echadas a perder por el resplandor rojo, blanco y argénteo de las bengalas. Y, a veces, van mis pensamientos más allá de las estrellas, cuando las noches se oscurecen y ahondan tras ellas. Entonces, oigo una voz que canta:

Al tiempo que calla el postrer son
queda un silencio, hondo y ancho:
las estrellas sólo son muchas palabras
para una sola oscuridad.

Aún hay mucho en mí que detesto, pero ya siento que es extraño, casual, que no conecta conmigo. De eso me viene esta confianza y esta fuerza.
No sé si llegaré alguna vez a marchar con mi propio ropaje. En todo caso, primero quiero desnudarme, el resto vendrá por sí.

Cuando pienso en la historia universal, no la encuentro injusta, sino pobre. Tiene que limitarse a tener por vivido sólo lo decible. Es un niño que viaja por el mapa: Italia está muy cerca de Dinamarca y no hay mayor impedimento.
Por lo demás, está bien que se tome a nuestros azares por nuestras experiencias. Así queda nuestra vida de pura e indemne, pero también, para nosotros, de sorprendente y extraña.

En mis buenos momentos, tomaré tu sonrisa como una ciudad, una remota ciudad que resplandece y vive. Una palabra tuya la descubriré como una isla donde se alzan abedules o abetos, en todo caso, ciertos árboles silenciosos y solemnes. Tendré a tu mirada por un pozo donde se pierden las cosas y sobre el que incluso el cielo teme, radiante y dubitativo, caer dentro. Sabré que todo eso existe, que se puede entrar en esa ciudad, que la he vislumbrado más de una vez, y también sé con certeza cuando está más solitario el borde del pozo. Pero si me preguntas, me harás vacilar: no sé con seguridad si el bosque por el que marchamos no es más que mi estado de ánimo –oscuro, sombrío-. Quién sabe: acaso también Venecia es sólo un sentimiento.

Mejor se gira sobre el caballito cuando la duda acompaña. Mejor se respira cuando la duda se va de idas y vueltas con las ganas, con los deseos. ¿Existen los fantasmas?, sí, claro que sí, y entonces me encantaría saber, comprobar, que hay boleto bondinero con destino de más allá. Pero así como los fantasmas son posibles, se hacen imposibles entre tanta realidad. Intento llegar hasta ellos en el momento en que la vida es posible, cuando estoy; cuando me siento cerca de mis fantasmas, los convoco, los acerco todavía más, soy en ellos, soy en el momento, en la duda. Todo aparece y todo desaparece en segundos, voy tras cada quimera como observador de navío dudante: encaramado en el extremo del mástil mayor viajo atento a los encuentros para acentuar mi relación, mi espera; me la paso esperando a muertos y vivos, porque los vivos también pueden ser buenos o malos fantasmas: entonces acentúo y abro un libro: entonces leo y dudo. Leer en Buenos Aires, mi ciudad fantasma. Leer el libro que estoy, que sigo, escribiendo.

¿Por qué escribo tanto de una vez? Porque, de nuevo, empiezo. Hoy, de una vez, es “hoy”, un comienzo, un Uno. ¿Comienzo de qué? ¿Un Uno ante qué? Ante una cifra larga, acaso de millones. Y no se sabe de cuántas cifras ha resultado la suma. Nunca he sumado, pero encuentro un resultado al margen de una página, y la vuelvo, y no me llevo nada a la siguiente. ¿Para qué? Todo es un libro.

Nadie tiene asegurada la tinta para la próxima página. Ni siquiera cuando se ha encontrado la respiración adecuada para cada intento. Escribir es algo así como estar intentando un equilibrio en el borde de un barranco. Se escribe sobre la línea, un movimiento hacia el abismo y otro en contrario que convoca hacia la tierra encolumnada en la página anterior: una invitación a seguir con la sensación de tener un punto de apoyo. Maravillosos pedacitos de tiempo. Entonces sigo. Me apoyo en la muerte para buscar en esta vida, me apoyo en la duda para buscar en la muerte y en la vida que se esconde en la escritura. Mis fantasmas acompañan. No sé cómo se escribe un libro, nada más los escribo.
Es cerca de la medianoche en la palabra del señor Rilke: siempre tan lejos y tan cerca.

Sólo temo en mí esas contradicciones que tienen tendencia a la conciliación. Ése tiene que ser un pasaje bien estrecho de mi vida, puesto que es concebible tocarse las manos de lado a lado. Mis contradicciones debieran escucharse entre sí raramente y sólo en rumores. Como dos príncipes de países lejanos que, de golpe, supieran que se odian, porque ambos han partido a solicitar a la misma muchacha. Pero, la chica… aunque, ¿para qué contarlo todo? A veces, es uno capaz de decir: soy feliz. Y, para quien te comprende, es suficiente; puede, sin más, ser confidente de tu dicha. O, por el contrario, dices: estoy triste; y, de hecho, tu estado es un simple estar triste que no admite otra descripción. Entre esos dos ánimos, sin embargo, hay toda una serie de matices, transiciones, sentimientos vacilantes con prolongados sones que redundan y se pierden. Para describirlos, dices: estoy… no, creo que, más bien, dices: es…
Por ejemplo, una tarde en un cuarto; ante la ventana, un luminoso crepúsculo avivado con los inciertos perfiles de las copas de los árboles. Adentro, todo luz en torno a un matiz más hondo, plácido, agradable. Y hay juntas algunas personas jóvenes cuya conversación acaba de interrumpirse. Están con los uniformes desabotonados y los altos cuellos sueltos, sin mayor cuidado y como olvidados unos de otros. Entonces, uno hace un movimiento repentino, como si quisiera huir, pero se vuelve a su vecino, un joven pálido y rubio con grandes ojos pensativos. “Toca algo, Sascha”, dice en voz muy alta y como hablando a alguien más allá. Los otros espabilan y empujan al joven con los tristes ojos meditabundos hacia el pequeño piano anticuado, y le ponen las manos en el teclado. Y el joven, en la extraña habitación en la que, sabe Dios por qué, están juntos y se animan, siente quién ha tocado en ese teclado antes que él; siente dos manos junto a las suyas, como si lo instruyeran, pero muy quedamente, y también vislumbra el rostro de esas dos manos. Un rostro de chica, de contornos discretos y delicados. Ante el crepúsculo de una ventana, se alza, es casi la silueta y algo más; por ejemplo, se ve un ojo entornado, casi enteramente oculto por el párpado, y, sobre él, la frente tranquila, sombría hasta el nacimiento del cabello revuelto, donde ha quedado prendido algo de viento. Y Sascha toca dócilmente la canción de esa chica, tal y como lo desean las teclas. Sigue y sigue tocando la canción de aquella ausente, extraña, tal vez incluso muerta. Así cae la oscuridad en la habitación. Los otros están casi perdidos en la sombra, porque tienen las cabezas gachas, escuchando. Sólo de vez en cuando se alza, acá o allá, una frente. Cuando dos de ellos tienen un escalofrío, levantan los ojos a la vez y se interrogan oscuramente.

Me sucede cada vez más que no puedo decir: soy… sino que tengo que decir: es… pero entonces suelo guardar silencio.

Nuestros sentimientos me hacen el efecto de cortinas ante las acciones. Basta que una luz se alce al fondo para que, enseguida, se agiten grandes sombras misteriosas en la superficie de la cortina. Y haríamos bien en medir nuestros sentimientos y no dejar que se expandan sobre nosotros más que cuando son tan simples y sencillos que los vivamos en nuestros gestos y ademanes o, por el contrario, tan gráficos y profundos que podamos narrarlos como algo que sucedió a los antepasados, antes… en los días extraños.
Ése es nuestro progreso: los temas ya no son tan graves, tan importantes. Los podemos usar y crear dramas consumados, sólo para hacernos conscientes de un solo sentimiento, es decir, para enriquecernos con un nuevo sentimiento.

Puedo ser uno, pero también puedo ser dos o tres. La mentira no tiene cabida en esta cuestión de ser un puñado de tipos dentro de un tipo. Una multitud de barrios conviven en esta ciudad fantasma, en la Buenos Aires abismal, tengo la sensación de ser ciudad, habitado por distintos barrios. No es lo mismo Boedo que Palermo. Me gustan, siempre me gustaron, los cuentos de fantasmas. Sigo encontrándome cuando anoto que soy mientras juego a la religión de la mirada, soy lo que veo hacia fuera, soy lo que sospecho hacia adentro; entre mirada y sospecha trato de encontrarme en la sortija de una vuelta más. Esta ciudad es enamorada, es fantasma, es soñadora, es comprometida, es amiga, es amante, es escritura.



El señor Rilke es de convocar fantasmas, sabía de los convocados en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge y ahora me encontré con la señorita del piano. Estoy convencido, en los buenos fantasmas está la vida. Llego a ellos a través de los libros y de las sombras, propias y prestadas. Abro un libro futuro, me veo en un nuevo 3 de noviembre; y también me descubro en una oficina preguntando por el pabellón que guarda el número 7279.
Memoria, fantasma, duda, y un libro como puente.