Me encontré con él hace un tiempo. De sustancia misteriosa. Aplomado. Seguro de las verdades que porta. Se asomó en el refugio amigo que me presta Josecito de la ferretería. Vivo en el refugio. Se asomó y se descolgó certero dentro de mi pensamiento. Como fantasma que regresa e inquieta. Viajero desde el interior de un libro. Porque libros de poesía tiene el poeta amigo Josecito en su refugio. Digo entonces que me encontré con un poema hace un par de años. Y que hace esos años que el poema llama, convoca, interpela, tienta, seduce. Que compone su fantasmagoría a partir de la mecánica mágica que tiene todo artilugio de autor. El poema fue como una flechita de yuyo. Una flechita desde el verde del costado de las vías. Allá en la infancia de Martín Coronado. La flechita se prendía en la ropa. Un simulacro ínfimo. Un boceto de abrojo. Pero abrojo al fin. Entonces desde la biblioteca de Josecito voló el poema y se prendió en el puñado de almas que me lleva. Años hace que me encuentro y dudo dentro del poema. Dejé un señalador en la página apenas lo leí. Marcado. Insistente la relectura. Voló el poema su regreso entre el remolino de leña menuda -la chasca y su desarreglo- en el viento. Vuela el poema. Continua es su palabra.
Hay un título de
poema: (la certeza del caracol). Una pertenencia:
El reloj biológico, un libro
publicado en 2007. Hay la pertenencia dentro de una antología titulada: La conversación. Hay un autor: el poeta
Santiago Sylvester.
Durante meses
tuve el libro a la vista, sobre una mesita baja frente a la biblioteca. Sobre
la mesa del comedor. A un lado de la radio. No lo devolví a su lugar. Tapa
negra. Colección Visor de Poesía. Recuerdo que el libro me atrajo apenas
terminé de leer lo escrito sobre la ropa
de la edición. En la contratapa unas líneas informan, escuetas, sobre el autor:
Santiago Sylvester nació en Salta, Argentina, en 1942;
vivió veinte años en Madrid, actualmente vive en Buenos Aires. Es autor de
veinte libros: poesía, relato y ensayo. Ha recibido premios en su país y en
España. Es miembro de la Academia Argentina de Letras.
Y a continuación
un fragmento de una entrevista:
Mi infancia transcurrió en Salta, en un patio poblado
de macetas y canteros: una felicidad provinciana tan perfecta que me pasé media
vida recordándola.
Sin embargo, pronto me fui de allí; es decir, supe
pronto que la felicidad dura poco, y ésta es una de las razones de la poesía.
En general, de la literatura. Se escribe, entre otras cosas, para recuperar una
felicidad perdida, y a la vez porque tenemos la certeza de que eso es
imposible.
Se escribe, pues, desde una amputación: desde una
pérdida metafísica que nos obliga a salir, movernos, buscar el pedazo que nos
falta. La poesía es una prueba de que la vida no está completa: hay un hueco
que se debe llenar, una herida que tarda toda la vida en cicatrizar.
Me he pasado la vida escribiendo poesía porque hay
algo mío que no está donde yo estoy.
Y desde dentro
del artilugio libro salta el poema, su flechita de vida, y vuela para luego
abrazarse, abrojarse, para que lo lleve, lo porte a través de los días, los
meses, los años. Y su puñado de líneas, de punta afilada que lleva la palabra
simple, la imagen simple, se aparece, como aparecido que viene desde el más
allá, y me pregunta.
Entonces ahora
sí, aparecido en esta escritura, la cara, el cuerpo del susodicho poema que comparto
frente a la sociedad reunida, una comunidad de posibles lectores. Que venga
quien quiera comprender, quienes quieran sumarse a la experiencia de vivir a
consciencia el juego abierto con el encuentro de ciertas ideas, verdades y
miradas.
No hay error en ese caracol que sube por la pared; /
no parece interesarle esa nube de color incierto, / el baldazo de sol, ni le
importa / el vuelo desarreglado de la chasca, el campo / que se abre valle
abajo.
El caracol no está atento al paisaje ni a la historia:
sólo hace lo que debe: / su vida o muerte no altera la estadística, su
desplazamiento y / el rastro que deja / no convocarán un proyecto, una
anécdota: no es ni un anacronismo pegado a la pared. / Pero él no lo sabe: /
por eso prospera, escala, y esta tarde, sin ningún error, / paseará su vida
imperceptible por el techo.
Digo caracol. Lo
anoto. Me pienso. Pienso en la historia de mi familia. Mi casa. La llevo
conmigo. Llevo entre mis almas el camino de la pared por el que ando. Soy la
memoria de todo. De todo aquello que fue, que es, y que podría ser. Me pienso.
Me digo. Digo caracol cuando soy en la soledad y el silencio. Cuando soy sólo
una unidad. Una cara en el espejo del baño. Una identidad. Una manera de ser.
De reconocerme. Es cuando me creo libre de cualquier tipo de error. Cuando
arrastro sólo verdades. Tan solo viajero sobre la pared. Me digo que ni
siquiera tengo Dios. Entonces poco miro el cielo, como tantos otros. Caracoles
subiendo la pared cuesta arriba. Atenti que así es la vida del caracol. De
tanto mirar desde abajo, de tanto mirar hacia arriba, el caracol no se interesa
por la gran nube de la incertidumbre. De sol a sol. Andar camino al cielo sin
mirarlo. En soledad y silencio no se ve cómo pasan los días. De sol a sol. Un
sol que aprieta para que la vida sea. Un sol que vuela y arde la chasca en el
viento. Solos en la ceniza. Me digo caracol en medio de un paisaje que hoy no
miro. Supe habitarlo. Nombrarlo. Escribirlo. Amarlo. El caracol. Este caracol y
su urbanía. Sucede cuando despierto en la cama solitaria. Con los recuerdos
propios de la unidad. Mi familia. Allá lejos la infancia en Martín Coronado.
Frente a las vías del ferrocarril. Jugando con una pelota sobre el terraplén
donde crecen las flechitas que se prenden en la ropa. Como poemas. Un fantasma
me lanza flechitas. El mismo fantasma que hoy remonta poemas. Luego bajo de la
cama y enfilo hacia la marca en la pared donde, por las noches, dejo cada vez la
vida. Siempre cuesta arriba. Así me sucede en algunos días. Pero hay otros
días. Los días otros.
Es muy distinto
cuando soy el caracol que se despierta comprendiendo que no está solo. Cuando comprendo
que está el otro. Y comprendo (sí, vale esta repetición) que comprenderlo me
llevó tiempo. Un tiempo de mirada y reflexión. De sentirme. De comprenderme
como otro. Me digo. Pienso. Y me digo que esto fue posible gracias a que pude
mirar -mientras peregrinaba por la pared al sol- el paisaje y la historia. Pude
deslizarme del caracol unidad que cumple con lo que se espera de él después de
aplicado el entrenamiento. Pude ser portador de mi historia, de mi casa que
llevo a cuestas en la memoria, pero pude agregar la historia del lugar que
empieza con el barrio, la ciudad, la provincia, el país, la región. El otro. Pude
comprender que no quiero ser el centro de nada. Un caracol más escalando la
pared. Una simpleza en el patio de un pibe que sería poeta. Caracol que declara
haber vivido. También que tiene tarjeta de cartón para un brindis de muerte
temprana. Sabe que se anda sobre la pared siendo uno más, y está bien así. Pero
elige que el desplazamiento lento sea a sabiendas. Sabe, como caracol que
siente y se identifica, que sólo es en cuanto sea en el otro. Sí, sabiéndose imperfecto.
Errores, casi todos. Avanza y se equivoca. Como caracol pasearé mi vida a
consciencia sobre el techo. Lo sé.
Intermitente el
ir y venir del caracol del poema. Y además el caracol lector. Y el que escribe
sobre el poema. Intermitencia de luciérnaga. Luciérnagas al costado de las
vías. Corren los tiempos del payaso apátrida.