Fue la lluvia, fina y en remolino, sobre
las chapas del techo. Pero una lluvia que ladraba como perro que quería entrar.
Ladrido que se hacía silbido cuando arreciaba el viento que todo lo trae. Y que
todo lo lleva. El afuera me despertaba. Discurría yo en el silencio que habita
cada vez que se acerca el final de la noche. Dentro del dormitorio el frío del
invierno se acomodaba sobre el paisaje. El frío sobre la frazada (parecía la
superficie de un planeta muerto). Sobre la mesa y las sillas. Sobre las mesitas
de luz. Sobre una foto de ayer. Hay frío derramado sobre el piso. Sobre mi
soledad. La puerta balcón con cortina gruesa dejaba pasar una claridad mínima
que permitía la aparición bocetada de los elementos. Hombre incluido, yo
narrador, que llegaba desde un sueño.
Traté de aferrarme al vestido corto del
sueño. Me sentía bien. Quería saber desde dónde volvía. Entonces supe de mi
oficio. Era hacedor de películas. Una especie de director de cine. Y viajaba en
el tiempo. Era en el sueño un director que gustaba de admirar y exagerar
ciertos modos del director ruso Andrei Tarkovski. Mi especialidad era dejar
fija la cámara apuntando al lugar elegido. Con tiempo. Con viento. Y esperar
que sucediera la vida. La de hoy. Y la de ayer. Al parecer mi trabajo, hasta
que llegó la lluvia, había sido variado. Tenía esa sensación. De feliz andar en
el viento. De hoja de cuaderno laburada con la escritura en tinta roja.
Por esas extrañas cuestiones que
convocan tantas magias, había aparecido un nombre: Changato. Un nombre de ayer
durante un puñado de días en mi cotidiano. Quedó, con seguridad, remontando en
el viento. Sucedió luego que apareció mi viejo en el momento justo en que la
emoción lo ganaba, y su voz se afinaba. Entonaciones de la voz cuando nos
requieren ciertas memorias. Soy director de palabras en el viento. Era director
de cine en un sueño hasta que el silbido en la lluvia me despertó. Recuerdo
esta película. La cámara enfoca a mi viejo. En la vereda opuesta a Independencia 3765, entre Colombres y Castro
Barros. El domicilio donde mi viejo vivió en Boedo. Allá cuando fue pibe y
después muchacho. Mi viejo de pie en el lugar donde estuvo la casa de Changato,
allá lejos en los años 40. Yo escribí la toma a la que regreso en julio de
2001.
Un
matrimonio de italianos. Tres hijos. El padre trabajaba en la empresa de
mudanzas Amancio Fernández, ubicada sobre Independencia, en la esquina con
Colombres. El primero en morir fue el mayor de los hijos. Después siguió el más
chico que tenía unos diecinueve años.
Cómo dibujaba... era buenísimo... no podía
laburar... no podía hacer nada... a veces venía a jugar con el Dandy, el perro, dijo mi viejo.
Cuando
murió el segundo de los hermanos, el grupo de teatro habitante del galpón que
había en el fondo del patio de la casa chorizo de 3765, organizó una función a
beneficio de la familia. El hermano que quedaba fue el encargado de retirar la
guita recaudada.
Yo estaba, dijo mi viejo.
Yo sé que soy el próximo... ahora me toca a mí, fue lo que escuchó mi viejo.
Casi
terminaba de repetir la frase dicha por Changato, así lo llamaban, cuando la
voz de mi viejo se fue afinando fina muy fina hasta quebrarse. Se puso colorado
mientras la voz ya no era voz, era silbido.
Es que me da una pena, dijo mi viejo mientras lloraba.
Es que es tan fulero saber que te vas a morir, dijo mi viejo que seguía llorando.
La
muerte llegó a Changato dos años después de la muerte de su último hermano.
Uremia
era el nombre de la desgracia.
Changato
fue llorado en el mes de julio de 2001. Y en este presente de 2025.
Cada vez que veo la película, que la
leo, me digo que nunca le dije a mi viejo aquello que él bien sabía. Hola,
viejo, ya estábamos avisados que es fulero saber que te vas a morir. Que vamos.
Todos. Claro, que la cuestión es tener idea de cuándo soplará el viento. Cuál
el andén por donde pasará el viento. Y recortará la figurita.
La misma cuestión que acomoda el alma,
acaricia la vida –me pregunto- de los cuadros pintados por mi viejo. Son sus
manos -las que anoto- pasando los cuadros frente a la cámara. Los cuadros son
apoyados en la silla de paja y madera que supo usar la abuela. Apoyados, luego
de su momento de retorno al caballete que un día los viera nacer. Donde desde
hace unos años se apoya el cuadro que mi viejo no pudo terminar. Su último
árbol. Otra película que cuento, que escribo, que tal vez estaba componiendo
cuando me despertó la lluvia en este día frío. La vida siempre se pinta. Se
escribe. Se filma.
La cámara frente a la ochava. Avenida
Boedo y Pasaje San Ignacio. Café Margot. Escucho el silbido del viento. Hay
palabras de ayer. La puerta vaivén no se detiene. Hay personas en blanco y
negro. Así las toma la cámara. Las conozco. Son mis muertos. Me acompañan en el
barrio. No faltan. Sucede igual que en el momento en que escribo. Habitantes de
las calles, y de las páginas donde trabajo la memoria.
Acomodé la cámara para que tomara mi
imagen en el espejo del baño. Está grabando. Escribo. Soy casi un fantasma. Tal
vez el mismo que veía mi viejo en su casa. Me veía pasar por los ambientes
cuando yo no estaba en la casa. Sucedió el avistamiento en sus últimos años. Mi
hermano me contó de estos sucedidos. Bien puede ser mi fantasma este coso que
se ve en el espejo. Más flaco. Más canoso. Y una mirada clara donde yo mismo
percibo el cansancio. También en esta película aparece la soledad y el
silencio. No se escucha nada. Ni siquiera el silbido del viento que juega con
el pelo que me queda. Como si estuviera frente a un espejo que cuelga de un
clavo sobre la madera de un barco encallado y un poco hundido. Un barco cerca
de la costa. Toda la cubierta repleta de árboles. Sus raíces hundidas en el
fondo de un río ancho. En el barco está el espejo, mi fantasma, el cansancio, la
soledad, el silencio, y una cantidad de paisajes injustos, dolorosos.
Me digo que sentimos, que ya sabemos que es un soplo la vida, y que veinte años no es nada. Me digo que
escribo un tango, uno más, mientras filmo una película. Como si dejara la cámara
olvidada para que el mundo pudiera contar su condena, su fracaso.
Me digo que duele este mundo cuando la
felicidad es para unos pocos -un puñado de condenados-, aquellos que lograron
ocupar el lugar disponible tras el cristal que cierra el refugio que ofrece un
cajero automático. Afuera es la noche, la lluvia y el frío. Adentro los felices
-si es que no aparece la policía- que tal vez lleguen hasta la mañana.
Me digo que ya no está la casilla baja y
alargada, construida a base de plástico, maderas, cartones y trapos, sobre la vereda,
antes de la avenida. Era el refugio de algunos sobrevivientes. Hacía tiempo que
estaba. En cercanías de la tierra santa. Triste y solitario el solo de guitarra
sobre ese lugar que ya no ofrece refugio. En la vereda duerme un muchacho sobre
un colchón. Se supone que vive bajo la frazada que casi lo hace invisible a
cierta manera de mirar películas que algunos practican en esta sociedad. La
película triste transita, se escribe en el viento que todo lo trae. Y que todo
lo lleva.
Me digo que inevitablemente termino
escribiendo en el viento. Soñando en el viento. Y lo hago en silencio. Un
silencio que dice verdades. Un silencio que quitará el filo malsano al discurso
del payaso que odia. Será en una mañana clara. Escucharlo hace mal. Escucharlo
enferma. Enciende violencias la palabrería con que machaca cada día. Cárcel o
bala. Que a meter bala. Que a colgar zurdos muertos en la Plaza. Excitado grita
el coro. El Estado es la representación del demonio. Que la comida y el techo
no son para todos. Que mucho menos lo es la justicia. Es una cuestión de
mercado. ¡No te la pierdas, campeón! El payaso ocupa su lugar en el escenario.
Con orgullo grita: Soy cruel, soy cruel. Así el horror. Y entonces el puñado de
almas que me guía pinta paisajes apagados. Escribo hoy. Filmo hoy, películas
con cielos tormentosos, como los que pintaba mi padre cuando las gamas bajas
del óleo casi se quedan sin viento.
El poeta cantó: violencia es mentir.
Desde el mundo de la serpiente, su
huevo.
1 comentario:
Es un texto poetico Edgardo esa cualidad no se pierde, pero muy angustiante, muy propio y muy universal, es comonsi toda la tristeza de la humanidad la cargaras en tu escritura. Gracias amigo
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