Pensamiento uno

Desde que descubrí el camino hacia la luz, no paro de rebotar contra la lámpara.
















Edgardo Lois x Alejandro Lois

Pensamiento dos

A tener en cuenta: la felicidad es un arte efímero.

lunes, 10 de marzo de 2025

Paisaje urbano



Un rulo al viento. De un verde mustio. Un rulo alargado nacido de un pedacito de hoja de árbol. Como si fuera vela de mástil en barco modesto.

 

(Aparecido es entonces un barquito de papel que viene desde la infancia. De cuando había agua al pie del cordón. Cuando había zanja. Recuerda el testigo –mientras mira el rulo al viento- el día en que su padre le enseñó a hacer un barco de papel con la hoja de un diario. Aún lo ve haciendo dobleces sobre la mesa roja del comedor.).

 

El rulo tambalea muy cerca del límite con el acantilado de cemento liso pintado de amarillo. El viento arrastra mucho recorte de las sobras del paisaje. Pequeñeces. Basuritas. Rompecabezas sinsentido que se comerá el desierto de cemento, la arenilla del reloj de la gran ciudad. Un cauce seco repleto de restos de hojas amarronadas. De abrir el plano -la toma- el paisaje incluiría el árbol de la esquina. De escuchar detalles del sonido en la escena que encuadra al rulo, el viento llevaría hacia el futuro un murmullo de pasos leves enredado en silbos causados por la estructura crocante. El rulo lleva su conteo de final. Aún es verde. La hoja es relativamente joven. Pero ya está en marcha la muerte. El destino está marcado cuando se pierde el quehacer en los días siendo ingrediente vital del árbol.

Tiembla el rulo en el viento. De pie. Erguido. Lo lleva una única hormiga. Es diez veces más grande que la hormiga. El rulo sugiere que el tiempo ha pasado. Lo dicho. Adiós al árbol. Un verde apagado. Luego, mientras la muerte adormecía la hoja, las manos fantasma del viento hicieron su labor. Como si su cuerpo hubiera rodado sobre un tenedor que no dejara marca, el rulo amaneció como tal en el azar de una mañana. Una mordida tiene en el cuello desde la noche antes de caer del árbol. Lleva un hueco en su piel. Un hueco por donde silba el viento. Fue en el cauce seco donde una hormiga se detuvo.

 

(La hormiga negra lleva el rulo de hoja. El testigo se pregunta. Si como tesoro. Como bandera. Como desafío. En la secuencia, de a poco, aparece la intriga. Apenas descubierta la hormiga, el hombre piensa en el espíritu de lucha de la misma. La posibilidad de fundar y actuar en una situación en que se juega algo importante. Sin embargo, la lucha de la hormiga tiene apariencia de sin sentido. De sin para qué. Una línea de tango triste. Por qué no una hoja un poco más pequeña. El testigo intenta comprender aquello que a simple vista parece una locura. Intenta acercarlo al mientras tanto humano en estos tiempos crueles. Pero no está seguro de nada. Sigue con la vista en la hormiga que, en lentísimo avance, lleva el rulo en alto.).

 

Una hormiga libre de carga pasa veloz a un lado de la compañera que lleva el rulo de hoja. Como si llevara un mensaje secreto. Pasó a un lado sin siquiera ver a la que lleva el tesoro, la bandera, o que transita el misterio de un desafío. Como si ella también llevara un mensaje secreto. Sostiene el rulo en el viento de la mañana. A su derecha el acantilado liso y alto. A su izquierda la inmensidad, una de ellas, en esta parte del mundo urbano.

 

(El testigo cree ver en la escena una línea de vida, de pequeños aconteceres. Piensa, para variar, en pequeñeces. Sabe que una línea es una sumatoria de puntos. Desde el cordón es testigo. Al pie del acantilado un punto más. Ahora mira desde el cielo. Hace un momento que descubrió a la hormiga. El rulo que se mueve sobre la calle, sobre la zanja sin agua, atrapó su estar en nada. Haciendo nada. Haciendo silencio en la memoria que casi siempre tiene cuestiones que aclarar. Desde la memoria el fantasma dijo. El testigo habla con fantasmas que simplemente se aparecen en el paisaje. Personajes de ayer. Los ve. Con ellos anda de chamuyo. Pero la memoria era silencio cuando vio que la hormiga -se podría afirmar- remontaba el rulo sobre el cemento.).

 

Otra hormiga aparece en la escena. Lo hace a buen ritmo. Lleva carga. Un tercio del tamaño del rulo al que se acerca. Llegado el momento elige pasar a su compañera por el lado derecho. Entre el rulo y el acantilado. No hay duda alguna en su hacer. Avanza. Por qué no. Vamos. Tan diferente es tratar de avanzar con el rulo sobre la cabeza. Hay tira y aflojes varios. Diversas inclinaciones. Las caídas sobre el cemento. La lentitud de cada alta en el cielo.

 

(Asiste el testigo a las respiraciones de un paisaje urbano. Es un hombre que se demora en una esquina. Un comportamiento extraño. No le interesa cruzar la calle. Hombre parado sobre el cordón. Hombre parado sobre la calle. Sucede en una de las esquinas de Avenida Juan De Garay y Muñiz. En Boedo. Una encrucijada. La vida siempre es una encrucijada, piensa el testigo mientras mira el cauce seco por donde –allá abajo, en profundidad- los días, desde pequeñeces, juegan al nacimiento.).

 

La hormiga que lleva el rulo mantiene su avance lento. El rulo es sustancia, pero también incomodidad, esfuerzo, enigma. En sentido contrario avanza otra hormiga. Nada transporta. Viene desde el hormiguero. Veloz ejecuta su mandato secreto. Se detiene frente a la que transporta el rulo. Ésta intenta esquivarla por la izquierda. Pero la otra se lo impide. Se mueve a la derecha. De repente la hormiga aparecida se trepa al rulo, que cae sobre el cemento. La hormiga agresora fue a cumplir la orden. Irás a buscar a todo aquel que se oponga. A todo aquel que recuerde más allá de lo permitido. Las hormigas se trenzan en escaramuzas. Chocan. Se alejan. Caminan sobre el rulo. La agresora pasa, en dos ocasiones, por el hueco que presenta el rulo. Pero algo desconecta la insistente agresión. Una nueva orden recibida. La duración de un temblor después de un terremoto. Entonces la hormiga sigue con su camino. Su sumatoria de puntos. Su línea. El rulo volvió a erguirse en el viento. La hormiga continuaba en el desafío.

 

(Al final de este quehacer asociado para pintar o agotar un paisaje urbano, el testigo, de pie sobre el cordón, comprendió su presencia en la encrucijada. Se dijo. Cargo con un rollo de escritura. Siempre se escribe en el aire, en el viento. El recuerdo de mi vida en la historia de mi paisaje. Mi rulo en el viento. Cargo con el rulo hasta las orillas de mi Mar Muerto. En la encrucijada de Garay y Muñiz hay oportunidad de ver al otro, por ejemplo al muchacho que duerme -entre trapos encontrados en la basura de un contenedor- sobre la vereda. Duerme en la esquina al abrigo del mural. Todo es alegría en la pintura. Está la madre y el niño. En el cielo. Hay un cura. Una monja. En la tierra. Hay uno o dos presencias más. Todos sonríen. Dios también es testigo. Cada uno cuenta como puede. Hay una parrilita al paso en otra de las esquinas. Choripan pesos 4.500. La trabaja el hombre que tuvo que cerrar el vivero. Hombre de larga barba blanca. El hombre que tiene cinco perros. Ellos también habitan la encrucijada. De algo inesperado, a veces, también se puede vivir. Sucede una aparición. Una mujer regresa desde la memoria. Pasa -como pasó en un día del ayer- a un lado del árbol de donde se desprendió la hoja que sería rulo en el viento. Viste una camisa verde manzana. Hay luz en la cara de la mujer. Siempre ilumina. Ella y su sonrisa. El testigo habla con él mismo. Su rulo en el viento es un recorte en la hoja donde se escribe el argumento de la mañana. Su vida ocurre dentro de un rulo de escritura, una novela propia. Un rulo de tiempo en la mañana de un día cualquiera. Una memoria. Un puñado de sucedidos. El rulo es la memoria que lleva el testigo. Siempre en el susurro del tiempo.).

 

La hormiga que lleva el rulo en el viento se acerca más al acantilado. Se dirige hacia un hueco en el cemento. Hay más hormigas en el lugar. Con esfuerzo logra introducir el rulo en la fresca oscuridad de la cueva. Guarda una memoria que pertenezca a todos. 

domingo, 9 de febrero de 2025

Temblor

 


Néstor fue compañero de escuela. Desde cuarto grado hasta el final de la escuela primaria. También fue amigo de barrio. Vivíamos a una cuadra. En Martín Coronado, provincia de Buenos Aires. Teníamos catorce años. Tuvimos catorce años. Entonces, cuando éramos pibes allá lejos vi -fui testigo- cuando lo sacaban del agua. Era una pileta natural. Una entrada de río. En Campana. No se ahogó. Simplemente falló su corazón. El destino estaba escrito. Néstor era hijo en una familia que había llegado desde la provincia de San Juan. Nuestras familias se conocieron en el mientras tanto de la amistad.

Después de la muerte de Néstor, la familia decidió el regreso a casa. Durante aquella acción de reparación –de repatriación- apareció un convite. Viajar a San Juan. El amigo conociendo los lugares donde pasaron los primeros años de su amigo. Retorno a casa. Así los amigos. En compañía. Mis padres dieron su permiso.

Largo es el viaje en tren. Viajo con Gloria, la mamá de Néstor. Sigo mirando por la ventanilla del vagón. La montaña pelada. El filo de la piedra. La lluvia de sol sobre todo el paisaje. Qué fue de la sombra. Qué del verde. La música del tren flotaba en el polvo que llevaba el viento caliente. Continúa la experiencia maravillosa. A más de cincuenta años. La ventanilla abierta. El viento. Un nuevo mundo. En camino a San Juan. Dejé por casi treinta días la casa paterna ubicada frente a las vías del tren. Frente a la canchita de fútbol trabajada en el terreno del ferrocarril Urquiza. Pegada a la vías. Inclinada por el leve descenso del terraplén. Eran años donde correr tras una pelota era la felicidad. Felices los amigos en el club que tenía canchita de papi de cemento, y en la de tierra donde el juego se detenía cada vez que pasaba el tren.

Recuerdo la estación. Como llegado a otro tiempo. El tren como nave espacial. Otro planeta. Hermosa construcción. Amplia la galería. Casi treinta años después pude volver a habitar aquella vieja estación. Estaba abandonada. El miserable de Anillaco ya había hecho su trabajo. En un mediodía del después comí unas empanadas en la estación cerrada. Aquella vez fue retorno como retorno es esta escritura.

En la familia fui centro de interés. Vino el amigo de Néstor. La casa familiar era grande. Un cruce entre la construcción de material y el adobe. Paredes anchas. Piso de cemento alisado. En la memoria el piso es bordó. La casa paterna de Gloria. Habitada por su madre. También por unos tíos de Néstor. Ahí esperaba Horacio, el padre de Néstor, y Mabel y Alba, las hermanas de mi amigo. Supe del sabor de un poco de vino con soda. Supe que el vino común era mucho más rico que el vino común en Buenos Aires. Supe de las empanadas hechas en el horno de barro. Supe de andar en la montaña por la quebrada del Zonda. Supe de buena gente haciendo la vida. Fui uno más en el pueblo de un barrio llamado Villa Krause, a unos kilómetros de San Juan capital. Fui habitante de una casa de esquina en la calle Calvento 602.

En la casa, en la calle, el tema del que todos hablaban: el terremoto de Caucete, ocurrido el 23 de noviembre del 77. Me asombro a la distancia de que mis padres dieran su permiso para que su pibe mayor anduviera sobre un territorio donde podía escribirse la palabra terremoto. Un gesto contra el miedo.

Fue un día de enero del 78. No recuerdo el auto. Tampoco a los viajeros de la aventura. Alguien planeó el viaje. Vamos a Caucete. Y entonces se abrió otro mundo dentro del nuevo mundo. Ver Caucete. Una película de destrucción. Como la que había en las películas de guerra en la tv. Caucete con el color de la realidad. Como si algo hubiese estallado en el lugar. Como si algo hubiese salido de la tierra. O como si hubiese llegado del cielo. O desde las calles mismas. O desde el mismísimo pueblo. Algo había estallado. Y entonces la destrucción era. La muerte era. El sufrimiento. La crueldad. Armazones metálicos. Esqueletos de casas y edificios. Ladrillos y adobe sobre veredas y calles. Personas viviendo en lugares abiertos. En las calles. Por las dudas. El miedo era. La historia de la amenaza era. La cinta de cemento por la que avanzaba el auto, tenía en medio un hundimiento, una rajadura de profundidad considerable. No recuerdo haber bajado del auto. Tampoco recuerdo palabras. Era la ciudad de Caucete el lugar donde estalló el terremoto y todo fue destrucción.

Sucedió luego del viaje al epicentro del terremoto. Una mañana. Clareaba. Yo dormía en una habitación que daba a un patio, en parte techado, que comunicaba con la puerta de calle. Mi cama era un sillón. De noche extendía sus alas y derivaba en cama. Noche de enero. Calor. Las puertas abiertas al patio. Había descubierto que si me ubicaba muy al borde de la cama, ésta perdía estabilidad. Sucedió en la mañana que clareaba. Sentí cómo perdía equilibrio mi bote. Intenté moverme al centro, pero estaba en el centro. Después escuché un retumbar como de truenos. Escuché los primeros gritos de alarma. Me senté en la cama y, cosa de no creer, intenté calzarme. No pude. El piso parecía respirar. Desplazarse de un lado a otro. De pie. Lo logré al mismo tiempo en que reparaba en el temblor. Una criatura vengativa que se subía por las paredes. Por las puertas. Que quería arrancar los techos. Intenté apoyarme en la pared para tomar envión y poder caminar los dos metros que me separaban de la puerta y el patio. La criatura aparecida también bramaba insultos. Atronador su aullido, sus gestos. Cuando, de repente, se hizo la calma, y el silencio más absoluto. Era el final, y no había podido salir de la habitación. En los temblores de los días siguientes supe de reaccionar con la consciencia que exigía la situación.

Hubo temblores sucesivos en enero. Y en una escaramuza de símil temblor -pura injusticia- hubo un sucedido de resistencia. Sucedió en Córdoba. El 25 de enero, por la noche, yo estaba frente a un televisor en blanco y negro. Mi vida seguía en San Juan. Esa noche se jugaba el partido de vuelta entre mi Independiente de Avellaneda y el club Talleres por el campeonato nacional. El partido, árbitro mediante, estaba entrampado a favor de los cordobeses. Dos a uno ganaba Talleres. Expulsados tres jugadores del Rojo. El árbitro, como si se tratara del gobierno de un sátrapa, apareció despótico, jactancioso y, cómo no, arbitrario. Faltaban unos pocos minutos para el final cuando, con calma, Bochini mandó la pelota al fondo de la red. Dos a dos. Final. Campeón fue Independiente por diferencia de gol. Me digo que el Rojo aguantó, perseveró, resistió cada instante del temblor. También me digo que pintó aquel terremoto de Caucete porque terremoto alumbró en diciembre del 23. Una aparición desde la memoria para decir el presente. Hace un año ya. Un arte de oscura magia se abate sobre el quehacer constructivo de la vida y su historia. Algo estalló. Algo llegado de debajo de la tierra. Del cielo. De la calle. De la alta mar de los viajeros de los días en las calles. En barrios y provincias. Un algo crueldad estalló en el país. Terminó aplastado el paisaje de la democracia renga por el caos desatado por un decreto con la lubricante necesidad y urgencia de favorecer a los de siempre. Aplastante, explícito, el yugo reluciente del poder económico. Hace un año que a una parte de la sociedad la ganan los temblores sucesivos, los que suceden a todo terremoto. A cada día un sacudón. Una encerrona intencionada. El juego educativo. Un golpe explícito a un jubilado. O la obra actuada para la platea que anda entre desesperos tratando de sobrevivir. Millones de viajeros de muy poco se enteran. La batalla cultural. El modelo económico. La teoría de los dos demonios. La reescritura mentida de la historia reciente. Olvido del poema: Memoria Verdad Justicia.

Desde el proceso de reorganización nacional hasta el año de la reconstrucción de la nación -toda una palabrería del mismo poema-, la receta del hambre va en su cuarto acto, algunos escriben con sombra en el país en el que siempre hay lugar para creerse el cuento. Viajeros de a pie dispuestos a votar como si fueran los dueños de la tierra. Y todos fuimos en el regreso después de los distintos terremotos. De aguantar los trapos. De no perder la identidad. De al fin encontrarse en una mientras se da el abrazo con el otro. De perseverar. De resistir. De persistir sobre los temblores que lastiman la tierra y la carnadura de la patria.

En Caucete se rehízo la vida desde los escombros. Bochini sigue dando su pase a la red. Una película de resistencia.

De regreso estuve. Los catorce años ya fueron y, sin embargo, vuelven en el recuerdo del amigo. Siempre se está de regreso. Aunque sea desde la memoria. Hasta la memoria. Siempre. Hasta la memoria que es una victoria.

martes, 14 de enero de 2025

Entre cartones



Es vida. Es la vida. La que se va entre cartones. Entre cartones los días. Entre las calles de la ciudad. En lejanía y silencio. Desde cada noche contenedor adentro. Cerca de esta esquina. A metros de la otra. A rodar, a rodar. Así las ruedas del carro. A rodar la vida. Es la vida entre cartones. La que se va. Contenedor verde. Contenedor negro. Contenedor gris. Con tenedor no se come el cartón que pesa un poco más, que llena un poco más, cuando está mojado por garúa o lágrima.

El cura dice desde la radio. Dice el cartón. Dice el interior de las calles. Dice desde la provincia de Buenos Aires. Desde la ciudad. Dice el cura todo aquello que el viajero atento puede ver en su quehacer de ciudadano. Que puede y que debería saber –caminar a consciencia mientras habita el poema triste de la urbanía- en los tiempos crueles del topo de la motosierra. Dice el cura el precio del cartón. Que se pagaba pesos ciento cincuenta por un kilo de cartón. Que hoy se paga pesos cincuenta. Pesos sesenta por un kilo. Que porque hoy se puede importar cartón. Que entonces el mercado se reacomoda la pilcha asesina para pagar menos al cartonero que junta el cartón. Dice el cura. Sigue dale que dale el cura por la radio. Que cada vez el pueblo todo, las clases sociales todas, la gente toda. Que todas las criaturas de esta tierra, o bueno, casi todas, menos los que la tienen toda en el bolso, consumen menos en los tiempos del topo, el octavo pasajero. Que se come menos, che. Que de todo se compra menos. Que la vida se vive menos. Que los que nada tienen sufren más. Mueren más. Enferman más. Y andan más tristes. Y que cuando la patria -que sigue siendo el otro- es empujada hasta la última mierda en la sima del abismo, y de todo se vende menos, pues menos cartón hay en la calle. En las oscuridades de los contenedores. Dice el cura el cartón verdadero que anda como cosecha con sequía. Pero que esta sequía a nadie importa. El cartón evapora y quema en la calle. El cura que habla por la radio dice de un cartón que no es cartón pintado. Porque en el mientras tanto de estos tiempos crueles, sí, claro, repito, en los tiempos crueles del otrora payaso de tv devenido en topo, es la vida la que se va, la que se va juntando cartones. Es la vida la violentada por la voz impostada del monstruoso secuaz y mandadero del mercado y el poder económico. Es la vida la víctima que sufre aullido y ofensa en el horror vergonzante alumbrado en la encrucijada de Parque Lezama.

Carros y carritos. Hombres de cincuenta, sesenta años. También muchachos. Muchos más los jóvenes que tiran de un carro por calle y avenida. Carro como bote, me digo mientras el cura dice el cartón en la radio, porque como vela al viento, casi siempre, sobresale una caja grande de cartón que va plegada en el carro, el bote, en el viento que sopla sobre el río de cemento. La vela de decir que acá estoy. Que acá soy. Que de acá, de esta sociedad vengo. El botero, el hombre que cartonea, va con bichero a la mano. El bichero es una vara de metal con un doblez en cada extremo. Bichero de enganchar. De traer desde el caos. Desde la noche del descarte. Desde aquello que, para otros, es sobra, fin del día, fin de la historia. El cartonero detiene el carro cerca del cordón, agarra el susodicho bichero, y camina en dirección al contenedor. Por lo general la revisión interior es rápida. Cada vez más. Hay menos cartón dice el cura. Pero a veces hay, nace, un algo suerte. Magia y misterio. Tan es así. Que a veces hasta parece que Dios existe. Así escuché decir o pensar en la calle o la avenida. Y entonces el cartonero busca una madera, un plástico, un algo para trabar la tapa del contenedor que sube y baja, y se abisma -como si nadara desde la cintura- doblado sobre el filo. El bichero que se adelanta y entonces retorna cajas de cartón que habían perdido en su tango una razón de para qué en este mundo que casi todo descarta.

Salgo a caminar el barrio. Me sigue lo dicho por el cura en la radio. Dice. Dijo el cartón. Busco la vereda del sol. Por Garay hasta Avenida La Plata. Y ahí estaba. En movimiento humano. El cartón que dicho fuera por el cura. Atrapados ellos, además, por el semáforo. El viento de la mañana es frío. En remera y pantalón corto. Dos cartoneros.

Cruzan Avenida Garay. Uno conduce el carro. El otro va unos metros adelante. El adelantado marca senda entre los autos y colectivos que vuelan sobre La Plata. También establece la velocidad de avance. El guía camina hacia los contenedores con el bichero en una de sus manos. En el camino levanta alguna que otra caja dejada sobre el tramo de cordón que toca al frente de un comercio. La caja se desarma, se hace cartón, sustancia, apenas sale del contenedor o frente al carro estacionado sobre la avenida.

El carro es grande, amplio y robusto. Pesado. Puro metal. Tramos metálicos y soldadura. Dos ruedas de auto viejo en la parte trasera. Del manubrio de conducción, de sus barras laterales, cuelga la ropa que se encuentra en el camino. En la caja de espacio generoso hay una buena cantidad de grandes cajas ya en su nueva condición de cartón plegado. El carro se mueve. Va frente a las paradas de bondi sobre La Plata, entre Garay y Pavón. Las cajas que carga parecen recién salidas de fábrica. Desarmadas, limpias. Sobre la pila hay una caja negra rectangular de buen tamaño. Quiebra la lógica del paisaje. Permanece armada. Dibujo de una cara de vaca en color rojo. Y el nombre de la marca con letras también rojas: El Ekeko frigorífico. Sin duda, una expresión de deseo y abundancia.

El cartonero que va abriendo senda logra, a buen tranco, una buena pesca de cartón.

Cuelga en la parte trasera del carro, como si fuera una gran bandera, del lado de la calle, una bolsa de grueso material plástico que cumple la función de resguardo del chiquitaje del cartón. Los accesorios del descarte.

Los trabajadores del cartón llevan buen ritmo. Hablan en cada oportunidad. En cada cruce. Cada uno en su puesto, en su quehacer cotidiano.

Cruza el carro por el filo de La Plata y Pavón. Gira a la izquierda en la esquina, y cuando lo permite el semáforo cruza La Plata, y comienza a bajar por Asamblea rumbo a Senillosa. Anda el hombre del bichero. Sigue en la pesca. Acerca cartón fresco al carro detenido cerca de la orilla del cemento. La cuadra se termina y entonces el guía indica doblar hacia la derecha. Hoy casi todo en este mundo parece girar a la derecha. Por Senillosa se avanza lento. Autos estacionados a ambos lados de la calle. Muestra destreza el cartonero que maneja el carro. El caminante va siempre al frente. Dos hombres jóvenes se hacen tinta en esta crónica. Buscadores del sustento diario. Sobrevivientes haciendo la ciudad que descarta. Que expulsa.

La esquina de Senillosa y Estrada me llama desde otro destino dentro de las buenas memorias. Vuelvo. Quisiera volver a ciertas mañanas del barrio. Paseos soñados en un tiempo pasado, apenas ayer. Así andaba, de repente ensoñado, cuando la voz del cura dice, dijo, vuelve a decir, el cartón en la mañana de la radio. Que el cartón que quema en la calle no es cartón pintado. Que las vidas no son bosquejos sin importancia sobre cartón pintado. Que la vida no debe ser un juego donde hay más posibilidades a la mano del hombre cruel. Que la vida no debe parecer ni debe ser una trampa. El cura decía de la vida. Decía el cartón y sus aledaños. El cura decía en la radio que hace una eternidad que los hombres viven revolviendo la basura. Y en la basura vive el cartón que sirve para vender por kilo en el mercado, el animal salvaje que decreta que hoy, sí, a vos, hombre que vive de juntar cartón, te lo voy a pagar menos. Porque el mercado manda. Sucede, está sucediendo ahora mismo, que es cuando el mercado se afloja y respira mejor. Porque, lo dicho, ahora entra al país cartón importado, y si es importado, ya deberíamos saberlo, es mejor y más barato. Entonces así te roban. Que es la vida, dijo el cura, la que se va mientras en los días se anda tras el rastro del cartón. Que hay cajas, es sabido, vacías de televisores, de botellas de vino, de empanadas y pizzas, de tortas, y también las hay bien chiquitas donde viene el saquito de mate cocido por veinticinco unidades. Que muy bien este mundo está guionado por sus dueños. Y es más, puede estar pensado como simulacro, como escenario de obra de teatro con paisaje todo trabajado en cartón. Dijo el cura el cartón en la radio. Dijo la desesperación. Dijo el hambre, la injusticia. Dijo el robo al viejo, a la mujer. En el barrio. Entre pobres. Dijo las desesperaciones varias en la barriada, en los comedores cuando la comida no llega o no alcanza. La comida es como el cartón. Hay menos en estos tiempos crueles del topo. En la calle hay menos cartón dijo el cura, por eso, por quién se queda con el cartón se pelean los muchachos. El cartón quema dijo el cura en la radio. Es que la desesperación es la que quema primero. Y es que la primera sangre, la que siempre derrama el sistema, el mercado, es la que primero ofende, violenta y mata.

domingo, 8 de diciembre de 2024

Hospital Álvarez



Había una vez un hombre mayor que se vio obligado a subir -por demasía de dolores en torno a la huesería y el aparataje pulposo que a ella viene asociado- a un 134. Bondi por Avenida Juan de Garay. Viaje con destino de hospital Álvarez. De Boedo a Flores. El hombre lleva la tarjeta sube en la mano. Nada más. Pero va cargado -los presiente, los adivina, los escribe y describe- con una comunidad de conejos. A esta altura los síntomas mutaron a presencias más o menos juguetonas. Sea en la mancha o en la escondida. ¿Síntoma está?, vos así y vos asá. Piedra libre. Está. Hoy están -como el lobo o el topo- y quizá mañana parezca que no –pero sólo parece-, y entonces vuelta al escenario. A través del hueco, del túnel, del agujero de gusano en la manzana roja de cada día, el síntoma regresa. El síntoma salta. Es cuando deviene conejo. Así le ocurre a este hombre mayor que sube, desde la plena urbanía de su Buenos Aires, al colectivo. No va solo. Acompañado va por los conejos que bien supo conseguir durante la vida. El hombre escribe, desde que tiene memoria, su novela propia. Y para ello se da cuenta de que necesita saber los nombres de los conejos aparecidos. Viaja en la mañana hacia el hospital Álvarez del barrio de Flores. No va solo. Porta una comunidad de conejos en su sangre.

Todos los viajeros todos en el 134. Cierto nerviosismo en el hombre mayor. Cuando alguno de los conejos se pasa de alborotado, empieza en su misterio interior a aparecer un algo nube, una tibia neblina de Riachuelo –todos llevamos uno-, que lo hace lento de pensamientos, lento de movimientos –salvo su brazo y pierna derecha que no paran de temblar-, y lenta se hace su manera de discernir entre la realidad y un temor que -lo dicho- nubla. Una neblina cruda como mortaja deshilachada. En un momento implora al Dios que no tiene, que pronto pasen los trenes y se levanten las barreras que mantiene atrapado el bondi donde tanto viajero trata de hacer la sufrida vida en los tiempos crueles del topo. Caras de cansancio. Nadie ríe. La mayoría poseídos por las lucecitas de los dispositivos móviles. Cableado el aparato al cerebro. Nadie habla. Nadie mira. Una comunidad de ausentes. El hombre mayor baja del bondi sobre la vereda del hospital. Al fin respira. Llegó como llegará en tantas otras veces. Un universo complejo crecerá a lo largo de sus días de hospital.

Aprenderá a reconocer ciertas referencias en el paisaje general. Ciertos momentos en la mecánica de los días dejarán recuerdos imborrables en su memoria. Sabrá de la fila silenciosa de viajeros con salud afectada sobre la vereda del frente del hospital. Inmersa todavía en la oscuridad de la noche. Cinco de la mañana. Final del invierno. En silencio. Una cuadra y media. Tan oscura la calle. Hay viejos. Hay jóvenes. Madres con su bebé en brazos. Así la imagen de la espera hasta las siete. Hora de apertura del hospital. Los habitantes de la fila aguardan para sacar turnos médicos. El momento de la apertura adquiere giro de ruleta. Asoma una mujer de seguridad e informa a los necesitados qué turnos no hay que pedir. Porque ya no. Sin explicaciones. Ya no. La mujer sentencia: Vengan mañana. La fila avanza lenta. Pasa al lado de las escaleras de la entrada, por el pasillo de la derecha. A la izquierda de la escalera ya está dispuesta la sombrilla azul y blanca bajo la que inicia la jornada el vendedor de churros. El hombre mayor considera, como injusticia o falla grave, la incertidumbre alrededor de aquellos turnos que quedan fuera del juego del día. Cómo es que no hay una manera de informarse cuándo sí es lógico venir a pararse en la puerta del hospital a las cinco de la mañana. Masticaba la bronca al mismo tiempo que empezaba a ser atendido por todo el personal del Álvarez.

Fue con sus conejos a clínica médica. De a uno los fue narrando a la doctora. Una muchacha joven y atenta. Una trabajadora a consciencia. Ella le tomó la presión. El hombre mayor se sentía rodeado por la neblina. Los números indicaron el techo donde rebotaría la tapa de cilindros de no ser controlada la presión. La doctora le dio una pastilla. Urgente. Taza con agua y a bodega. La atención recibida estuvo cerca de durar una hora. Dijo sus conejos mientras un extenso interrogatorio iba bosquejando historia y actualidad. Por qué no vino antes, fue la pregunta. No tenía intenciones de durar tanto, quise ahorrarme las molestias. Las órdenes para estudios se fueron sumando: tomografía, laboratorio completo, neurólogo, y otras. La doctora le dio pastillas para la presión. Muestras gratis. Una por día. Dijo ella que la viera en dos semanas. Que viniera sin turno a buscar más medicamento. Se dieron la mano. El hombre mayor salió del consultorio con el ramo de órdenes. Órdenes que lo llevaron a conocer la sustancia de la fila tempranera de la vereda del hospital, y a conocer el paisaje interno del Álvarez. Amplio. Con una gran nave central. Y en un afuera de calles la existencia de varios pabellones de planta baja y primer piso. Algunos jardines y plazas mínimas. Escaleras y rampas. Una ciudad. Viajeros en tránsito por todas partes.

El hombre mayor nunca había viajado en el interior de un tomógrafo. Giros existe un cielo y un estado de coma cantaría el poeta. Previo al viaje le colocaron una válvula plástica en una vena del brazo izquierdo. Por ella entraría la pintura de contraste que delata la presencia de conejos. Después la neuróloga mandaría también una resonancia de cerebro. Metió gritos de metal en su cabeza. El hombre mayor llevaba una máscara plástica que por suerte no era la de la muerte roja, y auriculares colocados por donde escuchó Clapton y Sting, entre otros, mientras arreciaban las ralladuras del metal.

Volvió a ver a la doctora clínica. Otra vez lo atendió como si se tratara de un ser humano. Le tomó la presión. La medicación funcionaba. Una pastilla todos los días. En neurología, la primera vez, entre jóvenes residentes, ordenaba un muchacho. Muy atento. Un análisis que duró poco más de media hora. Movimientos varios. Ejercicios para ver qué tipo de conejo se manifestaba. Ordenó medicamento. Una doctora se encargó de darle la cantidad necesaria para iniciar el tratamiento. Muestras gratis. Una gran ayuda. El hombre mayor no tiene ninguna cobertura médica. No tiene dinero para comprar remedios. Apenas una changa en el mientras tanto de la cadena de la motosierra del topo. El hombre mayor trata de pensar en todas las personas que trabajan en el hospital, y con las que, por distintas razones -los hay administrativos, enfermeros, personal de limpieza, de seguridad, médicos, técnicos, etc.-, tuvo que interactuar durante sus largas travesías para ser atendido. De todo el personal recibió buena atención y respeto. Desde la mujer que inicia el trámite para la tomografía y la resonancia. Desde el hombre que da turnos en el laboratorio. Desde la mujer que hace la extracción de la sangre y, de paso, también de la piedra de la locura en estos tiempos salvajes. El hombre mayor está agradecido al personal del hospital Álvarez.

Se sienta en un banco de madera. Bajo un árbol. Una placita en el hospital. Entre pabellones. Un muchacho toma mate sentado en una escalera de mármol. Está triste. Una monja le está hablando. Una madre cambia el pañal de su bebé sobre otro banco. El hombre mayor piensa en tantas imágenes nacidas en su travesía de hospital. Sabiendo que él mismo es una imagen. Recuerda cómo andaba entre turnos mientras aún vivía en medio de la neblina. Antes de que el medicamento del neurólogo empezara a hacer efecto. A lo largo de la vida aprendió a ver al otro. A comprender la existencia. Es el hospital una buena muestra de por dónde anda la sociedad. La pobreza está a la vista. Tanta mirada triste. Apagada. Hay quien lleva una vida de injusticias, y sigue esperando, sin chistar, a que le toque. Afuera y dentro del hospital. Sobrevivientes. Hay los que andan cargados con aires de no me importa nada, y entonces tratan de ventajear un lugar en la fila al que no chista, su hermano en la sufrida espera. La ropa y las maneras ponen en evidencia de dónde se viene. En los tiempos crueles del topo, muchos que tenían cobertura médica privada habitan el hospital público. En el Álvarez las esperas son largas. Un remolino de pueblo es la espera en el laboratorio. En las filas queda a la vista esa procedencia, un recién llegado que no está acostumbrado a esperar, que todavía sueña con el trato especial. Los vende la pilcha aún nueva, la postura corporal. Aún duele la caída y la bronca. Entonces la búsqueda ansiosa de la ventaja, el intersticio por donde descontar los derechos del otro. Individualidad y desespero.

Piensa sentado en el banco de madera. Bajo un árbol. El hombre mayor piensa. Agradecido por el trato recibido, más allá de las imperfecciones. Pasan los turnos y ya sabe algo más sobre el nombre de los conejos que habitan su cuerpería. Sucedidos, imágenes, anota el hombre mayor en la novela propia. 

jueves, 7 de noviembre de 2024

Esquina en rojo

La muerte del violín de Rolando Lois (óleo)

 

En el principio fue el hombre. Y su instrumento. La manera que buscaba dar su voz. Y punto seguido -en esta tinta que inicio- fue pensar en el circo de la crueldad. Carpa cielo de un topo presidente que mal nubla los tiempos presentes.

Fue en la primera de las apariciones del después que, de repente, volví a ver un óleo pintado por mi padre. Cerré los ojos y ahí estaba. Al tener este cuadro una presencia recurrente a través de los años, trabajé su esencia -hace un tiempo ya- en una brevedad. Una brevedad es el intento de fijar una sensación, una memoria, un sucedido, con una escritura a mitad de camino entre la prosa y el poema. En un libro duerme Violín, esta brevedad aparecida después de ver a un hombre que resistía mientras buscaba dar su voz:

 

cada uno en su estante / mi padre y yo / en el aire dice la voz lejana de un violín // habito la luz de mi noche / en el cementerio / que ayer pintó mi padre / y pintó con destino de entierro / profunda tumba en el óleo / el violín del demoníaco Paganini / en el barrio se sabe que muerto fue por estremecido // no todos los días / se entierra un violín en un cementerio de provincia / desde mi estante / veo el cuadro sobre el caballete // guardó mi padre el esqueleto del viejo violín / cuelga del techo del galpón / el cuerpo desnudo del modelo // dio función de ceremonia a sus propios demonios / enterrados ellos bajo materia de óleo apagado / el sueño del color en el violín en los libros / en la pintura flores como luciérnagas / violín sobre mortaja abierta / mientras desde el fondo del cielo avanza / la oscuridad del cementerio que no quiso para él // sus cenizas en un estante / del galpón que habito / y única la flor de ciruelo rojo en el cielo

 

Mi padre pintó alguna vez en su vida La muerte del violín. A su vez Alfredo Zitarrosa escribió y cantó El violín de Becho: Becho toca el violín en la orquesta / Cara de chiquilín sin maestra / Y la orquesta no sirve no tiene / Más que un solo violín que le duele / (…) Mariposa marrón de madera / Niño violín que se desespera (…). Como Homero Manzi escribió Viejo ciego: Con un lazarillo llegás por las noches / trayendo las quejas del viejo violín, / y en medio del humo / parece un fantoche / tu rara silueta / de flaco rocín. / Puntual parroquiano tan viejo y tan ciego, / al ir destrenzando tu eterna canción, / ponés en las almas / recuerdos añejos / y un poco de pena mezclás al alcohol. / (…) A ver, viejo ciego, / tocá un tango lerdo / muy lerdo y muy triste / que quiero llorar.

Cada uno así en su laborar. Cada cual en su intento de vida. En su manera de buscar dar la voz. Pintar. Cantar. Escribir. Resistir. En el principio siempre está el hombre. Y está el otro, la patria. Y estamos todos. (…) Vivimos revolcados en un merengue / Y en un mismo lodo todos manoseados (…) escribió Discépolo en Cambalache. Revolcados y manoseados entre el viento fule de estos tiempos oscuros. En La última curda Cátulo Castillo anotó: (…) ¡Ya sé, no me digás! ¡Tenés razón! / La vida es una herida absurda, / y es todo tan fugaz / que es una curda, ¡nada más! / Mi confesión. (…).

Un hombre flaco y alto aluniza sobre los adoquines de la esquina. Se separa del cordón de la vereda. Como si fuera viajero, que lo es, mas no de otro mundo, sino de éste, el mundo que cubre la carpa del circo donde acecha el topo malvado. Resiste el hombre contra los demonios libertarios cual desgarbado Erich Zann. Camina sobre granito. En la calle. Tan resistente la materia oscura que golpea y astilla una parte de la historia. Tanta la fragilidad de las criaturas. Es todo tan fugaz. Un tango. Tres minutos. Una curda. Una herida absurda. Tres. Cuatro pasos hasta el medio de la calle. La esquina se funda escenario. En escena un hombre de cincuenta y pico de años. Morocho. Pelo aún oscuro. Algo raleada la azotea. Cuatro autos detenidos frente al escenario. Semáforo en rojo. Algunos viajeros cruzan la calle aprovechando la presencia del muñequito en blanco. Ninguno de los viajeros repara en el hombre que está sobre el escenario. El que busca dar su voz. Así queda presentada esta esquina en rojo. Una fragilidad en la ciudad. Una fugacidad en la ciudad. Un sucedido de urbanía. Suceder que se guarda en mi memoria.

Un instrumento de cuerda despierta en un lugar de Flores. Violín al mediodía. Un barquito. Pequeña su caja de resonancia. Cuatro cuerdas sobre el mástil. Las frota un arco. Las pellizca una mano. Siempre que sale el sol. Esquina con violín. Desde violino su nombre. Una viola pequeña. Una mariposa pequeña. Vuela música desde cuerda, caja y madera. En una esquina del barrio de Flores. A días de la primavera.

Lleva violín el violinista del escenario. Eleva el barrilete. Media bomba. Media estrella. Caricia. Caricias entre hombre e instrumento. El hombre lleva el arco hasta el cielo de lo humano. Una vara fina con un apenas de curvatura. Tensa y aguda la luz que amanece de la crin animal o la cinta vinílica. Gira el tornillo. Aprieta o distiende. Vuela la música. El hombre camina entre los autos. Quizás alguna ventanilla esté baja. Tal vez. Avanza hasta casi tocar el ventanal dispuesto delante de mi asiento ubicado a escasos metros del escenario. El hombre. El violinista sabe que el muñequito rojo que vive en el recuadro del semáforo titila y avisa. El violinista abandona la escena doblando hacia mi izquierda. Terminó su pase ínfimo de mago. Impromptu de encrucijada urbana. Veo que sube sobre el cordón. Que camina por el cordón haciendo equilibrio. Va de regreso hacia la esquina. Unos pocos metros.

Fragilidad. Fugacidad. Así de continua la herida absurda.

Dentro del mediodía donde reside el sucedido, algo se ralentiza. Un algo misterio interviene y respira dentro del silencio que me rodea. Y el que nos rodea. Una lentitud para ver mejor los detalles de la escena.

Desde la altura de observatorio estelar que me provee estar sentado en un asiento alto dentro del bondi, percibo una claridad en la respiración del paisaje. Fue después de haber tenido la seguridad de que el bondinero que guiaba la nave no había siquiera reparado en el violinista. En el hombre que buscaba dar su voz.  El hombre que no pude escuchar –bondi envasado al vacío-, pero que sí pude observar en su quehacer.

A mi izquierda. A través de la ventanilla. Sobre la vereda. Casi en el mismo lugar donde el violinista volvió al cordón, hay una mujer joven que sonríe. Mira atenta hacia la esquina. El violinista va de regreso a la encrucijada. Del brazo metálico que sostiene el bloque que contiene los muñequitos del semáforo, cuelga, hay enganchada una mochila gastada. Pero la esquina a la que regresa el violinista es bien distinta a la que dejó un momento antes.

Esquina barrio. Esquina refugio. Esquina identidad. Esquina resistencia. Esquina ojalá.

En la esquina hay una presencia. Espera un pibito de unos ocho años. Campera azul. Pelo corto. Mirada atenta hacia la madre que aguarda sobre la misma vereda. Mirada atenta al hombre violinista que retorna. Pibito que ve y escucha. Hombre y pibito que se acercan. Dos billetes de cien pesos flamean en el viento del mediodía. Los sostiene el pibito entre los dedos de su mano derecha. El brazo y la mano toman vuelo para dar. Hombre violinista que curva su altura y toma la ofrenda. Pibito que corre hacia mamá. La posibilidad de guardar la sensación de haber sido bueno, cuando mañana siga siendo pibito en la memoria. Pibito en poema humano dentro de una música futura.

El hombre violinista a quien no pude escuchar, pero si ver, guardó el par de billetes en un bolsillo de su pantalón. Volvió a las caricias con el violín. Mientras pasan autos y se mueve este mi bondi que exige escritura. El hombre violinista dice mientras la esquina solidaridad lo contiene. Ofrenda su música desde el barrio. Busca dar su voz hasta que despunte otra vez el rojo en el semáforo. Hasta que vuelva a ser viajero en este mundo de circo cruel. Que apriete la mano los mangos para el sustento diario.

Dar la voz. Decir los derechos. Dar una música para todos.

sábado, 12 de octubre de 2024

Satanás en Martín Coronado


 

Una aparición es fugaz. Un click. Como el sonido de la muerte. Arremete. Está. Es. La sustancia de una aparición es la libertad. Se deja llevar. Se entrega a las vueltas del cauce por donde en ese momento juega el río de la memoria. Una aparición se deja. Aquí estoy. Te digo que dispuesta soy. Sedienta. Real. Mentirosa. Una aparición es de mañana. También es de tarde. Pero mejor si es cuando la noche. Una aparición es un fruto en el árbol desde donde semillan gran cantidad de sucedidos. Viajeros y náufragos. También crónicas fantasma. Regresados. Porque toda aparición verdadera cuenta de ayer. ¿Cuándo fue el susodicho ayer?, es la primera pregunta. A veces una aparición viene de boca floja y cuenta sin reserva. En otras la aparición calla. En otras esconde. Fue sin querer queriendo, es sabido. Nunca por capricho. Siempre es mejor una aparición que lleve su cuota de misterio. Una aparición como si fuera un cuento clásico de misterio y engaño. De disimulo y juego. Una aparición es una magia. Un barrilete armado con huesería y poema humano. Y otra vez. Con misterio. Y además. Imagen y palabras. Y papel fino para remontar variados colores. Sucedió de todas estas formas su regreso. Era medianoche de una noche cualquiera del último mes, cuando Satanás volvió. Retornó. Arremetió. Fue una aparición. Es una aparición mientras ocurre esta escritura.

No queda nadie que sepa por qué lo llamaban Satanás. Sí queda quien dice que a ese muchacho que está sentado frente al televisor lo mentaban Satanás en su tierra. Fue mi tía Marta, en un diálogo circunstancial alrededor de la familia, quien trajo el nombre hasta el presente. Marta es hermana menor de mi madre. Trató de bosquejar de dónde venía el personaje. De tal lado de la familia. Hijo de tal y tal. Nacido en el pueblo de Santa Teresa. Tuvo algún problema durante el servicio militar obligatorio. No recuerdo si mi tía dijo o sabe algo más sobre Satanás. Como sea, esa posible información no es decisiva para la escritura de esta aparición. Sí agrego que en los tiempos cercanos a la colimba, Satanás estuvo en la provincia de Buenos Aires. Más precisamente en mi casa de infancia, en Martín Coronado. Desde el río, el árbol y el barrilete de la memoria, cuando sonaban vida adentro las palabras de mi tía, se descolgó la aparición. Resumí la imagen para Marta. Y ella, sin dudar un instante, afirmó: Era Satanás. Aparecido en la voz de mi tía. Aparecido en una medianoche cualquiera. Aparecido en el blanco de la hoja. Pero en muchas otras oportunidades aparecido desde mi memoria, en el mientras tanto de casi toda mi vida. Ahí estaba. Otra vez. Sentado en su silla. Muchacho sin nombre. Lo dicho, hace no más de un par de meses que sé que el aparecido recurrente era Satanás, que así lo mentaban en su tierra.

Una aparición fugaz. En la fugacidad de un profundo blanco y negro. El muchacho sentado en una silla. La silla delante de la mesita de luz. El conjunto dentro del ancho del pasillito formado por la pared del dormitorio y la cama matrimonial. El muchacho lleva un pullover oscuro con escote en v. Veo el cuello de la camisa blanca. Está cruzado de piernas. Tiene el pelo corto. Es flaco. Un morocho. Un primo lejano venido del campo. De Santa Teresa. De ese pueblo del sur de Santa Fe era toda la familia de mi madre, recientemente fallecida. Recostado en la cama está mi padre. Mi madre no está en la foto. Año 1970. Mi hermano aún no había nacido. Le doy la espalda al televisor. Miro hacia mi padre y el muchacho que en cada aparición no tendrá nombre. Mi padre y el muchacho miran atentos hacia el televisor. En blanco y negro el mundial de fútbol del 70. En blanco y negro la maravilla de Pelé. Hasta aquí la foto. El aparecido sin nombre. A mis 8 años guardé su imagen. Sólo su imagen. Quizá lo salvé del olvido por su enigmática presencia. Y por su paso fugaz por la casa de Martín Coronado.

No estoy seguro. Uno o dos días. Me inclino a pensar que fueron dos los días que duró la visita del primo Satanás en la casa. Lo recuerdo mirando el televisor. Siempre sentado. No lo veo entrar a la casa. Tampoco lo veo salir. Siempre sigue el partido. No recuerdo el día en que se fue. No hay despedida de Satanás. Nada se descuelga desde la memoria. Quizás una única sospecha. Una discusión con mi padre. Un algo misterio por lo general oculto a los pibitos de 8 años.

Aparece, además, una pregunta. Un enigma por sobre la ruleta de los días. Por qué quedó en mí su imagen. Cuál el disparador para el interés del pibito. Cuál el encuadre para esa foto en blanco y negro. En el muchacho morocho de pelo corto el pullover era oscuro y la camisa blanca. No recuerdo la voz de Satanás. Nada más mira hacia el televisor. Mira fútbol. Mirará el mundo de Martín Coronado hasta su partida en silencio. De la misma manera que como llegó.

En una medianoche cualquiera del último mes apareció Satanás. Como ayer, seguía sentado en la silla. Supe en ese momento que debería contar el personaje. La situación. Debería fijarlo en la escritura. Entonces la tinta alumbró el camino hacia una brevedad, ese híbrido entre ciertas convenciones de la prosa y cierta búsqueda y, con suerte, encuentro con el poema:

 

no queda nadie que sepa por qué lo llamaban Satanás / sí queda quien dice que a ese / que está sentado frente al televisor / lo mentaban Satanás en su tierra / por qué? ya no hay manera (…)

 

Pero la escritura de la brevedad no alcanzaba. El tiempo transcurrido quería más. Había una necesidad mayor de contar. Supe así que terminaría escribiendo esta aparición que ahora respira entre brevedad y relato. Recordé en una noche a principios de agosto que Tom Waits varias veces me cantó que Satanás no existía, que era el mismísimo Dios cuando estaba borracho. Imposible esquivar el pensamiento, la idea.

Por qué llamarlo Satanás. Qué es lo que había hecho. Cuál el proceder que lo define, explica, y lo nombra. No hay manera de saber. Ya no.

 

(…) desde la silla y atento a la pantalla / el primo segundo llegado del campo / de Santa Teresa / donde había nacido mi madre / desde allá lejos / luego de tanto tiempo regresa fugaz / como aparecido en el viento / el mismísimo Satanás // (…) vaya uno a saber de los sucedidos / silencioso se deshizo en el aire / quiere contar la memoria que sin decir adiós se fue / y como en un tango nunca más volvió / pero mi pibito de ocho años lo tenía a salvo del olvido // (…)

 

Anoto hoy, a más de 50 años de la presencia de Satanás en la casa de infancia, que quizá. Que tal vez. Que creo. Que un bote de entresueño rescató y guardó la imagen en la memoria por tratarse simplemente de un hombre anónimo. Uno de tantos. Un hombre más con la posibilidad de que sus manos hagan el bien o el mal. Un habitante más de la condición humana. Así lo veo como aparecido. Así lo veo volviendo desde que mi tía Marta dijo que ese muchacho joven en mi memoria, que ése era Satanás. Este pensamiento me llevó de regreso a Tom Waits y sus canciones. Que Satanás no existe, que es Dios mismo cuando está borracho, asegura Tom mientras saborea, muy cercano al creador, un Jesús de chocolate. La aparición de Satanás en Martín Coronado quiere significar, tal vez, al menos así me gusta pensarlo, la conjunción de lo humano frente al siempre misterioso desafío de la vida. Y quizá la posibilidad de jugar a entender esta necesidad me llama a contar este casi nada de aquel Satanás de infancia. A veces el día es una cuestión de elección. Desde dónde se escribe la novela propia. Ser Dios y Diablo en la misma mano.

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Topo, el octavo pasajero


 

Alabado sea yo. En desorden palabrero la plenitud de la peor jactancia. Se jacta. El payaso devenido en topo se jacta. Amo ser un topo. Amo. Ladra. Alardea. Fanfarronea. Topo engreído. Fatuo. Vanidoso. Arrogante. Orgulloso. Petulante. Soberbio.

El topo de la motosierra avisa que su condición anarco capitalista lo lleva a destruir el Estado. Destruir desde adentro. Desde el andamiaje. Topo presidente, el octavo pasajero. Una aterradora nave Nostromo, construida con variadas causales, trajo el bicho hasta la patria. Cortó hueso desde el pecho de la patria. Estalló como grano maduro. Acunado durante el viaje televisado en directo para el pueblo. En especial para aquellos acostumbrados a ver sólo el reflejo sobre la cáscara. Para aquellos que podían pensar, pero que eligieron no hacerlo. Para los que olvidaron. Para los desesperados. Para los que sólo piensan en ellos. Para aquellos a los que simplemente les pareció divertido. Para los anclados en el odio. Alguien que llegara desde el futuro y terminara con el tablero donde se juegan los días de la patria desde hace más de doscientos años. Porque es tan sabido que da asco repetirlo. El Estado de la patria -así cuenta la leyenda- por tv, radio, y las mil magias malignas de las redes de engatusar (sí, porque antes la tv dijo para el gato) decía que dijo el cuento que el susodicho Estado era un nido de ladrones. Es más, el Estado es un tacho de basura. Entonces hacía falta algo payaso, algo topo, un algo motosierra que haga fetas de la patria mientras marcha a bodega un suculento licuado. Digamos que como el final de una mala noche de ayer, una banda alquilada de salvajes terminara a las patadas con los tachos que contienen la basura que señala la tv. Ellos, los medios. A través de ellos, los Ellos, salen a limpiar en todas direcciones. El juego de hacer como que hacen y denuncian ilícitos. El pueblo debe saber de qué se trata. Por eso cuentan la fachada y ocultan la conveniencia. Para que la resucitada doña Rosa sepa y diga qué barbaridad, y haga cruces en el aire. Que Dios nos ampare. Que quemaron un auto. Los violentos. Sucedió cuando largaron al ruedo, cual perros de Tíndalos, la banda salvaje de abollar ideologías tras la manifestación en la plaza del Congreso. Se cantaba y se puteaba. Que no se vende, que la patria no se vende. Violenta la cacería de los perros rabiosos. La tercera línea de los mandaderos de la plutocracia en libertad. Mucho perrerío de oscura estirpe. Demasiado ladrido entre el pluto de más acá y el otro que agita al topo desde el más allá.

Las fuerzas de seguridad federales en la ciudad esperaban la señal de largada. Los meteorólogos de siempre ya tostaban un auto de un periodista a varias cuadras de la plaza. Un grupo de diputados de la oposición se acercó hasta una fila de defensa de la policía. Muy cerca del Congreso. Sin mediar palabra alguna, ni acción violenta, los representantes del pueblo fueron rociados con gas pimienta en sus caras. Llegó la orden a los meteorólogos para que al fin hicieran su magia con el clima. A tirar piedras se ha dicho. Los infiltrados cumplieron con el show y las fuerzas de seguridad dieron libertaria labor a las escopetas cargadas con munición de goma. Libertad libertaria a los rociadores de gas directo a los ojos de los que puteaban y cantaban. Suelta de libertarias granadas de humo lacrimógeno. En medio del zumbido de una caballería motorizada. Que te paso por encima. Que te disparo. Que no importa que no estés haciendo nada. Porque hoy hago aquello que me gusta hacer. Orden y proceder. A salvo de toda duda moral, el cascarudo no piensa en nada. Arremete. Un ciudadano sin hermanos ciudadanos. Llega la orden. A cazar. Todos a cazar. Abierta la temporada. El topo ladra que sí. La Pato húmeda de emoción dice más, empuja a más.

 

regresa el viejo de la bolsa / pisa el cemento de la avenida / salta desde la moto de la policía / lleva bolsa mala de cuento de terror hecho realidad / lleva escopeta con postas de goma / y lleva permiso de jaula / trampera para un puñado de jilgueros cantores / sueños ideas derechos humanos / viejo con mala bolsa que se aplica al instructivo / aroma la represión como si fuera siesta de verano / a vos a vos a vos a vos a vos y a vos / señala al boleo y enjaula para mejor ejemplo / ríe mientras se escribe el aviso / atenti que a cualquiera toca / noticia en proceso / detalles de la cacería / de regreso está el viejo de la bolsa / ahora vuelve a la moto / algo dice al policía que conduce / cuando la escopeta escupe un cartucho vacío

 

De pibito supe de la existencia amenazante del viejo de la bolsa. Al menos era el aviso de reserva ante el desconocido. Un vislumbre del miedo. Aquel cuento leyenda que bajaban los padres. Digo que hoy pienso en la pena que me provoca la imagen de un viejo llevando, quizá, todo su refugio en una bolsa. Pienso en las trampas escondidas en la ruleta de los días de la vida. Pero claro que hoy existe una aplicación distinta. Aunque en sustancia el resultado sea el mismo. Las víctimas a la bolsa. Una amenaza cierta. Porque acaba de suceder. La amenaza no es un viejo. Es una banda de alquiler que no duda en el momento de levantar a sus víctimas. Son los brazos mecánicos de las naves marcianas en la Guerra de los mundos de H.G.Wells.

Así escribí hace una cantidad de días. Hasta “Wells” escribí cuando algo en mi interior detuvo el decir. Nunca, hasta ahora, había dejado inconclusa una mirada escrita. Habrá pasado un mes en suspenso. Ahora estoy de regreso. Observo. Sigo el relato. Releo desde dentro del plano general que cuenta el paisaje dolido de mi patria.

Como si recibiera un pelotazo en la boca del estómago. Quedo sin aire. Escucho la radio. Sigo sin poder creer el sucedido. Voy sin aire. Me arrastro sobre la página en blanco. Pienso. Sucede en cada día. Es el precio de estar informado. De andar por el barrio a consciencia despierta. Escribo. Sigo el impulso. Voy tras un puñado de líneas. Casi sin pretensión. Una brevedad. Otra más. Una brevedad que busque fijar una mirada. Un momento. Un pensamiento. Esa necesidad de decirme. De decirnos. La necesidad de guardar en la memoria. Para nunca más olvidar.

 

que nadie haya recordado parece mentira // corta el filo de una historia mala / mano cruel de falsedad libertaria / roba la palabra // luego dispone el tajo asesino / dios conocido el odio el argumento / la no idea de tiempos tristes / filo de encandilar / reflejo salvaje veloz / mientras derrama la primera sangre / pasen y vean las ofertas de mercado

 

Había anotado más arriba que el payaso devino topo. Motosierra y licuadora. Amenaza. Grita. Se descontrola.

 

un carajo / otro carajo / y otro carajo más / tres carajos avisa / amenaza el payaso / me importa tres carajos // que a cuánto tu carajo? // oculta el índice de riqueza / el cruel y su circo / grita defiende muerde / sostiene el piolín remonta / (siempre entre vientos la historia) / en alto el reparto injusto / que colores opuestos pugnan en este barrilete // mal ladra el payaso / un carajo / otro carajo / y otro carajo más / tres los carajos de esconder

 

Una brevedad intenta ser búsqueda y encuentro. Dentro y fuera de nosotros la patria. Cada uno la patria. El otro es la patria. Soy la patria del otro. Búsqueda y encuentro en la brevedad. Un intento más de resistencia. También de permanencia para denunciar la crueldad de este mientras tanto.

 

invierno de cemento y viento anónimo / de nada sirve / cartón ni colchón de descarte / ni parecita techo en la ochava ni bajo autopista / cuando hay muerte en la ciudad / de nada sirve / escribir esta brevedad de dolorosa urbanía / que anota sin embargo en la historia / que abandonados en su último refugio / muertos fueron seis hombres / en maldita noche anarco capitalista / avisa noticia la voz de la radio / crónica cruel / sucedidos del sistema / mientras las calles heladas