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Sobre un río de adoquines, que corre a diez cuadras del río
Gualeguay, en la calle San Lorenzo, Catón recibía al cortejo fúnebre. ¿Quién es
el finadito?, preguntaba. Olvidaba el nombre al instante e iniciaba el camino
hacia el cementerio. Una vez acompañó a un niño muerto. Era un indiecito como
yo, de las tierras blancas, le dijo un muchachito de unos doce años. Catón
sabía: mucho río, laguna y arroyo, también había mucho ahogado. Catón tenía
cara de perro amigo, hablaba poco, vivía en la puerta grande de la iglesia.
Tenía madre. Cuando murió no tuvo necesidad de acompañante.
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