Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

UPCN Feria del libro 2018
Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

jueves, 14 de marzo de 2019

Café Margot


Salí de caminata, en la mañana del 24 de diciembre, hacia uno de mis lugares queridos, fundacionales: el Margot. Necesitaba acentuar el regreso a mi Boedo.
Me acerqué por Colombres. Busqué la chapa que señalaba la vieja parada del colectivo 7 (esquina San Juan): pero ya no está a la vista: el árbol, su abrazo, terminó por hacerla memoria dentro de su cuerpo. Por Colombres, casi San Ignacio, bajo un balcón alto en el cielo había una moldura completa desprendida del susodicho cielo. Hubo suerte en la mañana de la vereda. Por el San Ignacio adoquinado, otra manera de nombrar el paso diverso del tiempo, llegué hasta el Margot.
Desde la noche anterior que revisaba dentro de mi almario. Hace años que sumé al vocabulario la presencia almario, término acuñado por Rubén Derlis (creo que en su libro Guía para vagabarrios), nacido hombre poeta en condición de homo boedensis, para luego dejarse ser en la categoría que completa dicha identidad, me refiero al ciudadano que descubierto boedensis apuntala su condición siendo además homo porteñensis.
Dentro de mi almario margotiano guardo amistad, solidaridad, la presencia de buenos fantasmas: recuerdos de los que ya partieron mientras se quedaban entre los recuerdos de mi eternidad limitada. En mi almario hay imágenes, voces, pistas de anécdotas, las pequeñas memorias que hacen esa memoria de identidad tan necesaria en la vida. Hay caricias y amores en mi almario boedense, placeres anclados entre las mesas del Margot.
Guillermina, la moza en la primera mañana, cuando habito mi regreso a la ciudad, me recibe con la mirada amable de cada día. Nada sabe uno del otro: actores silenciosos en el café. El mozo guarda para el cronista una importancia fundamental: la oportunidad de estar acompañado a través del diálogo ocasional que funda el mutuo conocimiento: reconocerse desde cada tarea. Recuerdo a Osvaldo, el mozo cómplice que en los primeros años de mi trabajo en el periódico Desde Boedo, dirigido por mi amigo Mario Bellocchio, acompañó mi escritura en el café. Recuerdo otros dos compañeros de trabajo: Alejandra en el México, y Guillermo, el Gallego, en el Cao.
Imposible hablar del Margot en Boedo sin que aparezca el aprendizaje en libertad que significó, para mi escritura, ser parte de Desde Boedo. En el Margot Derlis me presentó a Mario, y entonces me invitaron a ser colaborador. Acepté por el 2001, y acá estoy, haciendo memoria desde el mismo Margot para la misma idea de periódico. Mi escritura fue favorecida por esta doble pertenencia: periódico y barrio, por la toma de conciencia ciudadana, y por humanas revelaciones durante este mientras tanto. Estoy sentado a La mesa de soñar (una plaquita de bronce da pista de su sustancia) por ser símbolo de nacimientos culturales varios en el barrio, entre ellos: Desde Boedo.
Me permití anotar en otra página: (…) Café y encuentro / universo solidario y abrazo / y amor / la charla con compañeras y amigos / escritores y poetas / sabihondos de café: / eterno el Profe Ricardo, / el Gordo González, / Carlos Caffarena, / Diego Ruiz, / Silvia Palferro, la poeta, / naciendo recuerdos de su hermano muerto. / Todos ellos / mis muertos del café, / sus buenos fantasmas. (…). Recuerdo también la generosa presencia y charla amena de la poeta Nira Etchenique, del escritor Alfredo De La Fuente, el encuentro con Juan Núñez, y la vez que compartí la visita de Osvaldo Bayer. La agrupación Baires Popular, un puñado de amigos, lo invitó a almorzar en la trastienda del Margot. ¡Salud a sus memorias! Mientras pensaba en estos regresos, una mujer que dijo tener 85 años, que se despedía de una mesa vecina, me aclaró que era mayor, no vieja, viuda hacía 9 años; cerró su corta charla de esta manera: Ya no lloro. Dijo sentirse bien con su soledad. Saludé la felicidad de la memoria desde mi mesa.
En las paredes del Margot hay viejos carteles de publicidad: Pineral, Medias París, Hesperidina, Bagley, Cigarrillos Hollywood y Arizona, Cinzano, Quilmes, Fernet-Branca. Y cerca del cielo margotiano están los grandes carteles fileteados por Guillermo Pérez Bravo, el Gallego, a quien conocí fileteando un cartel en la trastienda, y que luego fue compañero de escritura, por años, en el Cao. Leo en la altura del filete: Café Margot declarado “Café Notable” de la ciudad de Bs. As. 1904-2003. Un filete al lado de una escultura: Rincón de Don Francisco Reyes En homenaje al gran artista de Boedo, cuyo nombre honra esta esquina Porteña. Café Margot. Hace unos años que el Gallego es otro buen fantasma, que anduvo por el Margot, pero que guardo en la memoria siendo capitán de la nao de tres mástiles llamada Cao.
En una mesa del Margot el Tata Cedrón me leyó/cantó Palabras sin importancia de Homero Manzi. Una hoja en su mano y toda la emoción ante el tesoro que le había legado su amigo Acho, hijo de Manzi, para que él le pusiera música.
La trastienda del Margot tiene sus historias. Los almuerzos de los sábados, la juntada de Baires Popular. Las tardes de los lunes, luego de que Rubén Derlis inaugurara los encuentros bautizados como Alpedismo Boedense, que consistían en convocar un puñado de conjurados para hablar al pedo sobre los temas que atardecieran, porque todo sucedía en el tránsito de la tarde a la noche. Se iba al Margot sin hoja de ruta, sin receta, en libertad, a ver, a estar presente cuando el otro aparecía, cuando el otro hablaba. Todo se funda en el otro, en reconocernos en el otro, en ser felices junto al otro.
En la trastienda trabajé mucho sobre mi escritura, elegía la mesa que da a la ventana, con vista a los adoquines de San Ignacio; me refugiaba en la bodega de la nave para mejor entrarle, en soledad, a la tinta roja de trazo fino. En esa trastienda transcurre el final de una novela escrita allí mismo hace unos años: Miedo de almanaque. En la trastienda tuve en brazos a Julia, mi hija, cuando tenía menos de un año.
Fui testigo, en las mesas del Margot, de muchos momentos inolvidables: el Gordo González exultante porque había descubierto que la panadería que, en difuso ayer, había acuñado la forma y nombre de la milonguita había estado ubicada en el barrio de Boedo donde, parecía asegurar la pasión de González, había ocurrido la mayor parte del big bang boedense que crearía la porteñidad. Escuché al Profe Ricardo explicar, como sabihondo que era, las razones por las que no comía pollo. Aseguraba que pollo comían los suicidas; fundaba su máxima en que al plumífero le prenden la luz y lo único que hace es comer, no vive, no hace el amor, no piensa, solo engorda a través del alimento balanceado. Si viera hoy el Profe que dicho alimento tiene formas diversas como el zócalo de tv o los slogans vacíos de contenido invitando a la insípida repetición.
En las mesas del Margot también pronuncié palabras de amor, eternas como eterno es el amor mientras dura, como eternos somos dentro de nuestra humana y limitada eternidad. Eternos en la imperfección y en el sueño. Eternos hacedores de los días, y en ellos tantos dioses y diablos, tanta buena voluntad, y tantas las veces en que no se estuvo a la altura.
Pensé, sentado a La mesa de soñar en el centro de la galaxia Margot, que somos un puñado de historias habitando distintas memorias. En el paisaje de un café siempre está el otro -los otros- siendo testigo feliz de ver de qué manera nacen los recuerdos.

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