Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.
















Edgardo Lois x Alejandro Lois

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

viernes, 6 de junio de 2025

Las intermitencias del caracol



Me encontré con él hace un tiempo. De sustancia misteriosa. Aplomado. Seguro de las verdades que porta. Se asomó en el refugio amigo que me presta Josecito de la ferretería. Vivo en el refugio. Se asomó y se descolgó certero dentro de mi pensamiento. Como fantasma que regresa e inquieta. Viajero desde el interior de un libro. Porque libros de poesía tiene el poeta amigo Josecito en su refugio. Digo entonces que me encontré con un poema hace un par de años. Y que hace esos años que el poema llama, convoca, interpela, tienta, seduce. Que compone su fantasmagoría a partir de la mecánica mágica que tiene todo artilugio de autor. El poema fue como una flechita de yuyo. Una flechita desde el verde del costado de las vías. Allá en la infancia de Martín Coronado. La flechita se prendía en la ropa. Un simulacro ínfimo. Un boceto de abrojo. Pero abrojo al fin. Entonces desde la biblioteca de Josecito voló el poema y se prendió en el puñado de almas que me lleva. Años hace que me encuentro y dudo dentro del poema. Dejé un señalador en la página apenas lo leí. Marcado. Insistente la relectura. Voló el poema su regreso entre el remolino de leña menuda -la chasca y su desarreglo- en el viento. Vuela el poema. Continua es su palabra.

Hay un título de poema: (la certeza del caracol). Una pertenencia: El reloj biológico, un libro publicado en 2007. Hay la pertenencia dentro de una antología titulada: La conversación. Hay un autor: el poeta Santiago Sylvester.

Durante meses tuve el libro a la vista, sobre una mesita baja frente a la biblioteca. Sobre la mesa del comedor. A un lado de la radio. No lo devolví a su lugar. Tapa negra. Colección Visor de Poesía. Recuerdo que el libro me atrajo apenas terminé de leer lo escrito sobre la ropa de la edición. En la contratapa unas líneas informan, escuetas, sobre el autor:

 

Santiago Sylvester nació en Salta, Argentina, en 1942; vivió veinte años en Madrid, actualmente vive en Buenos Aires. Es autor de veinte libros: poesía, relato y ensayo. Ha recibido premios en su país y en España. Es miembro de la Academia Argentina de Letras.

 

Y a continuación un fragmento de una entrevista:

 

Mi infancia transcurrió en Salta, en un patio poblado de macetas y canteros: una felicidad provinciana tan perfecta que me pasé media vida recordándola.

Sin embargo, pronto me fui de allí; es decir, supe pronto que la felicidad dura poco, y ésta es una de las razones de la poesía. En general, de la literatura. Se escribe, entre otras cosas, para recuperar una felicidad perdida, y a la vez porque tenemos la certeza de que eso es imposible.

Se escribe, pues, desde una amputación: desde una pérdida metafísica que nos obliga a salir, movernos, buscar el pedazo que nos falta. La poesía es una prueba de que la vida no está completa: hay un hueco que se debe llenar, una herida que tarda toda la vida en cicatrizar.

Me he pasado la vida escribiendo poesía porque hay algo mío que no está donde yo estoy.

 

Y desde dentro del artilugio libro salta el poema, su flechita de vida, y vuela para luego abrazarse, abrojarse, para que lo lleve, lo porte a través de los días, los meses, los años. Y su puñado de líneas, de punta afilada que lleva la palabra simple, la imagen simple, se aparece, como aparecido que viene desde el más allá, y me pregunta.

 

Entonces ahora sí, aparecido en esta escritura, la cara, el cuerpo del susodicho poema que comparto frente a la sociedad reunida, una comunidad de posibles lectores. Que venga quien quiera comprender, quienes quieran sumarse a la experiencia de vivir a consciencia el juego abierto con el encuentro de ciertas ideas, verdades y miradas.

 

No hay error en ese caracol que sube por la pared; / no parece interesarle esa nube de color incierto, / el baldazo de sol, ni le importa / el vuelo desarreglado de la chasca, el campo / que se abre valle abajo.

 

El caracol no está atento al paisaje ni a la historia: sólo hace lo que debe: / su vida o muerte no altera la estadística, su desplazamiento y / el rastro que deja / no convocarán un proyecto, una anécdota: no es ni un anacronismo pegado a la pared. / Pero él no lo sabe: / por eso prospera, escala, y esta tarde, sin ningún error, / paseará su vida imperceptible por el techo.

 

Digo caracol. Lo anoto. Me pienso. Pienso en la historia de mi familia. Mi casa. La llevo conmigo. Llevo entre mis almas el camino de la pared por el que ando. Soy la memoria de todo. De todo aquello que fue, que es, y que podría ser. Me pienso. Me digo. Digo caracol cuando soy en la soledad y el silencio. Cuando soy sólo una unidad. Una cara en el espejo del baño. Una identidad. Una manera de ser. De reconocerme. Es cuando me creo libre de cualquier tipo de error. Cuando arrastro sólo verdades. Tan solo viajero sobre la pared. Me digo que ni siquiera tengo Dios. Entonces poco miro el cielo, como tantos otros. Caracoles subiendo la pared cuesta arriba. Atenti que así es la vida del caracol. De tanto mirar desde abajo, de tanto mirar hacia arriba, el caracol no se interesa por la gran nube de la incertidumbre. De sol a sol. Andar camino al cielo sin mirarlo. En soledad y silencio no se ve cómo pasan los días. De sol a sol. Un sol que aprieta para que la vida sea. Un sol que vuela y arde la chasca en el viento. Solos en la ceniza. Me digo caracol en medio de un paisaje que hoy no miro. Supe habitarlo. Nombrarlo. Escribirlo. Amarlo. El caracol. Este caracol y su urbanía. Sucede cuando despierto en la cama solitaria. Con los recuerdos propios de la unidad. Mi familia. Allá lejos la infancia en Martín Coronado. Frente a las vías del ferrocarril. Jugando con una pelota sobre el terraplén donde crecen las flechitas que se prenden en la ropa. Como poemas. Un fantasma me lanza flechitas. El mismo fantasma que hoy remonta poemas. Luego bajo de la cama y enfilo hacia la marca en la pared donde, por las noches, dejo cada vez la vida. Siempre cuesta arriba. Así me sucede en algunos días. Pero hay otros días. Los días otros.

Es muy distinto cuando soy el caracol que se despierta comprendiendo que no está solo. Cuando comprendo que está el otro. Y comprendo (sí, vale esta repetición) que comprenderlo me llevó tiempo. Un tiempo de mirada y reflexión. De sentirme. De comprenderme como otro. Me digo. Pienso. Y me digo que esto fue posible gracias a que pude mirar -mientras peregrinaba por la pared al sol- el paisaje y la historia. Pude deslizarme del caracol unidad que cumple con lo que se espera de él después de aplicado el entrenamiento. Pude ser portador de mi historia, de mi casa que llevo a cuestas en la memoria, pero pude agregar la historia del lugar que empieza con el barrio, la ciudad, la provincia, el país, la región. El otro. Pude comprender que no quiero ser el centro de nada. Un caracol más escalando la pared. Una simpleza en el patio de un pibe que sería poeta. Caracol que declara haber vivido. También que tiene tarjeta de cartón para un brindis de muerte temprana. Sabe que se anda sobre la pared siendo uno más, y está bien así. Pero elige que el desplazamiento lento sea a sabiendas. Sabe, como caracol que siente y se identifica, que sólo es en cuanto sea en el otro. Sí, sabiéndose imperfecto. Errores, casi todos. Avanza y se equivoca. Como caracol pasearé mi vida a consciencia sobre el techo. Lo sé.

Intermitente el ir y venir del caracol del poema. Y además el caracol lector. Y el que escribe sobre el poema. Intermitencia de luciérnaga. Luciérnagas al costado de las vías. Corren los tiempos del payaso apátrida.

Un caracol y otro caracol dentro de la misma existencia. Y la necesaria tentación de saberse en el paisaje y en la historia con todos.