Hubo un tiempo, en este oficio de jugar
a las palabras, que trabajé escribiendo fotos. Aparecidas las imágenes, debía
elegir una. Algo debía suceder entre la elegida y el escritor. Un detalle. Un
misterio. Un imposible poético que alumbrara la palabra. Que alumbrara la
memoria. Una flecha atravesando el tiempo. Los paisajes. Las historias. Textos
aparecidos en el ayer. Formas de vida libres. Hoy fantasmales. Retornadas ellas.
Siempre guarda misterio la acción de
volver. Porque cada escritura recobrada llega con sus fantasmas. Los hay
buenos. Y los hay tristes. El escritor no deja de sorprenderse ante el hombre
que era hace unos diez años. Había historias que contar, y se las contaba con
emoción. Diez años puede ser mucho más que diez años. Hoy lo sabe el hombre
viejo que se deja llevar en el aire, en el viento que recorre la página.
Arder
Es la fragilidad de la vida la que siempre me
empujó a más, la que me llevó a que nunca bajara los brazos por más que desde
el norte vinieran degollando ceibos. Porque es la vida, hermano, como el grito
de esta vela: palabra de luz y de calor, un punto vivo que siempre está
dibujando un nuevo contorno. Es también la palabra de fuego. Hay un desgarrón a
cada estocada del viento: no sabe de un día de ausencia. La llama tiembla,
duda, se estremece, sueña, parece que se muere, que ya no quiere ni un minuto
más sobre la frontera. Cuidado, el abismo que acompaña a la existencia está
siempre a la mano, es una sombra atenta a los paisajes. La fragilidad, la
finitud acecha. Sin embargo, muchas veces, la cintura de la llama se las arregla
y sigue el baile durante tres minutos más, y hace esquina, y vuelve a presentar
batalla en el barrio que la vio nacer. La vida es una vela encendida que pasa
de una mano a otra: el tiempo de viaje, el tránsito entre las señales de
nuestros días y el aroma de nuestras almas. Si mañana no voy a estar, así me
dije siempre, debo trabajar la llama de este empeño. Entonces pude arder hasta
el grito y la despedida. Y corrí el riesgo de mirar más allá, porque estaba
vivo, porque tenía una idea: rendir homenaje a cada centímetro de la cuerda, la
que nos acomoda el aliento necesario para levantarnos cada mañana. Lo hice cada
vez: desperté y abrí los ojos, como lo hace cualquiera que siente el empuje. Me
levanté rápido, lavé mi cara y me encontré en el espejo. Pensé: está bien,
estuvo bien. Esta vela se puede apagar cuando nazca el silbo del último viento.
Autopsia
Estos jinetes abandonan la monta. Juran
compromiso, cercanías éticas, pero después dejan el caballo o la yegua al
costado del cemento. Alunizados y alucinados en su esencia, cuatro jinetes
apocalípticos buscan el centro del universo para afirmar su filosofía de pestes
y palos. Tan lejos en la memoria, en aquella odisea que soñaba el 2001, el mono
exhibe el hueso, su sexo. Los jinetes detectan un invasor. Lo sospechan. No
hace falta comprobar si lleva su dedo meñique duro. La sangre completa su
músculo y se cierran los cascos. Ninguna gorra es buena, amiga el pensamiento
con su ausencia. No hay plato volador a la vista, tampoco nave cigarro, pero sí
están los invasores por todos lados. Y está ese invasor con cara de susto y
remera a listones horizontales azules y blancos. Viene de otro cielo, adivinan
urgentes los jinetes. Entonces lo rodean, como si cada uno de ellos fuera uno
de los apoyos de la nave que cuentan en
Banderas
Distintas maneras de llevar la misma
bandera. Distintos los vientos que mueven los pliegues de todas las banderas y
todas las patrias: la apariencia es una. El grito mueve el viento, luego el
pliegue y la patria. En mi memoria guardo una primera bandera: la de los
trabajadores que en marzo del 82 fueron a gritar contra el dictador Galtieri.
Llegaron hasta Plaza de Mayo con banderas de la patria. Los recibieron a puro
palo, escudos y gases lacrimógenos. Vi desbandarse la bandera por Callao y
Corrientes. Días después vi a mucha gente volver a la plaza. Banderas al viento
por las calles de Buenos Aires. Los gritos eran vivas para el General que ayer
nomás fueron a insultar. Algo había cambiado, el General había metido mano a la
bandera y con ella a la patria. La gesta de Malvinas. Gesta de gestación
malsana, porque a los pocos meses, la patria parió muertos pibes, muchachos con
diez sesiones de polígono fueron a la guerra. Pude ser uno de ellos. La
bandera, la patria y el viento que soplaba desde la Rosada ganaba tiempo, vida
para sustentar el engendro político/económico de la dictadura. Luego de la
derrota frente al imperio, los que gritaban para elevar la bandera y la patria
de la gesta, maquillaron la cara de los pibes muertos y les dieron apariencia
de héroes. Aquella bandera y su patria, la de los que pateaban la puerta de los
ciudadanos, asesinaba jóvenes: los mandaba a la muerte, como en el sur de la
gesta. Hubo luego banderas otras de violencias sutiles. Hoy contemplo la
bandera y la patria desde la memoria. La adivino otra, la descubro en la
esperanza de mi hermano.
Barriletes
Alquiló dos mesas, una silla para descansar y una canasta para bien cuidar los rollos de hilo. Mañana es 1° de noviembre. Ella vende barriletes. En otras tierras los llaman pandorgas o papalotes. Vende muy barato para que todos puedan tener el suyo, para que todos puedan recibir a los muertos que aún viven en el inframundo. En el alba del 1° su dios abre la puerta durante un día para que las almas visiten sus casas. La familia amanece con el sol y esparce flores de muerto en el umbral y ramos en las ventanas. Hay velas, frutas y legumbres frescas, un vaso de agua y una botella de aguardiente. Que ellos sepan: no fueron olvidados. Lo sabían sus antepasados, lo sabe la vendedora. Malos espíritus hubo en todas las épocas. La gente comenzó a colocar cintas de papel, que en contacto con el viento, producen un sonido molesto para los malignos. Ellos pueden atentar contra las cosechas, causar enfermedades, matar. Esas defensas en papel y viento derivaron en la forma mágica del barrilete: defensa y puente. Se terminan de armar en el camposanto y son izados a las cuatro de la mañana del 1°. Vuelan hasta las cuatro de la tarde. A la madrugada del día siguiente la gente vuelve al cementerio con velas, para que sus muertos encuentren el camino de regreso. Los niños rompen los barriletes que volaron, y se elevan los que quedaron en tierra. Con ellos y la ayuda de los ancianos, los espíritus jóvenes suben al cielo. Luego del vuelo, los barriletes son quemados en el cementerio, para que el humo sea la guía de algún espíritu vagabundo rezagado. Hay un barrilete que no sirve. Ella no lo sabe.


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