Veredas, esquinas, autos, personas, gente,
ruidos, cemento, locura de esta gran ciudad, locura de velocidades, porque la
gente corre mucho para nada. Sabés, Julia, en esta vida hay muy pocas razones
por las cuales correr. Se puede vivir errado en esta ciudad grandota que casi
siempre anda de coqueteo con la desmesura, pero que aún así, tan llena de
nombres, sigue guardando el barrio y la buena gente, las mesas de café como las
que habitás vos en el Cao o en el Margot, y están las plazas y los paseos por
las veredas, esas que tienen distinto dibujo y que entonces te tocan distintas
músicas a través de las ruedas del cochecito. Cada vez que te llevo en nave
pienso en las diferentes vibraciones que recibís durante el viaje. Cuando el
cochecito lo lleva mamá Evangelina, me gusta ir al lado tuyo y acercar la mano
para que me agarres un dedo. Así viajamos de la mano. Yo veía a hombres de mi
edad ir de la mano con hijos de tres o cuatro años. Pensaba que eso debería ser
muy lindo. Hoy sé que es maravilloso. Todavía no caminás, pero ya voy por
Buenos Aires de tu mano. Y te digo más, ¿sabés qué me encanta hacer?, llevarte
en brazos en casa, en el barrio, en la ciudad, en esta Buenos Aires que tanto
me gusta y tanto detesto. Siento mi abrazo profundo, voy atento a tus
movimientos, disfruto tu abrazo, tu manito sobre un hombro. Me siento distinto,
no mejor, nunca me gustó creerme mejor que nadie, sino distinto, siento que camino
por una felicidad nueva, una felicidad que no se parece a ninguna otra. Nunca
quieras ser la mejor, apuntale, hija, a la felicidad con tu gente y con todo lo
que te guste hacer. La felicidad no se gana, no se compra, no la regalan,
simplemente se encuentra o no. Una de mis felicidades, tan linda, tan simple, y
tan encontrada, sucede mientras te llevo en brazos y espío tu mirada sobre la
aldea.
jueves, 6 de diciembre de 2012
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario