Cuando el cielo se oscurece no puedo dejar de pensar
en los cuadros que pinta mi viejo. Cielos de puras sombras son los que abren la
tranquera para que entre la noche. Mi viejo juega al alquimista sobre una vieja
paleta de madera. En ella amansa la esencia de la luz para ir acomodando su
manera de sentir la noche. Una vez lograda la oscuridad primigenia, inicia el
pincel su simple laborar. Lleva noche, y recorta para el regreso un momento del
día. Lo acerca a la paleta donde enseguida, en la espesura de sus gamas bajas,
se silencian los reclamos de la luz. Óleo color tierra, color nubes de
tormenta. Recuerdo un cuadro: El cielo bajó a los campos. La tierra y el cielo,
nuestros límites, formando una galería, un túnel, un destino. La vida, la
mayoría de las veces, transcurre bajo un cielo de tormenta como los que pinta
mi viejo. Los veo desde pibe. Me sigue resultando extraño levantar la vista y
ver el azul cielo que anida sobre mi casa en la provincia. Los cielos de mi
viejo son oscuros porque en ellos se mezcla una pizca de su personalísima
poética del desencanto: una sincera enumeración de destinos desafortunados que
vieron la luz por propia mano, por manos extrañas, y por las manos que siempre
están antes de las nuestras. Todos debemos terminar el cuadro que empezó a
pintar otro. Quizá por saber que esas historias ‘vieron la luz’ mala, mi viejo
trata de controlar la claridad: tenerla a tiro, con poca soga. Siempre anduvo
atento por la vida, sabe que se siente mejor en la noche, bajo los cielos de
tormenta. Él mira desde su proa. Como Turner, uno de sus pintores admirados.
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