Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.















UPCN Feria del libro 2018

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Presentación de "La marca de Gualeguay 1".

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

jueves, 11 de marzo de 2021

Verdín en Buenos Aires


 

Descubrí en el silencio el origen de la esquina verdín. Una foto de Buenos Aires. Fue durante una caminata por el barrio de Boedo. A primera hora de la tarde de uno de esos días en que caminar unas cuadras, buscando sol y vida, quebraba la monotonía del invierno en solitario aislamiento. Caminaba por San Juan. Entre Mármol y Treinta y Tres Orientales bocetó su huella una verdulería. Vi una pila de cajones de madera vacíos. La torre se apoyada sobre una tapa metálica cercana a un árbol. Por entre sus límites desbordaba agua. A borbotones la bruja de la ansiedad desperdiciaba cada tranco de fortuna vital. El hombre, cuenta la leyenda, vive esculpido en el susodicho líquido elemento. La suelta de agua originaba una cascada en el cordón de la vereda, y se mandaba la bullente hacia la esquina con Treinta y Tres. Seguía la mano de circulación aprovechando la inclinación de la avenida. Corría en libertad. Humana libertad en la ciudad bajo pandemia. Corre y vuela el virus en un presente continuo.

La ciudad, mejor, su tiempo de eterna damisela, y el nuestro, variopinta muestra de sabihondos hacedores del grande hormiguero, se quebró. En marzo del 2020 se abrió el paréntesis que la histórica escritura aún no cierra. El mundo de lo humano rodaba como pedacitos de tierra roja hacia el abismo; tan solo piedritas, tan chiquititos somos. Entonces el mundo estaba siendo cacheteado por un malevo de porte, y yo pensaba, dentro del adn de la estupidez, en la molestia que sería tener que usar el tapaboca de manera obligatoria. Desde el inicio -una de las pocas veces en que me tuve fe en esta vida trabada- sentí que por el momento no figuraba en la lista del virus. Tomaba mis recaudos, andaba a cierta consciencia, pero nunca sentí esa mezcla de terror y asco que descubría en la alta mirada de la carátula de muchos ciudadanos. Todos podíamos ser sospechados de infectos, o de malvados que al grito de “redistribución ya” sueñan con expropiar a los ciudadanos sanos; todos podemos, acentuados los marcadores del odio en sociedad, ser portadores del virus. Toco, toco el aire, ni eso cuando estalló la pandemia y su aislamiento, y cayó sobre las pandemias anteriores (no olvidar el neoliberalismo). Estalló la incertidumbre como si fuera virus de mil caras y sintonías, y entonces el interrogante cotidiano sobre el mañana en un mundo, cada vez, tan de cristal, nunca tan finito, se hizo urgencia y miedos, tembladeral de pensamientos, preguntas abismales.

En estos meses de aislamiento -y cuando algunos bien intencionados soñaban con que, en el mientras tanto de la peste, seríamos más solidarios y justos, y que clarita se mostraría la verdad vital del mundo todo: una sociedad nueva a partir de la consideración del otro como hermano-, se repetían en la ciudad las imágenes que probaban que la posibilidad de resbalar al abismo sigue bien afirmada, siempre a la mano de la historia.

El diario laborar de los cartoneros. El quehacer casi invisibilizado por la bulla y velocidad de los últimos tiempos, quedó explícitamente a la vista en el paisaje de pandemia. El silencio y la quietud en el espinel hicieron visibles a las esforzadas obreras. Cartoneros de trabajo hormiga andaban el barrio trabajando los sobrantes de la civilización; siempre asomados al abismo contenedor de cada día. En las calles del grande hormiguero de injusticia cotidiana, el que no tuvo oportunidad esta vez se reflejaba en el espejo. En la ciudad los carros cartoneros de diversos calados hacían la calle en el silencio de la pandemia, así hasta que las puertas comenzaron a reabrirse, el Mercado no largaba la ecuación ni las pantallas, y entonces retornó la bulla de parir invisibles.

Hoy todo sucede dentro de las fauces de las pandemias. En el silencio se resbala a la vista de quien quiera y pueda ver. Ciudadanos de segunda o tercera categoría sobreviviendo en la calle. Dentro de los desgarrones provocados por la ciudad rica, aún más aislados dentro de los aislamientos de siempre, resisten en las veredas: una esquina, un negocio que ya no levanta la persiana, los tramos de techo alto. Hombres desamparados en cada día. A la vista. Nada piensa o dice el pensador de Rodin. ¿A quién? Gana el silencio. Olvido de bajo autopista. Colchón enrollado. Noche de antes de ayer, de ayer y de mañana. Una mierda de paloma pica la baldosa desde el techo de cemento grueso. Día que certero sigue hasta la nueva mañana. Ajustada la simple repetición del tiempo. Murmullo eterno en la altura veloz, entre hombre y cielo. No dice, no piensa el pensador de Rodin sentado sobre una lata. En voz baja pide reza la aparición de un recuerdo. Olvido de bajo autopista. Desde el techo del mundo cae, además, la mierda de las palomas. Y en el aire un verde de verdín rodea al hombre solo.

En una esquina se puede morir de simple muerte urbana. Una mujer mayor, barbijo bajo en el cuello, abandonados su bolso, el bastón; la boca abierta, toda quieta dentro del taxi varado en una esquina de Boedo. Resbalón y muerte en una esquina, como si un verdín que no se ve tuviera su fantasma verde sobre el cemento. Hasta el vuelo de la ambulancia acompañé a la mujer que sufrió muerte tan urbana, anónima.

Y en esa misma esquina fui testigo, en otra travesía de mercadito chino, del mientras tanto maravilloso de la vida: el tiempo de juego entre un hombre y el perro de una vecina. El hombre utilizaba un árbol para esconderse de la mirada del perro. En cada reaparición, cada piedra libre, el perro era toda la felicidad. Un recuerdo simple, una belleza. Un juego de esperanza. Una manera de esquivar el verdín de Buenos Aires. De adelantar el tranco. Jugar a la escondida detrás del árbol de la vida. Un juego con intermitencias.

Conocí el verdín en Martín Coronado. Zanjas de la infancia. Sobre el verdín de fondo –nacido en el barro o el cemento- el agua sucia, y sobre el agua barquitos de papel en la lluvia. Y el desafío de hacer patinar la rueda trasera de la bicicleta en el verdín de verde memoria. Y no volví a ver verdín alguno en mi vida hasta que un día sobreviví al desliz del paso (uno más) en San Juan y Treinta y Tres, a metros del negocio del amigo Darío. Descubrí así la aureola del verdín, su mancha voraz de elemento fundante de un posible relato simbólico del destino. Supe el origen del verdín, recordé el agua de escribir que bulle desde la vereda de la verdulería.

El verdín es la prueba de vida de los escribas que aseguran el carácter azaroso de los días. Existiendo desde la primera esquina de los tiempos, avisa que siempre se está a tiro de la patinada con destino de olvido, fracaso, o de aviso para la corrección, el retroceso, o la puntería fina y necesaria para adelantar el tranco. Sentir, entender, necesitar, la presencia del verdín para no olvidar que el desliz puede asomar como febo en este mundo tan pleno de malabarismos pifiados en la niebla, y seguridades de cartón pintado. Extensivo el verdín avisaba a la humanidad que la cruza salvaje de intereses podía parir un virus y levantar las paredes de terror de una pandemia. Pero en este mundo de cada vez sin memoria poco se escucha y se ve, y menos aun cuando es un algo misterio que avisa desde la modesta y verde humedad de una esquina en el tiempo.

Para escribir una nota, un circuito de relato, será necesario montar palabras que digan imagen y pensamiento alrededor de un tema. Pensar el verdín, y coser las hilachas. Un rudimento de idea y vivencia. Fotos de la memoria mientras aún sucede la ciudad en pandemia. Y hubo la aparición certera de una magia. Casi terminaba la nota cuando comenté al amigo Darío, vero habitante del lugar, mi escritura sobre el verdín en la esquina. Hizo memoria: la presencia del agua y el verdín tiene casi 20 años. La lista de deslizados, con suerte o sin ella, es larga. ¿El gobierno de la Ciudad militando la toma de consciencia sobre la fragilidad de esta vida? Sobre el cemento, en pintura roja, se lee en cada calle que da forma a la encrucijada: ¡Cuidado con el verdín!

Y hubo más, cuando se secaba esta nota en la pantalla, el agua, hace unos días, detuvo su marcha. Hoy el verdín se evapora, y se hace fantasma eterno en el cuerpo del aire.

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