La colisión sucedió. Una colisión
sucedió. La colisión sucedió en la mañana. Una colisión sucedió en la mañana.
Sucedió ella en la mañana. La colisión, dice la periodista desde la radio,
sucedió en la cercanía de tal estación de ferrocarril. Se dan hipótesis sobre
la demora en el restablecimiento del servicio. No hay otra información.
Una colisión es el choque de dos
cuerpos.
Una colisión como al descuido sucedió,
cuando yo era muchachito, en la barrera de la estación Martín Coronado del
ferrocarril Urquiza. El conductor apurado. Las barreras bajas. El auto adelanta
la trompa. Llega el tren. Un poquito para adelante y algo metal del auto se
engancha en otro algo metal del tren. El tren es arrastre. Estrella el auto
contra la punta de la estación. El auto es pura llama. Nadie alcanza a salir.
Los viajeros que, sobre la estación, esperaban la llegada del tren que los
debía llevar a Federico Lacroze, son testigos de las consecuencias de la
colisión.
Aún me veo caminando hacia la estación
de Villa Bosch. Antes de la estación vecina había un paso a nivel sin barreras.
El primer vagón del tren estaba en llamas. Había sido fuerte la colisión con el
Fiat 600 que ardía a un costado de las vías. A medida que me acercaba al lugar
podía ver más detalles. Un cuerpo tirado en la vía. Tapado con una lona. Aún
veo el pie que la lona dejaba al descubierto. Media marrón y sin calzado. Una
colisión. Otra más. Había colisiones y para los pibes del barrio ir a ver era
un juego. Chocó el tren. Y entonces uno preguntaba contra qué chocó el
susodicho tren. Había que saber y ver. El título era que había chocado el tren.
Distinto era cuando se trataba de un suicidado. El título era que se había
tirado uno.
Salir de casa como todos los días. Pero
no. Cómo será dar el primer paso. Es un día distinto. Será paso o saltito corto
para cambiar la senda. Quién puede adivinarlo. Un salto hasta el cielo desde
una rayuela dibujada en la vereda, como cuando era pibe. Por última vez fue el
desayuno con lo poco que había en la casa. Una taza con mate cocido. Acomodarse
el abrigo, que el frío sea a su debido tiempo. Caminar por el pasto y los yuyos
del costado. Las vías sobre el terraplén, en su altura. Ni muy cerca. Ni muy
lejos de la estación. Subir hasta los durmientes y los rieles, desde el
caminito que corre a la par de las vías que llegan hasta Federico Lacroze,
desde la esquina siempre libre de curiosos en el otro lado de las vías que
llevan hasta la zona de Campo de Mayo, desde el triangulito que los decididos
elegían como escondite previo al paso del tren llevador. Eran. Fueron más
hombres que mujeres. Vecinos de los alrededores de la estación. Mejor que sea
cerca de casa. Una vida no se descuenta de un día para el otro. Primero hay que saber sufrir, después amar,
después partir, y al fin andar sin pensamiento. Barrio de trabajadores, de
obreros, de amas de casa, y mucho piberío. Cada tanto había alguno que andaba
con mejor moneda. Ese universo todo giraba alrededor de las vías del tren que
llegaban hasta el centro comercial de la localidad de la Provincia de Buenos
Aires. Así era para andar sobre la tierra. Así era cuando se hacía la urgencia,
cuando pintaba el no va más y el ñato enfilaba con rumbo de cielo.
Del otro lado de las vías el terraplén
era más empinado que del lado del caminito. Había que tener la fuerza necesaria
en el momento de la decisión. Era cuestión de dar los trancos por los peldaños
de una escalera corta esculpida en la tierra misma. El suicida venía por el
asfalto, y en un instante ya estaba arriba. La maquinaria de la mañana estaba
en marcha. En cambio sucedía algo distinto en el triángulo de los suicidas. Era
un espacio físico ubicado en el cruce exacto de las tierras del ferrocarril y
el asfalto. Había plantas. Hoy lo imagino como si hubiera sido una plaza. Una plazita
para uno, para que pasen de a uno. Imagino un banco de madera. El triángulo
como lugar de reflexión. De despedida. Desde la vía, desde donde podría
descubrir el movimiento extraño, el conductor del tren no la tenía fácil.
Había, en la cercanía de las vías, un modesto cañaveral. Una vez abandonado el
banco, el triángulo conectaba con el terraplén. Solo faltaba la fuerza
necesaria. Los trancos. Las zancadas. La frenada del tren. El nacimiento de una
nueva ausencia.
Me llamó la atención el suicidio de una
mujer del barrio. Una linda mujer que a veces visitaba a una amiga, que vivía
al lado de mi casa de infancia. Vivía con su madre. En una esquina. El frente
de la casa no se veía tras las altas ligustrinas. Recuerdo que me dio pena
cuando me enteré. Igual ahora en esta escritura.
Y pena me da el recuerdo de un nenito de
unos diez años. Su casa sobre la calle asfaltada que está frente a las vías
–sigue estando, cada vez que viajo a Martín Coronado, miro y recuerdo- quedó
abierta una mañana. Libre la puerta de calle. Un descuido. El nenito era un
tanto especial. No se dio cuenta. No supo. No volvió después del paso del tren.
Cada vez que regreso a esos tiempos me
veo cruzando las vías. Acostumbrado. Sin miedo alguno. Había que prestar
atención, pero un tanto de taquito. Pisar las piedras trituradas del
granitullo. Pasar por encima del primero de los rieles, luego pisar los
durmientes. Desde allí elevar la pierna hasta la madera que cubría el temible
tercer riel. Era el riel electrificado. De pie en la madera dar un salto hasta
la otra madera, la que cubría el tercer riel de la vía. Luego saltar hasta el
durmiente y salir.
Hace años que soy un hombre de radio.
Escucho durante el día. Es de otro mundo en la noche. Nada de redes sociales.
Tampoco televisión. Además nada que pueda causarme un gasto. Estoy informado.
También quebrado. En la radio y escuchando con atención se descubren las
palabras de moda. Sucedió entonces que hubo una primera vez que escuché la
palabra. Pero esta no era una moda. Tenía. Tiene otra intención. En la estación
tal del ferrocarril tal se produjo una colisión. Y acto seguido la información
adicional sobre el servicio. Y otra vez escuché la palabra colisión. Y otra. No
se daba detalle sobre ninguna persona. No había auto, moto, camión ni camioneta
asociada. Había una víctima. La víctima en la misma soledad que hasta la vía
del tren la había traído. ¿Chocó con el tren? No. Se produjo una colisión.
No sé desde cuándo se usa colisión para
no decir suicidio. Como si el sonido que produce la palabra limpiara de
impurezas la escena. Como si fuera menos dolorosa. Ferrocarril tal no funciona
por colisión. Un fenómeno nuevo. ¿Una colisión no mancha con sangre como sucede
con el suicidado? Una colisión es sin familia, sin casa vacía, sin desesperación.
Aquellos que escuchan la radio no piensan que detrás de la colisión hay un
hombre, una mujer, que simplemente no aguantó más.
Una vez descubierto que colisión era una
salida elegante para una tragedia, acentué mi atención en los micros o columnas
donde se informaba lo ocurrido en las calles y rutas, y en las frecuencias de
trenes y demás servicios. Casi siempre hay una colisión.
Es cuando pienso en estos tiempos
violentos donde la libertad que avanza mata, estos tiempos en que el payaso
emisario del anarco capital practica barbaridades que lastiman con solo
pronunciarlas.
Las desesperaciones se juegan sobre el
paño verde de esta vida. La mayoría del pueblo tiene problemas. No hace falta
más que salir a la calle en el frío. Ver a los que duermen en los cajeros
automáticos sobre un pedazo de cartón. Pienso en cuántos habitantes del pueblo
no tienen la posibilidad de la comida y el techo. Dónde hay un mango, viejo Gómez, los han limpiao con piedra pómez.
Escucho la radio y dan el informe de los
servicios. Ferrocarril tal mantiene un diagrama de emergencia por colisión en
la estación del destino cruel. El número de los que colisionan, los que se
descuentan, los suicidados en estos tiempos dolorosos va en aumento. Nadie lo
dice. Es cuestión de prestar atención.
El tren pasa. El tren lleva. Cerca de
una estación cualquiera. Avisa la radio, con la palabra limpia, que acaba de
producirse una nueva colisión.
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