Había una
vez un hombre mayor que se vio obligado a subir -por demasía de dolores en torno
a la huesería y el aparataje pulposo
que a ella viene asociado- a un 134. Bondi por Avenida Juan de Garay. Viaje con
destino de hospital Álvarez. De Boedo a Flores. El hombre lleva la tarjeta sube en la mano. Nada más. Pero va
cargado -los presiente, los adivina, los escribe y describe- con una comunidad
de conejos. A esta altura los síntomas mutaron a presencias más o menos
juguetonas. Sea en la mancha o en la escondida. ¿Síntoma está?, vos así y vos
asá. Piedra libre. Está. Hoy están -como el lobo o el topo- y quizá mañana parezca
que no –pero sólo parece-, y entonces vuelta al escenario. A través del hueco,
del túnel, del agujero de gusano en la manzana roja de cada día, el síntoma
regresa. El síntoma salta. Es cuando deviene conejo. Así le ocurre a este
hombre mayor que sube, desde la plena urbanía de su Buenos Aires, al colectivo.
No va solo. Acompañado va por los conejos que bien supo conseguir durante la
vida. El hombre escribe, desde que tiene memoria, su novela propia. Y para ello
se da cuenta de que necesita saber los nombres de los conejos aparecidos. Viaja
en la mañana hacia el hospital Álvarez del barrio de Flores. No va solo. Porta
una comunidad de conejos en su sangre.
Todos los
viajeros todos en el 134. Cierto nerviosismo en el hombre mayor. Cuando alguno
de los conejos se pasa de alborotado, empieza en su misterio interior a
aparecer un algo nube, una tibia neblina de Riachuelo –todos llevamos uno-, que
lo hace lento de pensamientos, lento de movimientos –salvo su brazo y pierna
derecha que no paran de temblar-, y lenta se hace su manera de discernir entre
la realidad y un temor que -lo dicho- nubla. Una neblina cruda como mortaja
deshilachada. En un momento implora al Dios que no tiene, que pronto pasen los
trenes y se levanten las barreras que mantiene atrapado el bondi donde tanto
viajero trata de hacer la sufrida vida en los tiempos crueles del topo. Caras
de cansancio. Nadie ríe. La mayoría poseídos por las lucecitas de los
dispositivos móviles. Cableado el aparato al cerebro. Nadie habla. Nadie mira.
Una comunidad de ausentes. El hombre mayor baja del bondi sobre la vereda del
hospital. Al fin respira. Llegó como llegará en tantas otras veces. Un universo
complejo crecerá a lo largo de sus días de hospital.
Aprenderá a
reconocer ciertas referencias en el paisaje general. Ciertos momentos en la mecánica
de los días dejarán recuerdos imborrables en su memoria. Sabrá de la fila
silenciosa de viajeros con salud afectada sobre la vereda del frente del
hospital. Inmersa todavía en la oscuridad de la noche. Cinco de la mañana.
Final del invierno. En silencio. Una cuadra y media. Tan oscura la calle. Hay
viejos. Hay jóvenes. Madres con su bebé en brazos. Así la imagen de la espera
hasta las siete. Hora de apertura del hospital. Los habitantes de la fila
aguardan para sacar turnos médicos. El momento de la apertura adquiere giro de
ruleta. Asoma una mujer de seguridad e informa a los necesitados qué turnos no
hay que pedir. Porque ya no. Sin
explicaciones. Ya no. La mujer sentencia:
Vengan mañana. La fila avanza lenta.
Pasa al lado de las escaleras de la entrada, por el pasillo de la derecha. A la
izquierda de la escalera ya está dispuesta la sombrilla azul y blanca bajo la
que inicia la jornada el vendedor de churros. El hombre mayor considera, como
injusticia o falla grave, la incertidumbre alrededor de aquellos turnos que
quedan fuera del juego del día. Cómo es que no hay una manera de informarse
cuándo sí es lógico venir a pararse en la puerta del hospital a las cinco de la
mañana. Masticaba la bronca al mismo tiempo que empezaba a ser atendido por
todo el personal del Álvarez.
Fue con sus
conejos a clínica médica. De a uno los fue narrando a la doctora. Una muchacha
joven y atenta. Una trabajadora a consciencia. Ella le tomó la presión. El
hombre mayor se sentía rodeado por la neblina. Los números indicaron el techo
donde rebotaría la tapa de cilindros de no ser controlada la presión. La
doctora le dio una pastilla. Urgente. Taza con agua y a bodega. La atención
recibida estuvo cerca de durar una hora. Dijo sus conejos mientras un extenso
interrogatorio iba bosquejando historia y actualidad. Por qué no vino antes, fue la pregunta. No tenía intenciones de durar tanto, quise ahorrarme las molestias.
Las órdenes para estudios se fueron sumando: tomografía, laboratorio completo,
neurólogo, y otras. La doctora le dio pastillas para la presión. Muestras
gratis. Una por día. Dijo ella que la viera en dos semanas. Que viniera sin
turno a buscar más medicamento. Se dieron la mano. El hombre mayor salió del
consultorio con el ramo de órdenes. Órdenes que lo llevaron a conocer la
sustancia de la fila tempranera de la vereda del hospital, y a conocer el
paisaje interno del Álvarez. Amplio. Con una gran nave central. Y en un afuera
de calles la existencia de varios pabellones de planta baja y primer piso.
Algunos jardines y plazas mínimas. Escaleras y rampas. Una ciudad. Viajeros en
tránsito por todas partes.
El hombre
mayor nunca había viajado en el interior de un tomógrafo. Giros existe un cielo y un estado de coma cantaría el poeta. Previo
al viaje le colocaron una válvula plástica en una vena del brazo izquierdo. Por
ella entraría la pintura de contraste que delata la presencia de conejos.
Después la neuróloga mandaría también una resonancia de cerebro. Metió gritos
de metal en su cabeza. El hombre mayor llevaba una máscara plástica que por
suerte no era la de la muerte roja, y auriculares colocados por donde escuchó
Clapton y Sting, entre otros, mientras arreciaban las ralladuras del metal.
Volvió a
ver a la doctora clínica. Otra vez lo atendió como si se tratara de un ser
humano. Le tomó la presión. La medicación funcionaba. Una pastilla todos los
días. En neurología, la primera vez, entre jóvenes residentes, ordenaba un
muchacho. Muy atento. Un análisis que duró poco más de media hora. Movimientos
varios. Ejercicios para ver qué tipo de conejo se manifestaba. Ordenó
medicamento. Una doctora se encargó de darle la cantidad necesaria para iniciar
el tratamiento. Muestras gratis. Una gran ayuda. El hombre mayor no tiene
ninguna cobertura médica. No tiene dinero para comprar remedios. Apenas una
changa en el mientras tanto de la cadena de la motosierra del topo. El hombre
mayor trata de pensar en todas las personas que trabajan en el hospital, y con
las que, por distintas razones -los hay administrativos, enfermeros, personal
de limpieza, de seguridad, médicos, técnicos, etc.-, tuvo que interactuar durante
sus largas travesías para ser atendido. De todo el personal recibió buena
atención y respeto. Desde la mujer que inicia el trámite para la tomografía y
la resonancia. Desde el hombre que da turnos en el laboratorio. Desde la mujer
que hace la extracción de la sangre y, de paso, también de la piedra de la
locura en estos tiempos salvajes. El hombre mayor está agradecido al personal
del hospital Álvarez.
Se sienta
en un banco de madera. Bajo un árbol. Una placita en el hospital. Entre
pabellones. Un muchacho toma mate sentado en una escalera de mármol. Está
triste. Una monja le está hablando. Una madre cambia el pañal de su bebé sobre
otro banco. El hombre mayor piensa en tantas imágenes nacidas en su travesía de
hospital. Sabiendo que él mismo es una imagen. Recuerda cómo andaba entre
turnos mientras aún vivía en medio de la neblina. Antes de que el medicamento
del neurólogo empezara a hacer efecto. A lo largo de la vida aprendió a ver al
otro. A comprender la existencia. Es el hospital una buena muestra de por dónde
anda la sociedad. La pobreza está a la vista. Tanta mirada triste. Apagada. Hay
quien lleva una vida de injusticias, y sigue esperando, sin chistar, a que le
toque. Afuera y dentro del hospital. Sobrevivientes. Hay los que andan cargados
con aires de no me importa nada, y entonces tratan de ventajear un lugar en la
fila al que no chista, su hermano en la sufrida espera. La ropa y las maneras
ponen en evidencia de dónde se viene. En los tiempos crueles del topo, muchos
que tenían cobertura médica privada habitan el hospital público. En el Álvarez
las esperas son largas. Un remolino de pueblo es la espera en el laboratorio.
En las filas queda a la vista esa procedencia, un recién llegado que no está
acostumbrado a esperar, que todavía sueña con el trato especial. Los vende la
pilcha aún nueva, la postura corporal. Aún duele la caída y la bronca. Entonces
la búsqueda ansiosa de la ventaja, el intersticio por donde descontar los
derechos del otro. Individualidad y desespero.
Piensa sentado en el banco de madera. Bajo un árbol. El hombre mayor piensa. Agradecido por el trato recibido, más allá de las imperfecciones. Pasan los turnos y ya sabe algo más sobre el nombre de los conejos que habitan su cuerpería. Sucedidos, imágenes, anota el hombre mayor en la novela propia.
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